15/4/09

Sergio F. Martínez, Geografía de las prácticas científicas. Racionalidad, heurística y normatividad, México, UNAM, 2003.

Geografía de las prácticas científicas se articula sobre dos debates contemporáneos. Por una parte, el que enfrenta a epistemólogos y filósofos de la ciencia sobre cómo enfrentar la justificación de nuestros conocimientos (principalmente, científicos). Por otro lado, el que opone a estos frente a sociólogos e historiadores de la ciencia a propósito de la eficacia social de tal justificación. Sergio Martínez nos propone como eje para situar su propia contribución el concepto de norma, que pretende naturalizar a partir de su inserción en prácticas científicas buscando una vía media entre todos estos bandos. Veamos someramente cuál es el curso de su argumento.

En el cap. 1, Martínez sitúa su proyecto en el contexto de las distintas propuestas hoy disponibles para articular una epistemología social. Con Miriam Solomon, defiende una epistemología normativa no individualista, pero en vez de buscar sus fuentes en la elección de teorías, Martínez sostiene que brota de las prácticas científicas cuyo carácter social es irreductible a los procesos cognitivos individuales. En primer lugar, las prácticas contienen elementos no proposicionales, un saber cómo socialmente distribuido cuya explicitación es necesariamente grupal. De ahí la importancia del testimonio como generador, y no sólo transmisor, de conocimiento: las normas tácitamente asociadas a la presentación de información propician nuestras inferencias mediante heurísticas. Su éxito de hecho justifica el proceso inferencial, antes que cualquier formalización simbólica.

El tema se desarrolla en el cap. 2, para establecer la tesis de que las diferentes normas generadoras de éxitos constituirán diferentes tradiciones científicas, entre las cuales no cabrá elegir como los clásicos pretendían. No se trata de elegir entre teorías sobre la base, por ejemplo, de cuál proporciona mejores predicciones pues estas no constituyen una mera relación inferencial entre enunciados. Necesitan, a menudo, un sistema tecnológico que, para el autor, incluye a la propia teoría o modelo del que se obtienen. Su individualidad, nos dice, no es otra que la que les confiere “ser parte de poblaciones de métodos o modelos genealógicamente relacionados” (p. 77)
¿Cómo interpretar, pues, estas normas? En el cap. 3 Martínez nos propone una apropiación epistemológica del concepto de heurística, a partir de su presencia en distintas disciplinas científicas. En ellas podríamos apreciar como nuestra actividad cognoscitiva pivota sobre la resolución exitosa de problemas particulares, antes que sobre la ejecución de algoritmos generales. La tesis ontológica que acompaña a este principio es que la “estructura (causal y normativa) del ambiente” es parte de la propia heurística, y clave de su éxito, de modo que no cabría su generalización algorítmica. De ahí la afirmación de la independencia de las tradiciones científicas (cap. 4), pues la diversidad del mundo y de nuestros propios mecanismos cognitivos justifica la existencia de múltiples heurísticas, tal como puede constatarse en la evolución de la propia ciencia. De ahí la metáfora de la geografía (del propio mundo a través de las prácticas) que da título al libro.

El cap. 5 intenta mostrar cómo puede aplicarse la idea de técnica al análisis de las distintas tradiciones científicas a partir de sus fundamentos experimentales. La metáfora biológica de la selección le proporciona al autor el modelo para explicar su evolución. Por último, en el cap. 6 presenta una objeción contra la teoría de la elección racional como principio para el análisis de la acción científica, pues, por una parte, sus exigencias cognitivas resultarían empíricamente exageradas y, por otro lado, presupone que las consecuencias están bien definidas antes de tomar cualquier decisión, cuando –en opinión del autor– su construcción es parte de esta. En su lugar, Martínez se apoya en el concepto de razones externas, tal como lo propuso B. Williams, procedimientos de decisión adquiridos educativamente y, por tanto, controlados en buena parte desde el exterior de nuestra conciencia.

Estamos, por tanto, ante un ensayo programático en el que se expone una agenda intelectual, desarrollada, en buena parte, en trabajos anteriores cuya unidad queda ahora de manifiesto y agradece, por ello, una discusión general. A mi juicio, el mayor mérito de este ensayo radica justamente en articular de un modo sistemático consideraciones hoy a menudo dispersas en el debate sobre la ciencia. El lector se apercibirá sin duda de cómo Martínez remite aquí y allá a tesis que podemos asociar sin dificultad, e.g., con autores como Giere o Hacking; pero es en su conexión donde radica la originalidad de su argumento. La dimensión social del neoexperimentalismo o la concepción semántica apenas está explotada, y en este ensayo se abre una vía para ello con el concepto generalizado de heurística. Su fecundidad queda manifiesta en la interpretación de una amplia casuística científica, característica de la argumentación actual en filosofía de la ciencia.

Pero probablemente a sociólogos y epistemólogos su concepto de heurística les resulte insuficiente, por equívoco, como principio de análisis de la normatividad científica. Para aquellos resultará probablemente exagerado esperar de un concepto tan genérico una determinación efectiva de la práctica científica: sin duda, deja espacio suficiente para que los intereses particulares de una comunidad desempeñen un papel no menos importante que las constricciones causales en la consecución del éxito y el consenso científico. Y de ahí también sus defectos para el epistemólogo: si el testimonio es la vía por la que Martínez socializa el conocimiento científico, ¿qué hay en sus normas de transmisión que pueda evitar que el pluralismo degenere en relativismo?

Esta insatisfacción probablemente se deriva de la “escala” del análisis: la casuística científica que se nos presenta aparecerá para el sociólogo recortada para dejar fuera la dimensión propiamente social (los intereses); del mismo modo el epistemólogo echará en falta más análisis conceptual que dote de generalidad a un análisis tan particularista. De ahí la naturaleza programática de este ensayo: su cogencia crecerá en la misma medida en que sea capaz de integrar en su argumento un mayor número de debates. Pero advirtamos que esta exigencia se deriva de la propia perspectiva que el autor nos propone, pues su amplitud de miras nos obliga a plantearnos toda la complejidad que enfrenta hoy cualquier análisis de la ciencia. El acierto de elegir este enfoque nos obliga a esperar lo mejor de su desarrollo. El diálogo con otros autores de nuestro medio (F. Broncano, J. Ferreirós, J. Vega, J. Zamora, etc.), en tanto aspectos cercanos a su propuesta, probablemente le dé buena ocasión para ello.

{Julio 2006}
{Isegoría 34 (2006), pp. 294-296}

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