Gustavo Bueno (1924-2016), el gran clasificador
“Crítica es clasificación”, decía Gustavo Bueno, el gran clasificador. Abra cualquiera de sus obras y lo más probable es que se encuentre una “teoría de teorías”, en la que sus propias ideas se oponen sistemáticamente a cualquier alternativa. Sólo un genio de la clasificación puede permitirse desafiar así las intuiciones de sus lectores. Bueno era materialista, pero, a diferencia de los materialistas vulgares, defendía la realidad de las ideas (un “género de materialidad”). El de Bueno era un ateísmo católico, en el que la tradición escolástica contaba tanto como la filosofía moderna (y bastante más que la contemporánea). A Bueno algunos le conocieron como falangista (en los 1940) y otros como marxista (en los 1970). De cualquier proyecto político a él le interesaba su implantación efectiva, y la universalidad de su alcance. Lo mejor: un Imperio. “De no ser por la Iglesia católica, el cristianismo habría sido una secta judía más”, decía. Caídas la Alemania nazi y la URSS, Bueno se las ingenió para argumentar que, en el siglo XXI, España es lo más parecido a un proyecto imperial que les quedaba a los filósofos sistemáticos-materialistas-ateos-católicos.
Nuestro gran clasificador era, por supuesto, inclasificable. Nadie se atrevió a mezclar tantas ideas como Bueno a propósito de tantos temas como tocó en su extensísima obra. Él se presentaba como un “compositor” en un medio académico de “intérpretes y arreglistas”, como el español. Suya fue la reivindicación de la Symploké ontológica (“No todo está relacionado con todo”), el cierre categorial (la verdad de la ciencia no es la correspondencia entre teoría y mundo: es una forma de organización del propio mundo a través de las operaciones del científico), el animal divino (el terror prehistórico ante el animal sin domesticar es el origen del sentimiento religioso), y un largo etc. Aunque Bueno no fue nunca demasiado cuidadoso al citar sus fuentes, muchos lectores adivinaban de dónde bebía. Pero eso no disminuye su mérito componiendo: ni en su generación ni en las siguientes encontramos semejante fusión de estructuralismo y escolástica, análisis lógico y fenomenología. Pretendiendo ser, todo el tiempo, más consistente que cualquiera de sus interlocutores, pues para eso –decía– sirve un sistema.
“Pensar es pensar contra alguien”, sostenía una y otra vez Bueno. Contra el propio Bueno, sin embargo, no ha pensado todavía nadie. Como sucede en cualquier escuela, los estudiosos de su materialismo filosófico suelen ser más arreglistas e intérpretes que compositores. Fuera de su escuela, nadie se ha tomado la molestia por ahora. Lo cual no dice mucho de sus méritos intelectuales. Así somos en España: ¿quién piensa hoy contra Zubiri, García Bacca, Amor Ruibal o García Calvo? Dice bastante, en cambio, de su implantación mundana. Como demuestran los obituarios publicados estos días, Bueno fue muy generoso con quienes se interesaban por su obra. Pero tenía también un talento enorme para excluirlos, si se distraían. Como a menudo le oí repetir a su hijo Gustavo, gestor de tantas de sus empresas académicas, al final “vale quien sirve”. Tan divertido como hiriente en el insulto, arbitrario en sus decisiones, atrabiliario en sus formas, muchos de sus colegas dejaron de tratar a Bueno (y de leerle) simplemente para evitarse disgustos. Yo entre ellos: duré dos números en el consejo editorial de su revista (El Basilisco), sin haber pedido ni entrar ni salir. “No se enfade usted, señor Bueno”, le rogaba el presentador en una de sus incendiarias intervenciones televisivas. “No me haga usted enfadar, que es muy distinto”, le respondía él, airado.
Gustavo Bueno podía enfadarse fácilmente y mucho. Lo cual, de nuevo, no prejuzga nada sobre el valor de sus ideas. El suyo no ha sido el único carácter difícil de la Historia de la filosofía y sus vaivenes políticos no son mayores que los de otras ilustres luminarias del XX. Bueno se quejaba de que él leía a todos sus colegas, pero ninguno le correspondía. Quizá les intimidase intelectualmente. Quizá temiesen su reacción si se atrevían a opinar. O quizá, simplemente, les aburriese. De lo que no se daba cuenta era de que no le pasaba sólo a él. Javier Muguerza, paradigma de la cortesía académica, decía a menudo eso de que “de los libros de los amigos no sólo hay que hablar bien; hay que leerlos”. Yo leí mucho a Bueno cuando era estudiante y sus tesis me parecieron siempre más interesantes que los de cualquier otro de sus coetáneos españoles, aunque sólo sea por menos aburridas/predecibles. Para una generación como la mía, que habla inglés y accede a Internet antes de salir de la Facultad, resultó fácil encontrar por ahí versiones mejores de casi cualquier argumento escrito en español en los últimos cincuenta años. Por una parte, porque somos muchos ya los filósofos de lengua española que usamos directamente el inglés para publicar. Por otro, porque al inglés se traduce más filosofía que a cualquier otra lengua. Entre todo lo que yo he leído, Bueno destacó siempre por la originalidad de sus argumentos.
Pero la originalidad no es todo lo que se debería buscar en un filósofo. Cualquier idea de las que interesaron a Bueno, y en particular todas las que se refieren a las ciencias, están discutidas con infinitamente más información y detalle en el mundo filosófico anglosajón. Tanta información y detalle que difícilmente darán lugar a un sistema tan ambicioso como el que pretendió construir Bueno. Aquí está el reto para su materialismo filosófico: ¿habrá entre sus discípulos algún otro compositor que acierte a ponerlo al día y obtener el eco académico que no obtuvo su fundador? ¿O como en tantos palacios de la antigüedad, los lectores de Bueno irán arrancando piezas de su sistema para levantar sus propios argumentos, ajenos ya a la composición original?
"El universo mudanza, la vida firmeza”, decía Bueno con los estoicos. Quizá algún día una biografía intelectual nos descubra cuánto cambió realmente Bueno en sus seis décadas de escritura académica. Hoy sólo podemos admirarnos de su fecundidad filosófica y recordar los buenos ratos que (a algunos) nos ha hecho pasar con sus diatribas. Si estáis contentos, aplaudid al actor.
{Contextos, agosto de 2016}
Excelente obituario .
ResponderEliminarYo también conocí y admiré mucho a don Gustavo. Me sigue pareciendo un gigante, aunque también un ejemplo que, sobre todo en algunas contribuciones de su vejez, verifica un antiguo proverbio español : "Quién mucho abarca, poco aprieta".
Bueno tenía un conocimiento de la tradición filosófica occidental soberbio y un programa filosófico que a comienzos de los setenta estaba bastante consolidado. Yo creo que su compromiso con el marxismo fue mucho más profundo de lo que usted sugiere ,abarcando desde los años sesenta hasta bien entrada la década de los noventa y no entiendo porque no jugó esta carta en su momento con mayor intensidad, sobre todo teniendo en cuenta que escribía en castellano. También fue toda su vida un nacionalista español, pero esto no era algo insólito en la izquierda española del novecientos, estoy pensando en Claudio Sánchez Albornoz , por ejemplo.Y un tipo al que le encantaba hacerse enemigos.
Veremos que pasa con su legado. Se habla de carpetas y carpetas con esquemas y apuntes...
Saludos desde Asturias.
Karl Mill