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26/4/09

Luis Enrique Alonso, La mirada cualitativa en sociología, Fundamentos, Madrid, 1998, 268 pp.

Aún no son muchas las aportaciones españolas a las técnicas de investigación sociológicas, y no es de extrañar, por tanto, que en nuestro país todavía sea raro, aunque no inexistente, el debate sobre tales métodos. Cabe decir, entonces, que La mirada cualitativa en sociología es un libro excepcional, pues su objeto no es otro que la discusión de las técnicas desarrolladas por la escuela madrileña de los Jesús Ibáñez, Ángel de Lucas, Alfonso Ortí, etc., a la que el propio Alonso es afín. Ahora bien, como el propio autor nos advierte, no es este un libro de metodología, i.e., no contiene una reexposición de las técnicas analizadas, ni tampoco una casuística acerca de sus usos más convenientes.

Luis Enrique Alonso es, sin duda, un sociólogo en ejercicio, pero en este ensayo quiere situarse más allá de la práctica sociológica, en “el ámbito de la mirada”, sinónimo -se nos dice- de aproximación o enfoque, tal y como éstos se interpretan en las distintas ciencias sociales. Sin embargo, al examinar el contenido de La mirada..., recordaremos que también mirar está en la raíz griega de theorein, y se diría, en efecto, que lo que aquí se nos ofrece es un ensayo sobre la teoría que corresponde a las técnicas cualitativas, radicalmente distinta, en muchos aspectos, a la elaborada por el propio Ibáñez.

Tres de seis capítulos que componen La mirada... se dedican, así, a la interpretación de algunos emblemas de la sociología cualitativa madrileña: el grupo de discusión (cap.3), la entrevista (cap.2) y los estudios sobre el consumo (cap.5). La teoría aplicada en éstos se desarrolla en los tres capítulos restantes, los más ambiciosos y originales de la obra, sin olvidar una introducción y un epílogo no menos interesantes. Para Luis Enrique Alonso, el objeto de la sociología cualitativa sería el análisis del discurso, puesto que a través de la acción comunicativa se obraría la construcción social de la realidad. Ante la diversidad de acepciones de discurso, Alonso nos propone una concepción hermenéutica (con Ricoeur y otros muchos autores) mediante la cual cupiese reformular, por una parte, la dicotomía cuantitativo/cualitativo (cap.1), distinguiendo así los distintos dominios de la sociología, y dotar de una interpretación social a la propia acción comunicativa, por otra, evitando a un tiempo el relativismo pansemiologista y el determinismo estructuralista (cap.4).

En efecto, nuestro autor pretende interpretar las técnicas cualitativas como núcleo de una pragmática en la que se articulen constricciones sociales y lingüísticas, de modo que ni aquéllas se resuelvan en las ilimitadas opciones exegéticas que nos ofrece el Texto, ni éstas se agoten en una expresión más del Poder. Alonso nos propone operar a una escala intermedia, la del sujeto, a partir de la reconstrucción siempre contextual de su práctica discursiva, pues en ella se manifestaría tanto el sentido intrínseco de su acción (conjugando aquí su acepción intencional (finalidad) y semántica (representación)), como sus determinaciones extrínsecas, propiamente sociales.

Pero ¿cómo dar cuenta de esta articulación? Quizá sea éste el nudo argumental de la obra, al menos para el lector, pues, por una parte, la apelación de L.E.Alonso a las condiciones materiales que explicarían en cada caso el desarrollo de la acción comunicativa no puede ser más explícita (cap.6). Pero también lo es su aspiración de edificar una macropragmática “referida a los espacios y conflictos sociales que producen y son producidos por los discursos”, y no a cada acto comunicativo en particular. Buena parte de la obra se desarrolla a esta escala macroscópica, considerando las abundantes alternativas teóricas que se nos ofrecen hoy para construir tal suma sociológica. De ello dan cuenta sus más de veinte páginas de bibliografía, y no podemos dejar de anotar, por cierto, uno de los mayores defectos de la edición: la ausencia de índices de autores y temas, que a menudo dificulta la consulta de una obra tan enjundiosa.

La solución ensayada por Alonso es dúplice: en principio, adopta una posición constructivista en lo que se refiere a los mecanismos cognitivos de formación de conceptos (cap.1), intentando recorrer a través de la hermenéutica la vía abierta por Durkheim (i.e., la organización social del cosmos, y su expresión simbólica: metáforas, etc.). No obstante, superada ya la genealogía, aparece la dificultad de explicar la acción comunicativa, una vez constituido y en marcha el campo discursivo. No es una dificultad menor si consideramos que las técnicas cualitativas como el grupo de discusión se refieren antes al análisis de la estructura de los discursos que a su génesis, y se diría, por ello, que acaso sea éste el motivo central de la obra.

Aparentemente, Alonso intenta superar este paso, soldando los modelos comunicativos centrados en la negociación (pongamos Bourdieu) con aquellos otros basados en el consenso (sea Habermas): aquélla cargaría con el peso de las constricciones sociales en las que se inscribe la acción, y éste con la capacidad para superarlas; i.e., una vía media entre pansemiologistas y estructuralistas, y aún entre las mismas posiciones de los citados Bourdieu y Habermas. Mas ¿es posible este equilibrio?

Es aquí donde aparece el tópico cualitativo de la reflexividad, o bien, la presentación de la sociología como “epistemología de lo cotidiano”. Pues por más que se apele a las condiciones materiales en las que se inscribe, en cada caso, la acción, lo cierto es que el canon hermenéutico no sería solamente una guía para su análisis sociológico: proveería también un ideal comunicativo, valores éticos que orientarían el desarrollo de la acción, y que al sociólogo le cabría promover con su intervención, más allá de las constricciones partidistas que su análisis descubriese (cf. el prólogo y especialmente el epílogo a este respecto). Así, el sociólogo no sólo afirmaría la libertad del sujeto para decir el curso de sus actos, sino que contribuiría él mismo a ejercitarla.

La inversión operada por Alonso en lo que a la concepción de la sociología cualitativa se refiere es muy notable, si volvemos a la comparación con Ibáñez: si en éste aparecía como una “física social de segundo orden”, con un sesgo manifiestamente estructuralista y postmoderno, Alonso opta, en cambio, por la hermenéutica y la modernidad: Habermas se impone a Deleuze. Lo que para muchos ganará en inteligibilidad el discurso, para otros lo perderá quizá en radicalidad política. A los sociólogos comprometidos en su desarrollo les corresponde, sin duda, decidirlo.

Pero puede que no sean muchos los que se sientan aludidos por los argumentos de Alonso, que acaso perciban como excesivamente filosóficos. Recordarán quizá aquella anécdota transmitida por Diógenes Laercio (Vidas..., VIII.8), según la cual la vida se parecería a unos juegos: unos acuden para competir; otros por el comercio, pero los mejores, asistirán como espectadores (theoroi), y éstos serían los filósofos. En España, se puede ya competir académicamente con las técnicas cualitativas y, por supuesto, se puede obtener de ellas un notable rendimiento comercial, pero ¿a quién interesará la mirada de un espectador?

Contra tales dudas, buena parte de los argumentos que se ofrecen en La mirada... clamarán por una interpretación sociológica de algunas tesis característicamente filosóficas, aunque sirven más, creemos, para ilustrar las dificultades de la empresa, que para llevarla a buen puerto. Pues una vez rendidas las armas sociológicas a la hermenéutica, ¿cómo explicar que “el discurso no se explica por el discurso mismo” (pág.78)? Después de asumir la crítica sociológica al idealismo lingüístico, ¿por qué detenerse ante la comunidad ideal de habla (pág.232)?

En realidad, los dilemas enfrentados en La mirada... son muy antiguos, y quién sabe si irresolubles: algunos presocráticos, como Demócrito, defendieron que el ojo era una superficie reflectante en la que se proyectaban pasivamente las imágenes de los cuerpos; a éstos se oponían otros que, como los pitagóricos y también algunas veces el propio Alonso (e.g., pág.17), afirmaron que el ojo, agua y fuego, veía por sí mismo emitiendo rayos que alumbraban los objetos. Otras veces (e.g., pág.242), Alonso nos recordará más a Empédocles, quien sostuvo, al parecer, la actividad de ambos elementos, ojo y objeto, en el acto de la visión. ¿Habrá quizá una cuarta alternativa? ¿Será el constructivismo sociológico capaz de proporcionárnosla?

{Septiembre 1999}
{Revista Española de Investigaciones Sociológicas 91 (2000), pp.196-199}

15/4/09


Fernando M.Pérez Herranz, Lenguaje e intuición espacial, Instituto de Cultura Juan Gil Albert, Alicante, 1997, 270 pp. + Pedro Santana Martínez, ed., Semántica de la ficción. Una aproximación al estudio de la narrativa, Universidad de La Rioja, Logroño, 1998, 197 pp.

I. Dos libros singulares sobre semántica

Comentamos en esta reseña dos libros elaborados con absoluta independencia, publicados en el intervalo de un año y, en apariencia, temáticamente distantes. Sin embargo, diríamos que agradecen una lectura conjunta, y no solamente porque en ambos se aprecie la influencia de un mismo autor, Gustavo Bueno, sino porque las cosas mismas que en ellos se tratan lo exigen. Mostrarlo, y dar así a conocer a otros lectores ambos ensayos, es el objeto de esta reseña .

II. Semántica de la ficción

A Pedro Santana, profesor en el Dpto. de filologías modernas de la Universidad de la Rioja, le conocerán ya los lectores de El Basilisco como gramático , aunque muchos sabrán también sus de inclinaciones filosóficas, ahora desarrolladas en los dominios de la teoría literaria con su amplia contribución al libro que acaba de editar para la Universidad de La Rioja.

Semántica de la ficción se divide en dos partes: en una primera, “Teoría”, Pedro Santana nos ofrece su propia aproximación al estudio de la narrativa; la segunda comprende tres estudios sobre otras tantas obras literarias (Pretty Mouth and Green my Eyes de Salinger, Heart of Darkness de Conrad y D’entre les morts de Boileau y Narcejac) a cargo, respectivamente, de Rosario Hernando, J.Díez Cuesta y B.Sánchez Salas –estos dos últimos se ocupan además de la relación de ambas obras con las correspondientes películas de Hitchcock y Coppola, Vértigo y Apocalypse Now. Aunque se nos advierte de que estos estudios ejercitan de modo muy diverso las ideas discutidas en la primera parte por Pedro Santana, queda para el lector averiguar cómo.
En efecto, Pedro Santana no nos ofrece una Teoría acabada que podamos aplicar de inmediato, ni es esa tampoco su pretensión. Aunque se nos ofrezca como un ensayo de teoría literaria (o narratología), sus argumentos se despliegan con arreglo a un canon que se diría más bien filosófico. El capítulo primero se abre con este interrogante: “¿Qué conocimiento sobre el mundo aporta o condensa la narración?” Pero en vez respondernos con una especulación ella misma literaria, Pedro Santana recorre en las cien páginas de su ensayo algunas de las tentativas más rigurosas para dar respuesta a esta pregunta por el lado de la semántica, y particularmente los intentos de interpretar desde alguna lógica (de primer orden, modal, etc.) la estructura de la narración.

En la medida en que esta variante de la semántica, pese a su apariencia matemática, es ya de por sí bastante filosófica –como comprobará cualquiera que vaya a las obras de Frege, Quine, y otros tantos clásicos citados en este ensayo-, la operación argumental de Santana consiste, primeramente, en desbordarla desde la exploración de las mismas limitaciones de sus resultados –en los tres primeros capítulos de esta parte primera. Para superarlas, el autor nos propone no tanto prescindir de los formalismos, cuanto reinterpretar sus fundamentos filosóficos en otra clave distinta de la de los filósofos anglosajones, y recurre para ello a las ideas de conocimiento y ciencia elaboradas por otro riojano, Gustavo Bueno, a lo cual se dedican los dos capítulos finales. En todo caso, Santana no trata de aplicar sistemáticamente la teoría del cierre categorial a la literatura, cuanto de iluminar con algunas de las tesis de Bueno algunas dificultades inherentes a la propia semántica literaria. Se diría que Santana quiere reconstruir positivamente el propio concepto de literatura, siquiera sea como disciplina b-operatoria, aun cuando ello suponga intercalar la propia teoría literaria entre la lingüística y la filosofía.

Así, por una parte, la cuestión del conocimiento se analiza, de acuerdo con la vieja tesis aristotélica, como enclasamiento o clasificación que se discute, a su vez, desde sus fuentes, atendiendo a su génesis operatoria. En la medida en que la semántica discutida en este ensayo opera sobre clases algebraicas, Santana simplemente lo explicita. La novedad aparece al interpretar estas clases operatoriamente como representaciones: las representaciones resultarían de operaciones (en el sentido del facere latino) miméticas, i.e., construcciones subjetuales objetivas al modo de los símbolos en el Crátilo platónico. La normalización de estas operaciones daría lugar a ortogramas, en el sentido de Bueno.

La cuestión es obtener a partir de aquí unos mínimos elementos semánticos mediante los cuales aproximarnos al análisis literario. Santana opta más bien por interpretar directamente como ortogramas los tópicos de la tradición retórica, que le servirían como principia media a esos efectos. Así, se nos ofrece una interpretación lógica de algunos tópicos (como la metáfora o la analogía, con Peirce) donde se mostraría su articulación operatoria como ortogramas. De este modo, la representación literaria se asemejaría a otras construcciones semánticas más generales, a las que Santana se refiere como ideologías.

El conflicto entre ortogramas distintivo de las ideologías, en la medida en que éstas comprenden siempre en uno u otro grado la consideración –polémica- de otras alternativas, se reproduciría ahora en la lectura, en la interpretación literaria. La imposibilidad de una interpretación unívoca equivaldría así a la imposibilidad de una determinación plena de las operaciones conceptuales del autor de la obra por parte de su intérprete, en la medida en que ambos ejercitarían sus propios ortogramas (ideologías), como, en general, es imposible una determinación plena por parte del científico social de las operaciones de los actores estudiados. En el caso de la literatura, esta restricción se evidenciaría en la imposibilidad de reducir plenamente a la forma lógica de los tópicos su contenido semántico, contra la pretensión de tantos analistas por la misma generalidad de estos contenidos –que sería lo que más aproximase la literatura a las ideologías, en el análisis de Santana.

Hasta aquí nuestra propia reconstrucción de este análisis, y en ello radica también nuestra objeción principal: pues si uno de los aciertos de Santana es mostrarnos desde sus mismos resultados la condición especulativa de muchas tesis semánticas pretendidamente científicas –a veces tan sólo por su envoltura lógica-, otras tantas veces nos ofrece como tesis de apariencia positiva las propuestas de Gustavo Bueno, que no son tales. Este no es meramente un defecto formal que pudiera obviarse con una simple reexposición (que, desde luego, no sería como la que acabamos de ensayar): un tratamiento propiamente filosófico de las tesis semánticas nos desvelaría la metafísica que acompaña en al sombra a tantos semantistas, pero, a su vez, se nos mostrarían también aquellos aspectos del materialismo filosófico menos desarrollados, disimulados aquí por esa apariencia positiva de la que, en realidad, carecen: así la teoría materialista del lenguaje todavía está por desarrollar, y la de las ideologías (o nematologías) conoce tan solo algunos apuntes sumamente penetrantes, pero aún incompletos. No cabe, por tanto, asumirlas como doctrinas acabadas de las que se pueda partir sin equívocos, puesto que, en su formulación actual, le exigen internamente a quien las asuma su propio desarrollo. Ello no le resta fecundidad a las propuestas de Santana, pero tampoco le exime de este compromiso, más filosófico que lingüístico.

Nos parece especialmente importante, en este sentido, que elaborase lo que ahora no parece sino una yuxtaposición entre tópicos y ortogramas. Al partir de una articulación del discurso tan peculiar como es la que se nos muestra en los tópicos, Santana logra, en efecto, aproximarnos a los mecanismos mediante los que el discurso nos procura convictio, i.e., causa sus efectos y evidencia así la condición normativa distintiva de la idea de ortograma. Pero queda pendiente el análisis de esa efectividad, si es privativa de la argumentación o si lo es –acaso en distintos modos- de todo símbolo; si cabe desarrollar la teoría de la argumentación más allá de la lógica de primer orden, modal, etc.; si, a su vez, la narración, en sus distintas formas, se deja reducir sin residuo a este género de análisis...

En realidad, estas cuestiones nos devuelven a una disputa clásica, la de la relación de la Retórica aristotélica con el Organon, y la propia articulación entre las partes que lo componen. Cabría ilustrar así, la dificultad del análisis de la narratología, aunque ello suponga también un elogio de la propuesta de Pedro Santana al ubicarla entre la lingüística y la filosofía. Este sería el conflicto que apreciamos en la misma forma de sus argumentos en este ensayo, y de él no esperamos menos que nuevos textos donde dilucidarlo.

III. Lenguaje e intuición espacial

Y si en el caso anterior dábamos cuenta del regressus filosófico ejercitado por un lingüista, no menos interesante resulta el paso contrario, el de un progressus lingüístico puesto en práctica por un filósofo. A Fernando Pérez Herranz, profesor de lógica en la Universidad de Alicante, le conocen ya los lectores de El Basilisco por dos espléndidos trabajos suyos extraídos de su Tesis doctoral , que sería deseable que conociese pronto una publicación íntegra en papel, pues sin duda es una de las más sobresalientes –y, afortunadamente, no la única- de las elaboradas en el entorno ovetense durante esta última década.

Fernando Pérez Herranz enseña lógica en la Universidad de Alicante y fruto de esta docencia son ya dos manuales , a los que se suma ahora, en apariencia, un tercero. Sólo en apariencia, pues, pese a la disposición de sus contenidos, Lenguaje e intuición espacial no es solamente una introducción a los conceptos elementales de la topología diferencial y a su aplicación al estudio de la semántica, aunque también lo sea. De sus siete capítulos, tres (los dos primeros y el cuarto) están dedicados a dotar al lector de unos rudimentos de topología que le permitan afrontar la lectura de los tres últimos, dedicados íntegramente al estudio de la semántica elaborada por Jean Petitot a partir de la teoría de las singularidades (o catástrofes) de René Thom.

Aunque ciertamente es imposible abreviar en estos seis capítulos una teoría tan compleja como la de Thom-Petitot, el lector podrá servirse con provecho de los ejercicios incluidos por Pérez Herranz al final de cada capítulo para, al menos, apreciar el alcance de las tesis de ambos autores. A la dificultad matemática de la teoría de las catástrofes va muchas veces asociada una notable oscuridad filosófica -propiciada, en parte, por el propio discurso de Thom-, pero la solvencia en ambos campos de Fernando Pérez Herranz hace de Lenguaje e intuición espacial una obra indispensable para poder iniciarse en la revolución topológica que Thom propone para las ciencias lingüísticas y la filosofía del lenguaje (que en español se suma ya, no lo olvidemos, a las pioneras de López García). Y si en Semántica de la ficción el lingüista volvía sobre la filosofía en una perspectiva algebraica, aquí el filósofo ilustrará con numerosos ejemplos literarios (poemas de L.Rosales, V.Aleixandre, etc.) el rendimiento que la semántica topológica puede dar en su análisis. De ahí el interés de conjugar la lectura de ambas obras (y animamos a sus autores a enfrentarlas).

Pero el argumento de la obra no se agota en estos cinco capítulos: si en el caso anterior le objetábamos al lingüista su disimulo filosófico, también se lo reprocharemos ahora al filósofo. Pese a la apariencia positiva de los capítulos topológicos, se oculta entre ellos un tercero (“Uni- y n-dimensional”), donde sumariamente se expone toda una filosofía de la lógica, que tiene su fuente en Gustavo Bueno, y encontramos además –en sus siete últimas páginas- un argumento originalísimo debido al propio Pérez Herranz sobre la condición topológica de la lógica. La tesis que se pretende probar dice así:

“Considerando el teorema de Boole, que desarrolla la fórmula de Taylor bajo la ley del índice x = x2, se demuestra, por tanto, que la lógica pertenece a un despliegue de codimensión cero y que, por consiguiente, no se mueve en ninguna dirección espacial”

Este análisis se apoya en el uso que Boole le dio a la fórmula de Taylor-McLaurin en la sección V de El análisis matemático de la lógica. Éste ha sido ya reiteradamente comentado, en una perspectiva gnoseológica materialista, por Julián Velarde con objeto de ilustrar las diferencias entre el modus operandi de lógica y el de la matemática -atendiendo aquí a las indicaciones de Gustavo Bueno. La novedad que aporta Pérez Herranz radica en la interpretación topológica de este uso booleano, y las consecuencias gnoseológicas sobre la naturaleza geométrica de la lógica que así obtiene. Merece la pena comentarla.

IV. Lógica y topología, según Pérez Herranz

Boole, como muy bien apunta Pérez Herranz, apelaba al teorema de McLaurin con objeto de desarrollar funcionalmente su análisis ecuacional de las proposiciones. La apelación es muy abrupta, pues Boole, ya es sabido, no da otra justificación de la introducción del método de McLaurin que la misma importancia de sus resultados. Los comentaristas, que sepamos, no han ido mucho más allá en este análisis, aunque coinciden en señalar la importancia de la ley del índice en la interpretación de la fórmula de Taylor-McLaurin, para poder obtener de ella como resultados los dos valores del universo booleano. Tal es el eje de las lecturas de Velarde y Pérez Herranz

La interpretación gnoseológica materialista que Julián Velarde nos ha ofrecido del proceder de Boole se apoya en el análisis de los símbolos con los que éste opera: de la ley del índice cabría obtener ecuaciones sin sentido lógico donde se mostraría, según Velarde, que en el sistema de Boole la suma no tendría el carácter aditivo de la aritmética, pese a la apariencia de las expresiones empleadas. Por tanto, sería también una falsa adición la que se nos daría entre los términos de la fórmula de Taylor-McLaurin, planteándose así el desafío filosófico de explicar sus usos -puesto que su efectividad lógica es innegable.

Velarde ha propuesto sencillamente el retirarle su condición matemática (aritmética) al uso booleano de la fórmula: “lo que hay es una ‘trampa’”. La apariencia matemática resultaría de la confusión en la interpretación de los símbolos que compondrían los términos “sumados”, pues la totalización implícita en la operación aritmética suma no es la misma que en la suma lógica que Boole efectúa, pues en este caso el término resultante -la x, pongamos- sería de nuevo el que aparecía en los “sumandos”, pues en estos las diferencias (entre x2 y x3, por ejemplo, presentes en los términos tercero y cuarto) se anularían en virtud de la ley del índice ( pues x3 = x(x2) y como x2= x, x3= x2 = x). De acuerdo con la distinción de Bueno, Velarde entiende que la totalización aritmética sería atributiva, y la lógica, por su parte, sería una totalización distributiva.

Pues bien, en que la ley del índice nos permite reducir, como antes mostramos, toda potencia de x a x2 (y ésta, a su vez, a x), cabría interpretar, según Pérez Herranz, que las funciones electivas, en tanto que desarrolladas con arreglo a esta ley mediante la fórmula de Taylor-McLaurin, definirían conjuntos de dimensión cero si las interpretamos geométricamente en el espacio jet de los polinomios de la forma px2+qx3+rx4, puesto que cabría reducir esta expresión precisamente a x2 si p≠0.

Con esto obtendríamos, según Pérez Herranz, un argumento en favor de la teoría autogórica de la lógica defendida por Bueno. Las operaciones del lógico (las relaciones que obtiene) se explicarían atendiendo a la materialidad de los símbolos con los que opera: el significante tipográfico sería indispensable para la constitución del propio significado de los símbolos, i.e., de las relaciones distintivas de la lógica, puesto que las operaciones que con ellos se efectúan nos remiten internamente a identidades constituidas a la escala tipográfica (a=a). Pero, a su vez, la percepción de esta identidad (de la significación de este símbolo) resulta entonces indisociable de la propia constitución del significante, de modo que a se leerá como una constante y nos será una simple mancha de tinta en el papel. A partir de aquí, sostiene Bueno, cabría interpretar, mediante ulteriores desarrollos, la condición lógica, que no matemática, de la ley del índice.

Pues bien, puesto que en la disposición tipográfica de los símbolos sobre el papel se nos mostraría su significación lógica, Pérez Herranz se propone descubrirnos la topología de esta disposición morfológica representando geométricamente (el despliegue de codimensión cero) lo que estaría contenido en ejercicio en la ley del índice. Así, cabría analizar el esquema causal con arreglo al que se constituyen, como acabamos de ver, el significante y el significado de los símbolos lógicos atendiendo a la configuración geométrica en la cual se desenvuelven nuestras operaciones con ellos. De este modo, la teoría de Thom-Petitot sobre la semántica nos serviría para desarrollar los breves apuntes sobre la significación que subyacen a la concepción materialista de la lógica elaborada por Bueno. Y este capítulo filosófico de Lenguaje e intuición espacial se nos mostraría, al fin, como parte de las tesis sobre topología y semántica expuestas en los otros seis capítulos de la obra.

El apunte contenido en esta siete páginas es el objeto de un ensayo más extenso que actualmente prepara Fernando Pérez Herranz, del que con seguridad cabe esperar lo mejor. Sin embargo, las dificultades no son menores. En primer lugar, porque la interpretación que nos propone se apoya en una identidad que quizá sea aparente: la semejanza entre las expresiones que definen el germen topológico x2 y se encuentran en la ley del índice no debiera ocultarnos que la variable x que aparece en ésta se define sobre A={0,1}. En A cabe definir una topología muy elemental T = {Æ,{0},{1},{0,1}}, tal que (A,T) se convierta en un espacio topológico donde quepa definir nociones como entorno, continuidad, límite o derivada de la función dada. Pero la interpretación geométrica que nos propone Pérez Herranz se desdibuja, pues no cabe obtener en (A,T) las funciones que cabe aproximar mediante x2 en el espacio-jet mencionado.

Por otra parte, ¿cabe interpretar la identidad expresada en la ley del índice como modelo isológico distributivo de cualquier relación lógica o no sería sino un caso general de idempotencia? Haría falta decidir si esta intuición de Boole es algo más que un artificio o si es pieza indispensable para la comprensión de toda lógica., y quizá fuese de interés, en este sentido, que Pérez Herranz intentase probarnos este resultado topológico a partir de otros teoremas lógicos. Pues, en general, no podemos evitar la impresión de que su interpretación geométrica de la unidimensionalidad de las construcciones lógicas se apoya más en el carácter autogórico de estos símbolos, común a lógica y matemáticas, que en las disposiciones operatorios que distinguen ambas (que, por cierto, nos exigen la tridimensionalidad, respecto a la cual la bidimensionalidad del papel o la unidimensionalidad de las fórmulas serían más bien construcciones). En todo caso, de los trabajos de Pérez Herranz, cabe esperar soluciones que anularán, sin duda, todos estos interrogantes.

V. La semántica: entre lingüistas y filósofos

La lectura de estos dos ensayos permite, por último, alguna observación epilogal sobre el carácter oscilante de la semántica: si el lingüista-filósofo Pedro Santana se veía obligado a regresar sobre una teoría general de las operaciones para eludir las dificultades de aproximaciones pretendidamente positivas (pero no demasiado eficientes) como las de la lógica, el filósofo-lingüista Pérez Herranz nos propone interpretar la constitución de ese espacio apotético en el que se despliegan nuestras operaciones a partir de la teoría topológica de Thom y, de este modo, interpretar la teoría del lenguaje expuesta en el Crátilo a partir de la mímesis morfológica. I.e., si Santana iba sobre los ortogramas mismos, Pérez Herranz regresa sobre su contexto determinante. Lo que se aprecia en ambos casos es que, al tratar así la semántica, nos alejamos de la dimensión sintáctica a partir de la cual suelen considerar los lingüistas el análisis del discurso, a la cual nuestros dos autores se aproximan sólo en forma parcial. Con todo, se diría por el contenido de ambos ensayos que esta relación sintaxis/semántica tiene algo de dioscúrica, y en parte ello podría explicar la peculiaridad del género argumental que Santana y Pérez Herranz cultivan, creemos que con enorme acierto.

{Marzo 1999}
José María Rosales, Política cívica. La experiencia de la ciudadanía en la democracia liberal, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, 285 páginas. Prólogo de José Rubio Carracedo.

El Centro de Estudios Políticos y Constitucionales acaba de editar -en su ya extensa colección “Cuadernos y debates”- Política cívica, de José María Rosales, profesor del área de filosofía moral y política en la Universidad de Málaga. Es esta una obra de enorme ambición filosófica, al menos si consideramos el alcance (académico y mundano) de las tesis que en ella se argumentan: se trata de reivindicar un liberalismo articulado sobre la idea de ciudadanía, mostrando como aquél es, a su vez, indisociable de nuestra concepción de la democracia, y permite interpretarla, además, en un sentido reformista.

El argumento de Política Cívica se despliega, por así decir, en dos partes (ocho capítulos), a las que se suma un capítulo inicial de carácter metodológico, imprescindible, creemos, para comprender el desarrollo de la obra. Allí se afirma, por ejemplo, que la política es lenguaje y el lenguaje es política, y esto le servirá a Rosales, en primer lugar, para señalar los dominios de la filosofía política respecto a los de la ciencia política, por una parte, y respecto a la política mundana, por otra. Así, ésta se definirá como actividad deliberativa de los ciudadanos en la esfera pública acerca del interés común. A su vez, el carácter contextual, contingente, de estas deliberaciones imposibilita, según Rosales, una definición unívoca de los conceptos que en ella aparecen: estas definiciones serían siempre convencionales, valorativas, y en consecuencia admitirán un tratamiento filosófico (“el lenguaje corriente sometido a una disciplina de precisión conceptual”, (p.31)) antes que científico.

Esto explica buena parte de la construcción argumental de Política cívica, puesto que si de conceptos se trata, es comprensible que el autor recurra a la idea de paradigma –tomada de Kuhn- para explicar, por un lado, su articulación, y por otro, el cambio conceptual, la misma Historia política. En efecto, los cuatro capítulos que componen la primera parte de Política cívica se dedican a trazar una genealogía de la noción liberal de ciudadanía desde sus orígenes griegos y, especialmente, medievales. El alcance de esta empresa exegética se nos muestra en los tres últimos capítulos (el sexto hace las veces de gozne entre éstos y los anteriores), donde Rosales intenta soldar democracia y liberalismo sobre este concepto de ciudadanía.

Más allá de su precisión conceptual, es imposible dejar de advertir las consecuencias mundanas de este experimento argumental, puesto que el interés de Política cívica no es, según su autor, meramente académico. Partiendo de la concepción deliberativa de la política a la que antes nos referíamos, Rosales nos indica cómo la “interpretación y reinterpretación” de nuestra experiencia democrática ofrece, de hecho, nuevos rumbos a la nave del Estado y, en este sentido, su aportación consistiría –creemos- en ofrecer una alternativa (interna) al neoliberalismo, basada en una lectura de la tradición liberal que antepone la ciudadanía al mercado.

Cabe apreciar, en efecto, dos registros argumentales diferenciados, correspondientes a esta doble dimensión de la obra: así, en la primera parte, se nos ofrece un análisis erudito de los antecedentes de esa tradición liberal, intentando mostrar su carácter originalmente cívico a partir de citas de los mismo clásicos; en la segunda, éstas decrecen y aparecen, en cambio, innumerables referencias a las disputas más actuales (desde Le Monde Diplomatique al escándalo Whitewater), acaso para que los conceptos de liberalismo y democracia queden soldados sobre los dilemas que se nos ofrecen en éste, contribuyendo de algún modo a su resolución.

El núcleo de la “propuesta discursiva” de Rosales se encuentra en la segunda parte de Política Cïvica: así, en el capítulo VII se discute la demarcación de liberalismo y neoliberalismo, defendiendo su “heterogeneidad irreductible de carácter normativo y pragmático”: el énfasis liberal en la igualdad de oportunidades como clave en el concepto de ciudadanía exigiría políticas redistributivas y una regulación estatal de los mercados, siquiera en un grado mínimo, inaceptables en cualquier caso para el neoliberal. Esta concepción de la ciudadanía se desarrolla en el capítulo VIII, a través de la figura del “contrato universalizable de derechos”, mediante la cual se pretende interpretar (a la vez que orientar) el desarrollo de los Estados democráticos desde sus mismo orígenes. En el IX y final, se discute la cuestión del pluralismo, i.e., los dilemas que actualmente plantea a nuestras democracias la extensión de este contrato de ciudadanía, por una parte, y el deficit de participación, por otra.

Sin embargo, creemos que la parte conceptualmente más original de este ensayo es la primera, donde se analiza la formación de la tradición liberal que el autor reivindica. En efecto, se trataría de mostrar cómo la idea de liberalismo propuesta en la segunda no es una mera construcción ad hoc. Para ello, se intenta trazar una genealogía de la constelación conceptual articulada en torno a su concepción del liberalismo.

Así, el capítulo II se refiere a las fuentes del contractualismo que articula su propia propuesta de ciudadanía: Rosales reivindica una tradición que se remontaría al voluntarismo de Hobbes (por oposición al iusnaturalismo), que pondría el origen de la asociación politica en el acuerdo racional de la ciudadaní, si bien Rosales rectificaría, con Arendt, a Hobbes en lo que al ejercicio del poder se refiere, optando por el pluralismo contra el poder único e indivisible del Leviathan. El capítulo III trata de los orígenes medievales del concepto de autoridad política, tratando de ver en germen la constitución de un orden autónomo respecto a la divinidad, de cuyo desarrollo surgiría la tradición contractualista que Rosales reivindica. Para ilustrar este proceso, comenta algunas obras de teólogos católicos (Santo Tomás, Juan de Salisbury, Ockham, etc.), más el “cambio de paradigma” operado por la Reforma, que origina la aparición de una pluralidad de discursos teológicos, fundamento a su vez de otros tantos discursos políticos. De la secularización subsiguiente resultaría el contractualismo moderno. El capítulo IV se ocupa precisamente de las Revoluciones inglesa y americana, puesto que en aquélla la lucha por la libertad religiosa abre el paso a otros derechos de ciudadanía; la moderna tradición republicana se busca, a su vez, en el constitucionalismo estadounidense. A partir de aquí, los capítulos Vy VI entran ya en los conceptos de ciudadanía y representación, incorporando análisis de Maquiavelo y Rousseau, así como del federalismo estadounidense. No cabe pedirle más a 140 páginas.

Política cívica es, en suma, un ensayo muy estimable por muy diversos conceptos: nos parece de mucho interés un tratamiento en perspectiva de la tradición liberal, como el que aquí se nos ofrece, y es particularmente acertado el intento de recuperar las fuentes medievales de las que parten muchas disputas modernas; resulta muy atractivo, por otra parte, su aspecto polémico, y en especial que el autor argumente en primera persona, sin refugiarse en la exégesis, que por lo demás –en especial, en la parte segunda- no se ignora.

Cabe discrepar, sin embargo, en cuanto a otros aspectos del ensayo: es obligado discutir, en primer lugar, la precisión conceptual de algunos de sus desarrollos. En general, cabría decir que si se trata de Historia de las ideas se trata, como ocurre en toda la primera parte, es importante establecer los nexos que median entre unas y otras para que el “cambio de paradigma” no resulte un deus ex machina (o no caer en anacronismos) ¿cómo se pudo pasar, por ejemplo, de la tradición milenaria del agustinismo político (o en general, la teocracia papal) a la constitución de un orden político autónomo? Si se pretende, por ejemplo, que hay un germen secular (el legado de Aristóteles o Ciceron) en la teología católica, a partir del cual explicaríamos el origen de la Modernidad política, ¿cómo explicar, a su vez, que algo tan alejado del siglo, en el orden de las ideas, como la libertad religiosa, pudiese llevar en el XVII al constitucionalismo moderno (pp.101-105)?

Probablemente esto tenga que ver con el postulado metodológico antes apuntado: es discutible que la política sea exclusivamente lenguaje (o en particular, deliberación) pero, en todo, caso, si se quiere tratar diacrónicamente el discurso político, debiera explicarse cómo (por qué) algunas “interpretaciones” prevalecen sobre otras: por ejemplo, por qué el neoliberalismo se impone a la tradición liberal reivindicada por el autor (máxime cuando se dice que la expansión del capitalismo “procede con independencia de teorías políticas o ideologías”, (pág. 192)). No es sólo un requisito historiográfico, pues también sería útil, filosóficamente, para entender cómo se puede dar el paso de una “propuesta discursiva” (la de este libro) a una propuesta materialmente política.

{Con Marta García Alonso, abril 1999}
{Éndoxa 13 (2000), pp. 255-258}