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27/8/16

Gustavo Bueno (1924-2016), el gran clasificador

“Crítica es clasificación”, decía Gustavo Bueno, el gran clasificador. Abra cualquiera de sus obras y lo más probable es que se encuentre una “teoría de teorías”, en la que sus propias ideas se oponen sistemáticamente a cualquier alternativa. Sólo un genio de la clasificación puede permitirse desafiar así las intuiciones de sus lectores. Bueno era materialista, pero, a diferencia de los materialistas vulgares, defendía la realidad de las ideas (un “género de materialidad”). El de Bueno era un ateísmo católico, en el que la tradición escolástica contaba tanto como la filosofía moderna (y bastante más que la contemporánea). A Bueno algunos le conocieron como falangista (en los 1940) y otros como marxista (en los 1970). De cualquier proyecto político a él le interesaba su implantación efectiva, y la universalidad de su alcance. Lo mejor: un Imperio. “De no ser por la Iglesia católica, el cristianismo habría sido una secta judía más”, decía. Caídas la Alemania nazi y la URSS, Bueno se las ingenió para argumentar que, en el siglo XXI, España es lo más parecido a un proyecto imperial que les quedaba a los filósofos sistemáticos-materialistas-ateos-católicos.

Nuestro gran clasificador era, por supuesto, inclasificable. Nadie se atrevió a mezclar tantas ideas como Bueno a propósito de tantos temas como tocó en su extensísima obra. Él se presentaba como un “compositor” en un medio académico de “intérpretes y arreglistas”, como el español. Suya fue la reivindicación de la Symploké ontológica (“No todo está relacionado con todo”), el cierre categorial (la verdad de la ciencia no es la correspondencia entre teoría y mundo: es una forma de organización del propio mundo a través de las operaciones del científico), el animal divino (el terror prehistórico ante el animal sin domesticar es el origen del sentimiento religioso), y un largo etc. Aunque Bueno no fue nunca demasiado cuidadoso al citar sus fuentes, muchos lectores adivinaban de dónde bebía. Pero eso no disminuye su mérito componiendo: ni en su generación ni en las siguientes encontramos semejante fusión de estructuralismo y escolástica, análisis lógico y fenomenología. Pretendiendo ser, todo el tiempo, más consistente que cualquiera de sus interlocutores, pues para eso –decía– sirve un sistema.

“Pensar es pensar contra alguien”, sostenía una y otra vez Bueno. Contra el propio Bueno, sin embargo, no ha pensado todavía nadie. Como sucede en cualquier escuela, los estudiosos de su materialismo filosófico suelen ser más arreglistas e intérpretes que compositores. Fuera de su escuela, nadie se ha tomado la molestia por ahora. Lo cual no dice mucho de sus méritos intelectuales. Así somos en España: ¿quién piensa hoy contra Zubiri, García Bacca, Amor Ruibal o García Calvo? Dice bastante, en cambio, de su implantación mundana. Como demuestran los obituarios publicados estos días, Bueno fue muy generoso con quienes se interesaban por su obra. Pero tenía también un talento enorme para excluirlos, si se distraían. Como a menudo le oí repetir a su hijo Gustavo, gestor de tantas de sus empresas académicas, al final “vale quien sirve”. Tan divertido como hiriente en el insulto, arbitrario en sus decisiones, atrabiliario en sus formas, muchos de sus colegas dejaron de tratar a Bueno (y de leerle) simplemente para evitarse disgustos. Yo entre ellos: duré dos números en el consejo editorial de su revista (El Basilisco), sin haber pedido ni entrar ni salir. “No se enfade usted, señor Bueno”, le rogaba el presentador en una de sus incendiarias intervenciones televisivas. “No me haga usted enfadar, que es muy distinto”, le respondía él, airado.

Gustavo Bueno podía enfadarse fácilmente y mucho. Lo cual, de nuevo, no prejuzga nada sobre el valor de sus ideas. El suyo no ha sido el único carácter difícil de la Historia de la filosofía y sus vaivenes políticos no son mayores que los de otras ilustres luminarias del XX. Bueno se quejaba de que él leía a todos sus colegas, pero ninguno le correspondía. Quizá les intimidase intelectualmente. Quizá temiesen su reacción si se atrevían a opinar. O quizá, simplemente, les aburriese. De lo que no se daba cuenta era de que no le pasaba sólo a él. Javier Muguerza, paradigma de la cortesía académica, decía a menudo eso de que “de los libros de los amigos no sólo hay que hablar bien; hay que leerlos”. Yo leí mucho a Bueno cuando era estudiante y sus tesis me parecieron siempre más interesantes que los de cualquier otro de sus coetáneos españoles, aunque sólo sea por menos aburridas/predecibles. Para una generación como la mía, que habla inglés y accede a Internet antes de salir de la Facultad, resultó fácil encontrar por ahí versiones mejores de casi cualquier argumento escrito en español en los últimos cincuenta años. Por una parte, porque somos muchos ya los filósofos de lengua española que usamos directamente el inglés para publicar. Por otro, porque al inglés se traduce más filosofía que a cualquier otra lengua. Entre todo lo que yo he leído, Bueno destacó siempre por la originalidad de sus argumentos.

Pero la originalidad no es todo lo que se debería buscar en un filósofo. Cualquier idea de las que interesaron a Bueno, y en particular todas las que se refieren a las ciencias, están discutidas con infinitamente más información y detalle en el mundo filosófico anglosajón. Tanta información y detalle que difícilmente darán lugar a un sistema tan ambicioso como el que pretendió construir Bueno. Aquí está el reto para su materialismo filosófico: ¿habrá entre sus discípulos algún otro compositor que acierte a ponerlo al día y obtener el eco académico que no obtuvo su fundador? ¿O como en tantos palacios de la antigüedad, los lectores de Bueno irán arrancando piezas de su sistema para levantar sus propios argumentos, ajenos ya a la composición original?

"El universo mudanza, la vida firmeza”, decía Bueno con los estoicos. Quizá algún día una biografía intelectual nos descubra cuánto cambió realmente Bueno en sus seis décadas de escritura académica. Hoy sólo podemos admirarnos de su fecundidad filosófica y recordar los buenos ratos que (a algunos) nos ha hecho pasar con sus diatribas. Si estáis contentos, aplaudid al actor.

{Contextos, agosto de 2016}

13/8/16



David Spiegelhalter, Sex by numbers, London, Profile books, 2015

For many, sex is more about quality than quantity, so David Spiegelhalter’s Sex by numbers may put off many potential readers.  Yet, in sex quantity seems to have a certain quality of its own –or so it claims Brooke Magnanti, invoking the intellectual authority of Stalin. This book has indeed a quality of its own: accuracy. Our folk understanding of sex is full of made up numbers to which we inadvertently stick without further reflection. Checking them out is more complicated that it seems: there are competing sources and we need a certain degree of statistical (and methodological) literacy to assess them properly. Hence, we can only be grateful to have Spiegelhalter, a world-leading statistician, spelling out for us what we really know about the numbers of sex in a clear and accessible manner.

Spiegelhalter is a Bayesian: for him, probabilities measure how strong our beliefs about random events are. This is a technicality that readers may safely ignore, but it explains why the book starts with a credibility ranking of the available figures about sex: numbers we can believe, numbers that are reasonably accurate, numbers that could be out by quite a long way, numbers that are unreliable, and numbers that have just been made up. Evidence in the two first categories will improve our statistical understanding of sex, whereas the remaining three scores will probably mislead us.

Ranking evidence depends crucially on its sources and half of this book is about how social research on sexuality can be properly carried out. Spiegelhalter's paradigm for reliable data is the British National Survey of Sexual Attitudes and Lifestyles (Natsal-3, 2010-2012). This is based on a random sample of face-to-face interviews funded by a private charity, the Wellcome trust -incidentally, the same trust commissioning this book. Spigelhalter spends time discussing the methodology and comparative reliability of his many sources (devoting an entire appendix to Natsal methods) and the crucial choices on which they all depend (e.g., what counts as a sexual partner). He also uses Natsal data in the first few chapters to introduce a number of handy statistical concepts: the mean and the median are important when we wonder about how much sex we are having.

With all these methodological caveats in sight, Spiegelhalter proceeds to inform you about everything you thought you knew about sex, despite not having a reliable source to check. Statistics about partners, heterosexual and homosexual activity, masturbation, reproduction etc. Most of it illustrated with graphics, about which I will make my only formal complaint about the book: in the epub version, sometimes they were not easy to read (despite trying the graphics on various readers). The text instead is delightful to read. Spigelhalter excels at both clarity and wit, both in the best British tradition, even if (or perhaps because) the topic is sex. 

Spigelhalter is cautious, but not shy, in appraising causality through data. Sometimes the evidence makes more likely some explanations of why sex happens the way it does. But often the data are far from conclusive regarding causation and, at best, they just describe what we do (and how often we do it).  Spiegelhalter adopts a good old positivist stance regarding the science of sex and admits at all points what we do not know, keeping it separate from any normative judgment. The most opinionated readers may be displeased by such a sober discourse on sex. The rest of us will be surely enlightened by the quality in the quantity.

{August, 2016}
{Metapsychology}