26/4/09

Luis Enrique Alonso, La mirada cualitativa en sociología, Fundamentos, Madrid, 1998, 268 pp.

Aún no son muchas las aportaciones españolas a las técnicas de investigación sociológicas, y no es de extrañar, por tanto, que en nuestro país todavía sea raro, aunque no inexistente, el debate sobre tales métodos. Cabe decir, entonces, que La mirada cualitativa en sociología es un libro excepcional, pues su objeto no es otro que la discusión de las técnicas desarrolladas por la escuela madrileña de los Jesús Ibáñez, Ángel de Lucas, Alfonso Ortí, etc., a la que el propio Alonso es afín. Ahora bien, como el propio autor nos advierte, no es este un libro de metodología, i.e., no contiene una reexposición de las técnicas analizadas, ni tampoco una casuística acerca de sus usos más convenientes.

Luis Enrique Alonso es, sin duda, un sociólogo en ejercicio, pero en este ensayo quiere situarse más allá de la práctica sociológica, en “el ámbito de la mirada”, sinónimo -se nos dice- de aproximación o enfoque, tal y como éstos se interpretan en las distintas ciencias sociales. Sin embargo, al examinar el contenido de La mirada..., recordaremos que también mirar está en la raíz griega de theorein, y se diría, en efecto, que lo que aquí se nos ofrece es un ensayo sobre la teoría que corresponde a las técnicas cualitativas, radicalmente distinta, en muchos aspectos, a la elaborada por el propio Ibáñez.

Tres de seis capítulos que componen La mirada... se dedican, así, a la interpretación de algunos emblemas de la sociología cualitativa madrileña: el grupo de discusión (cap.3), la entrevista (cap.2) y los estudios sobre el consumo (cap.5). La teoría aplicada en éstos se desarrolla en los tres capítulos restantes, los más ambiciosos y originales de la obra, sin olvidar una introducción y un epílogo no menos interesantes. Para Luis Enrique Alonso, el objeto de la sociología cualitativa sería el análisis del discurso, puesto que a través de la acción comunicativa se obraría la construcción social de la realidad. Ante la diversidad de acepciones de discurso, Alonso nos propone una concepción hermenéutica (con Ricoeur y otros muchos autores) mediante la cual cupiese reformular, por una parte, la dicotomía cuantitativo/cualitativo (cap.1), distinguiendo así los distintos dominios de la sociología, y dotar de una interpretación social a la propia acción comunicativa, por otra, evitando a un tiempo el relativismo pansemiologista y el determinismo estructuralista (cap.4).

En efecto, nuestro autor pretende interpretar las técnicas cualitativas como núcleo de una pragmática en la que se articulen constricciones sociales y lingüísticas, de modo que ni aquéllas se resuelvan en las ilimitadas opciones exegéticas que nos ofrece el Texto, ni éstas se agoten en una expresión más del Poder. Alonso nos propone operar a una escala intermedia, la del sujeto, a partir de la reconstrucción siempre contextual de su práctica discursiva, pues en ella se manifestaría tanto el sentido intrínseco de su acción (conjugando aquí su acepción intencional (finalidad) y semántica (representación)), como sus determinaciones extrínsecas, propiamente sociales.

Pero ¿cómo dar cuenta de esta articulación? Quizá sea éste el nudo argumental de la obra, al menos para el lector, pues, por una parte, la apelación de L.E.Alonso a las condiciones materiales que explicarían en cada caso el desarrollo de la acción comunicativa no puede ser más explícita (cap.6). Pero también lo es su aspiración de edificar una macropragmática “referida a los espacios y conflictos sociales que producen y son producidos por los discursos”, y no a cada acto comunicativo en particular. Buena parte de la obra se desarrolla a esta escala macroscópica, considerando las abundantes alternativas teóricas que se nos ofrecen hoy para construir tal suma sociológica. De ello dan cuenta sus más de veinte páginas de bibliografía, y no podemos dejar de anotar, por cierto, uno de los mayores defectos de la edición: la ausencia de índices de autores y temas, que a menudo dificulta la consulta de una obra tan enjundiosa.

La solución ensayada por Alonso es dúplice: en principio, adopta una posición constructivista en lo que se refiere a los mecanismos cognitivos de formación de conceptos (cap.1), intentando recorrer a través de la hermenéutica la vía abierta por Durkheim (i.e., la organización social del cosmos, y su expresión simbólica: metáforas, etc.). No obstante, superada ya la genealogía, aparece la dificultad de explicar la acción comunicativa, una vez constituido y en marcha el campo discursivo. No es una dificultad menor si consideramos que las técnicas cualitativas como el grupo de discusión se refieren antes al análisis de la estructura de los discursos que a su génesis, y se diría, por ello, que acaso sea éste el motivo central de la obra.

Aparentemente, Alonso intenta superar este paso, soldando los modelos comunicativos centrados en la negociación (pongamos Bourdieu) con aquellos otros basados en el consenso (sea Habermas): aquélla cargaría con el peso de las constricciones sociales en las que se inscribe la acción, y éste con la capacidad para superarlas; i.e., una vía media entre pansemiologistas y estructuralistas, y aún entre las mismas posiciones de los citados Bourdieu y Habermas. Mas ¿es posible este equilibrio?

Es aquí donde aparece el tópico cualitativo de la reflexividad, o bien, la presentación de la sociología como “epistemología de lo cotidiano”. Pues por más que se apele a las condiciones materiales en las que se inscribe, en cada caso, la acción, lo cierto es que el canon hermenéutico no sería solamente una guía para su análisis sociológico: proveería también un ideal comunicativo, valores éticos que orientarían el desarrollo de la acción, y que al sociólogo le cabría promover con su intervención, más allá de las constricciones partidistas que su análisis descubriese (cf. el prólogo y especialmente el epílogo a este respecto). Así, el sociólogo no sólo afirmaría la libertad del sujeto para decir el curso de sus actos, sino que contribuiría él mismo a ejercitarla.

La inversión operada por Alonso en lo que a la concepción de la sociología cualitativa se refiere es muy notable, si volvemos a la comparación con Ibáñez: si en éste aparecía como una “física social de segundo orden”, con un sesgo manifiestamente estructuralista y postmoderno, Alonso opta, en cambio, por la hermenéutica y la modernidad: Habermas se impone a Deleuze. Lo que para muchos ganará en inteligibilidad el discurso, para otros lo perderá quizá en radicalidad política. A los sociólogos comprometidos en su desarrollo les corresponde, sin duda, decidirlo.

Pero puede que no sean muchos los que se sientan aludidos por los argumentos de Alonso, que acaso perciban como excesivamente filosóficos. Recordarán quizá aquella anécdota transmitida por Diógenes Laercio (Vidas..., VIII.8), según la cual la vida se parecería a unos juegos: unos acuden para competir; otros por el comercio, pero los mejores, asistirán como espectadores (theoroi), y éstos serían los filósofos. En España, se puede ya competir académicamente con las técnicas cualitativas y, por supuesto, se puede obtener de ellas un notable rendimiento comercial, pero ¿a quién interesará la mirada de un espectador?

Contra tales dudas, buena parte de los argumentos que se ofrecen en La mirada... clamarán por una interpretación sociológica de algunas tesis característicamente filosóficas, aunque sirven más, creemos, para ilustrar las dificultades de la empresa, que para llevarla a buen puerto. Pues una vez rendidas las armas sociológicas a la hermenéutica, ¿cómo explicar que “el discurso no se explica por el discurso mismo” (pág.78)? Después de asumir la crítica sociológica al idealismo lingüístico, ¿por qué detenerse ante la comunidad ideal de habla (pág.232)?

En realidad, los dilemas enfrentados en La mirada... son muy antiguos, y quién sabe si irresolubles: algunos presocráticos, como Demócrito, defendieron que el ojo era una superficie reflectante en la que se proyectaban pasivamente las imágenes de los cuerpos; a éstos se oponían otros que, como los pitagóricos y también algunas veces el propio Alonso (e.g., pág.17), afirmaron que el ojo, agua y fuego, veía por sí mismo emitiendo rayos que alumbraban los objetos. Otras veces (e.g., pág.242), Alonso nos recordará más a Empédocles, quien sostuvo, al parecer, la actividad de ambos elementos, ojo y objeto, en el acto de la visión. ¿Habrá quizá una cuarta alternativa? ¿Será el constructivismo sociológico capaz de proporcionárnosla?

{Septiembre 1999}
{Revista Española de Investigaciones Sociológicas 91 (2000), pp.196-199}

1 comentario:

  1. Conocí a Luis Enrique Alonso en un curso de verano en Ávila y me animé en seguida a leer (y reseñar) su libro porque era (y supongo que seguirá siendo) una de las personas más dispuestas al diálogo intelectual que me había encontrado.

    No he vuelto a los temas de este libro en mucho tiempo, pero creo que debería recomendárselo a mis alumnos de filosofía de las ciencias sociales (y no sé cómo no se me ha ocurrido antes...)

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