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15/4/09

Jesús P. Zamora Bonilla, Mentiras a medias. Unas investigaciones sobre el programa de la verosimilitud. Madrid: UAM Ediciones, 1996, 239 pp.

Jesús Zamora Bonilla, profesor de la Universidad Carlos III (Madrid), es un autor bien conocido para el lector de Theoria por sus publicaciones en filosofìa general de las ciencias y en filosofía de la economía. Sólo su distribuidora es culpable de que muchos lectores ignoren aún el primer libro de Zamora, Mentiras a medias, un amplio estudio de la idea de verosimilitud que incluye, además, una propuesta original del autor en la que se encuentra el núcleo del que es ahora su proyecto filosófico. El trabajo en epistemología general de las ciencias que aquí presentamos se articula, en efecto, con sus aportaciones a la economía de la ciencia (e.g., Theoria 14: 36 (1999)) y a la propia reconstrucción racional de la metodología económica (e.g., Journal of Economic Methodology 6: 3 (1999)). No está de más, por tanto, el volver sobre los fundamentos de este proyecto, pues, como es sabido, no son pocas las dificultades que ofrece el concepto de verosimilitud.

Las dos primeras partes de Mentiras a medias contienen una exposición de la concepción original de Popper y su recepción (caps.I y II), así como de sus principales desarrollos. Así, en el tercer capítulo aparecen enumeradas las distintas fórmulas lógicas propuestas para definir la verosimilitud entre 1970 y 1990 y sus dificultades, con la excepción de la de Niiniluoto, de la que trata el capítulo IV (“El enfoque sintáctico de la similaridad”). El capítulo quinto nos presenta, por último, la aproximación semántica a la verosimilitud iniciada por Hilpinen, Miller y Kuipers, éste ya en clave estructuralista. El análisis que Zamora nos ofrece es, obviamente, formal, aunque amable con el lector, y amplía considerablemente otras introducciones disponibles en nuestro idioma, de lo que sin duda podrán aprovecharse tanto el estudiante como el lector curioso. A esto se añade además la ayuda inestimable que ofrece su índice analítico.

Pero hay más, desde luego. Como apuntábamos antes, la tercera parte de la obra contiene una aportación original de Jesús Zamora al debate sobre la verosimilitud, que se suma, entre otras, a las de filósofos españoles como M.A.Quintanilla, J.Sanmartín, y A.Rivadulla, entre otros -comentadas, por cierto, en la obra. Así, en el capítulo VI Zamora enfrenta las dificultades más generales que encuentra el concepto de verosimilitud, exponiendo sus propias opciones. Con Lakatos, Zamora nos recuerda que la verosimilitud adquire su auténtico sentido filósofico (el que ya tenía en Popper) si nos permite reconstruir racionalmente ciertos aspectos de la actividad de los científicos, como el mismo progreso de las ciencias. Puesto que el rigor lógico de las definiciones expuestas en la segunda parte de la obra dificulta esa posible reconstrucción, Zamora opta por una reformulación netamente probabilística de la verosimilitud (cap.VII), ponderando la semejanza de una teoría con la evidencia empírica disponible (la probabilidad de que la verdad de ambos conjuntos de enunciados coincidad) con el rigor de esta Evidencia (el inverso de su probabilidad).

Por otra parte, respecto a los problemas epistemológicos que plantea la verosimilitud (su relación con la verdad, la incomensurabilidad interteórica, etc.), Zamora nos propone adscribir siempre el concepto a una comunidad científica en particular, al modo de Moulines, puesto que la semejanza (núcleo de su definición) siempre supondría la perspectiva de un observador. La verosimilitud se referiría, por tanto, al grado (subjetivo) en que una comunidad científica estima que una teoría se aproxima a la verdad. Si el concepto de verosimilitud propuesto permite reconstruir, y aun predecir, estas estimaciones, se tendrá por correcto, señala Zamora.

En este sentido, Mentiras a medias tendría un carácter preambular: en él se nos ofrece ya una muestra del rendimiento teórico del concepto propuesto, pues con él se pueden derivar un buen número de propiedades epistemológicamente interesantes, pero el propio autor nos indica que su efectividad deberá mostrarse analizando casos concretos (pág.221). Zamora dedicamente el capítulo octavo y último del libro a discutir el alcance filosófico de su aportación, donde se nos presenta, diríamos, como una actualización del racionalismo crítico frente al sociologismo.

Obviamente, sólo cabrá evaluar estas pretensiones a la luz de su propio desarrollo empírico. Sin embargo, concluida la lectura, aparecen algunos interrogantes en apariencia difíciles de contestar desde sus páginas. Pues si con el concepto de verosimilitud propuesto se evitan dificultades formales, nada se nos dice de sus posibles inconvenientes probabilísticos. Si se reconoce, por ejemplo, que “algo anda mal en la teoría popperiana de la probabilidad” (p.179 n.), ante las paradojas que da lugar la interpretación de proposiciones veritativas en dominios de instanciación infinitos, no se explica, en cambio, qué técnicas (¿bayesianas?) nos permitirán estimar el concepto de semejanza.

Puesto que se nos presenta como alternativa al sociologismo, no debemos olvidar, además, que la clásica obra de Bloor Conocimiento e imaginario social parte, entre otras, de las dificultades de la epistemología probabilista de Mary Hesse (véase la página 241 de la edición española sobre el finitismo) con la interpretación popperiana de la probabilidad. Y recordemos también que contamos ya con estudios externalistas que “amenazan” la misma integridad epistemológica de las probabilidades (v.gr. el Cognition as Intuitive Statistics (1987) de Gerd Gigerenzer y D.J.Murray), o al menos, nos previenen contra cualquier interpretación ingenua de su dimensión cognoscitiva: ¿por qué, en efecto, tendríamos que asimilar racionalmente la adquisición de conocimientos a un proceso probabilístico (definir las mentiras por las medias), sin pedir el principio, i.e., que la racionalidad consistiera en la propia definición matemática del cálculo de probabilidades?

En realidad, Jesus Zamora no ignora estas dificultades y otras muchas, pues, como decíamos antes, el suyo es un proyecto filosófico en marcha y aplica la teoría de la verosimilitud al análisis filosófico de la economía en constante debate con economistas (que a menudo también son filósofos, como señaladamente Juan Carlos García-Bermejo y Juan Urrutia). Del desarrollo de sus trabajos cabe esperar no sólo respuestas, sino también nuevas y fecundas preguntas.

{Febrero 2000}
{Theoria 39 (2000), 245-247}
Pablo Huerga, La ciencia en la encrucijada. Oviedo: Pentalfa, 1999, 655 pp.

Comentábamos, en un número anterior de Empiria, la aparición de la versión española del libro de David Bloor Conocimiento e imaginario social, acusada algunas veces de idealismo por otros tantos críticos de su sociología de la ciencia. Le toca ahora el turno al materialismo, pues acaba de aparecer La ciencia en la encrucijada, un extenso análisis de una de las obras emblemáticas de la sociología marxista de las ciencias, Las raíces socioeconómicas de la mecánica de Newton, la ponencia presentada por Boris Hessen en el Segundo Congreso Internacional de Historia de la Ciencia y la Tecnología celebrado en Londres, en 1931.

Como muchos ya sabrán, Hessen formuló sus tesis aplicando al análisis de la obra de Newton, y en particular a sus Principia, los principios del materialismo marxista: se trataba de establecer los factores económicos y sociales a partir de los cuales se gestó, explicando a partir de aquí sus logros y, especialmente, sus defectos. La influencia de Hessen es tan amplia como difusa, pues son muchos (y muy ilustres) los que defendieron o atacaron sus tesis: baste mencionar a A.R.Hall, R.K.Merton, S.Toulmin o G.Basalla, pero tampoco dejará de recordar a Hessen el lector de Leviathan and the Air Pump. Considerando la falta de estudios españoles sobre Hessen, no podrá dudarse del interés de un análisis como el que Pablo Huerga emprende en La ciencia en la encrucijada, que tiene además el aliciente de ofrecer en un extenso apéndice, de casi 200 páginas, la traducción de numerosos textos de Hessen hasta ahora inéditos en nuestra lengua, más una versión anotada de Las raíces.....y un apunte sobre su biografía.

Conviene advertir, sin embargo, que el propósito de Huerga no es filológico o erudito: pretende más bien polemizar con Hessen a partir de un análisis filosófico de su obra, oponiendo a sus tesis las de la filosofía de la ciencia también materialista de Gustavo Bueno. Así, por una parte, se interpretan y critican los fundamentos filosóficos de la idea de ciencia ejercitada por Hessen desde sus fuentes en la obra de Engels y el marxismo soviético; a ello se dedican principalmente los cinco primeros capítulos y los cuatro últimos. Por otra parte, Huerga ensaya una interpretación alternativa de los materiales analizados en la ponencia de Hessen, intentando mostrar que su crítica no se refiere a una mera disparidad de opinión sobre qué se entiende por materialismo: se trata de explicar la condición filosófica o sociológica de la mecánica de Newton. De esto se ocupa la parte central de la obra, los diez capítulos restantes.

De los cinco epígrafes de la ponencia de Hessen, Huerga se concentra en la parte que se refiere al credo teológico de Newton, en la medida en que aquí se apreciarían los compromisos sociales del autor -a través de su asociación con los latitudinarios, etc.-, como las servidumbres de su mecánica, principalmente a través de su concepción de la materia. Si bien disponemos ya de un buen número de estudios sobre los nexos entre ciencia, religión y política en la Inglaterra del XVII, no ocurre lo mismo con la obra teológica de Newton, pese a que su volumen supera ampliamente al de sus escritos científicos.

El aspecto más original del análisis de Huerga se refiere, por tanto, a la intersección de teología y física, atendiendo en particular a los Principia y la Óptica, vindicando la concepción newtoniana de la materia contra Hessen. Se trata de uno de los más antiguos motivos de la sociología del conocimiento, al menos desde Durkheim: la analogía entre el orden social y el orden del cosmos. Así como el monarca exige plena sumisión a sus subditos, el Dios omnipotente de Newton sólo admitiría una materia absolutamente pasiva. Esta vendría a ser la interpretación de Hessen, que defendió contra Newton el materialismo cartesiano.

Huerga, en cambio, y con independencia de las intenciones manifestadas por Newton, relativizaría esta pretendida inactividad de la materia, atendiendo, por un lado, a su concepción de la inercia, y por otro, a la misma sumisión divina a las leyes de la mecánica, que restringiría su omnipotencia. Sin embargo, diríamos que Huerga insiste más en la vertiente apagógica de sus argumentos (i.e, mostrar que el materialismo cartesiano no era lo que Hessen pretendía), que en probar positivamente sus tesis, lo cual dificultará, sin duda, su aceptación, considerando su originalidad. En principio, porque Newton se ocupó de la materia, antes y después de los Principia, en contextos no exclusivamente mecánicos (v.g., al tratar de fenómenos químicos, eléctricos, ópticos, etc.), donde los corpúsculos aparecen animados por “principios secretos de insociabilidad”, “naturalezas incorpóreas”, etc. Nuestro autor, desde luego, no lo ignora: quizá restrinja simplemente su análisis al dominio de los Principia (y acaso a ciertas partes de la Óptica), donde estas expresiones no aparecen. Pero, en general, poco se dice sobre la materia, y tampoco mucho sobre Dios.

La paradoja de esta interpretación de Huerga es que se interpreta a Newton allí donde permanece más silencioso: si el Dios omnipotente del Escolio General de los Principia no puede ejercer su dominio sobre las leyes de la mecánica, cambiándolas, ¿por qué debemos interpretar esta aparente contradicción en términos de una subversión filosófica de la idea de Dios (tomándolo como la natura naturans spinoziana (pág.308)) y no, más bien, como un simple residuo teológico extraviado en los dominios de la física (pág.228)? Y si se trata del Dios de los filósofos y los teólogos, ¿cuál es la teología de Newton, más allá de su obra científica?

Se echa de menos, por último, puesto que de Hessen se trata, alguna consideración sobre los dilemas que plantea explicar los orígenes tecnológicos de las tesis de los Principia, o su interpretación política, si alguna cabe. Pero ello se ve compensado, por otra parte, con un buen número de análisis sobre distintos aspectos de la teoría marxista y su desarrollo soviético, sobre los que aquí no podemos extendernos, pero que no dudamos en recomendar, avalado como está por la autoridad de Serguei Kara-Murza, autor del prólogo.

El panorama de la filosofía y la sociología de las ciencias en España se ve enriquecido, en suma, una obra valiosa, que nos introduce en la vida y la obra de Hessen, a la vez que en algunas de las disputas más vivas de nuestro tiempo.

{Marzo 1999}
{Empiria 2 (1999), pp. 283-4}
Antonio Escohotado, Caos y Orden, Madrid: Espasa, 1999, 390 pp.

Premio Espasa de Ensayo 1999 y cinco ediciones en poco más de seis meses: pocos libros pueden compararse a Caos y Orden en su arrollador éxito «de crítica y público». Es probable que muchos lectores de esta reseña conozcan ya el libro y, sin embargo, creemos que vale la pena volver de nuevo sobre su contenido, siquiera sea para intentar explicar por qué despierta tanto interés. No es, desde luego, evidente, si consideramos que se abre con una primera parte (seis capítulos) dedicada a la exposición del «cambio de paradigma» que produjo la teoría del caos, es decir, a una disquisición filosófica sobre la posibilidad de predecir el «orden del cosmos» (desde las partículas elementales a los cuerpos negros) apoyada en conceptos muy alejados de los actuales programas científicos del Bachillerato (atractores extraños o estructuras disipativas, por ejemplo).

Por el afán pedagógico de Escohotado, podemos suponer que muchos lectores se toparán por vez primera con estos conceptos en su libro, y quizá en ello se encuentre una de las claves de su éxito. Pues si la cultura científica del lector de Escohotado fuese algo más sólida, quizá su reacción hubiese sido más parecida a la de Antonio Fernández-Rañada: «Al leer el libro fui marcando en el margen los lugares donde había imprecisiones, despistes o errores de bulto. Dejé de hacerlo al llegar a las sesenta marcas» . Si pensamos que esta primera parte ocupa 127 páginas, la media de equívoco por página no deja en buen lugar como divulgador a Escohotado, pese a que él mismo invocase a Sokal y Bricmont para mostrar «hasta que punto la jerga técnico-científica sirve hoy para velar una falta de nociones precisas, envolviendo banalidades e incoherencias en un abstruso ropaje de seudo-información» (p.22).

Pese a todo, y por paradójico que resulte, el libro no pierde interés. Pues el objeto de estas 127 primeras páginas es mostrar –algo enrevesadamente, eso sí– cómo el indeterminismo es parte de la imagen de la Naturaleza en la física actual, cosa que cabe conceder, desde luego. Tampoco son necesarias muchas más precisiones, creemos, pues en la segunda y última parte de la obra sólo encontramos los conceptos expuestos en la primera ocasionalmente, a modo de metáforas que a menudo el lector podrá captar sin necesidad de volver sobre los capítulos anteriores. En realidad, la tesis del libro admite una formulación sencilla: así como la física clásica, con Newton, nos ofrecía una imagen determinista y pasiva de la Naturaleza (la materia) que, analógicamente, serviría de fundamento para el absolutismo político, la teoría del caos nos exigiría, según Escohotado, «asumir el cambio de paradigma a nivel político y ético» (p.126), proyectando esta nueva imagen del cosmos en nuestras sociedades.

La analogía no es nueva. Durante el siglo XVIII, abundaban los partidarios de extender las ideas de Newton a los dominios de la sociedad (siendo ocasionalmente denunciados en un tono cercano al que hoy emplea Sokal, según advierte F.Lefebvre). Dos de las obras fundacionales de la moderna sociología de la ciencia tienen, precisamente, este objeto: de 1903 data el clásico ensayo de Durkheim y Mauss sobre algunas formas primitivas de clasificación, donde se intentaba mostrar cómo en el orden del cosmos se proyectaba la organización de la sociedad; en 1931, Boris Hessen presentaba su famosa ponencia sobre las raíces socioeconómicas de la mecánica de Newton, en la que se pretendía poner de manifiesto cómo las opciones ideológicas (en particular, teológicas) del autor de los Principia determinaban la concepción de la materia en su mecánica. En sentido inverso, podría decirse que la física social de Comte constituía la expresión más acabada del newtonianismo moral. Del mismo modo, la sociología de Jesús Ibáñez podría interpretarse como física social de segundo orden, según indicó alguna vez Emmánuel Lizcano, y en ella encontramos, desde luego, la traslación sociológica más acabada de esos mismos principios caóticos que ahora invoca Escohotado.

A diferencia de Ibáñez, nuestro autor no pretende construir una teoría sociológica, sino dotar de un fundamento filosófico a una serie de propuestas políticas ya esbozadas anteriormente . A estos efectos, se trataría de mostrar, en primer lugar, que el fracaso del marxismo como proyecto revolucionario es consecuencia de su inspiración determinista, según el ideal de Newton. Así, el fracaso de la Revolución soviética se explicaría (caps. VIII y IX) por una voluntad de planificación ignorante de la naturaleza indeterminista de la evolución social. A modo de contraejemplo, la imposibilidad de predecir los fenómenos sociales se nos mostraría claramente en los mercados financieros («un prototipo de sistema volátil que concentra buena parte de la inventiva contemporánea»), analizados mediante las nuevas herramientas caóticas (caps. X y XI). A partir de aquí, en los siete capítulos restantes, Escohotado nos propondrá las líneas maestras de su propia concepción de la sociedad (más allá, se nos advierte, de la oposición entre izquierda y derecha [p.230]).

Así, puesto que el progreso sería un resultado del propio despliegue de la libertad (la impredecible espontaneidad), el libertario debería aceptar el ejercicio posibilista del poder (en particular, el Estado: pp.227-ss). El Derecho aparece así como «instrumento del control sobre el control» (p.278), adecuadamente dotado de una policía judicial. En consecuencia, debieran eliminarse los demás cuerpos policiales, y el propio ejército, pues quizá las armas atómicas (p.233) bastasen para garantizar la paz en un mundo en el que ya sólo estaría seriamente amenazada por el fundamentalismo islámico. En todo caso, el Estado debiera perder muchas de sus actuales competencias: la descentralización sería la vía regia para el desarrollo de la libertad, y en particular, para la resolución de los conflictos nacionalistas. En un mercado mundial, las naciones serían libres de escindirse constituyendo sus propios Estados, como en general, cualquier grupo (pp.255-6). En virtud de este mismo principio, debiera restringirse la acción del Estado y los partidos, a favor del mandato imperativo de los representantes populares y el referéndum como mecanismo preferente de decisión política (gracias a las amplias posibilidades que ofrecen las redes electrónicas de comunicación), tal y como propugna el Partido Radical italiano.

¿No serán estas propuestas la auténtica clave del éxito de Caos y orden? Podría ser, pero si el atractivo de la parte primera se explicaba, decíamos, por el desconocimiento de la teoría del caos entre el público español, tentados estamos de preguntarnos si el eco que encuentra esta propuesta política no admitiría una explicación análoga. Basta con retroceder a 1944 y hojear Camino de servidumbre, el clásico ensayo de Friedrich von Hayek, para advertir concomitancias que a muchos parecerán sorprendentes. También allí se defendía, contra la planificación revolucionaria socialista, una concepción de la libertad basada en la imposibilidad de predecir el curso futuro de una sociedad. Este era también el argumento de Frank Knight y los primeros economistas de Chicago, o del Karl Popper de La miseria del historicismo. La incertidumbre debía dejar paso a la espontaneidad de la acción individual, que se desplegaría en la objetividad de un orden jurídico, asegurado por un Estado mínimo y descentralizado.

Quizá entre nosotros esta tradición libertaria sea más conocida por su defensa del libre mercado, que a muchos parecerá amenazante para la propia libertad. En este punto, Escohotado vacila: deberíamos confiarnos «a la estructura disipativa del mercado» (p.323), aunque reconozca que puede provocar un estallido social (p.237). Por lo demás, los libertarios americanos (Milton Friedman, nada menos) se han distinguido en la lucha por la abolición del servicio militar, la legalización de las drogas y otras muchas causas del agrado de nuestro autor (y quien piense que con distinto fundamento, debiera confrontar los textos). No se ve motivo, en efecto, para que Escohotado sólo cite a Adam Smith y Thomas Jefferson, cuando podría encontrar clásicos muchos más cercanos, que, como él, piensan que la empresa de Reagan o Thatcher fracasó por no reducir el gasto público (el ya citado Friedman, por ejemplo). En efecto, ¿por qué citar al más conspicuo especulador bursátil, G.Soros, y no a su maestro Popper? Quizá pueda alegarse devoción por Hegel (cuyo «todo lo real es racional» se asume en la p. 230) u otros autores continentales (como Jünger). Pero ¿cambiaría eso el signo político de su interpretación? ¿No era también Hegel, leído a través de Kojève, la fuente de Francis Fukuyama (también citado por nuestro autor) al proclamar el fin de la historia?

En suma, diríamos que la operación de Escohotado consiste en traducir a términos caóticos una concepción neoliberal de la sociedad, por lo demás bien conocida. Esto explica que su concepción de la libertad resulte inteligible, aun cuando fracase en su empeño de divulgar la teoría del caos, pues, en realidad, no es nueva. Se trata de una reexposición parcial de un programa político que, en sus últimas versiones, tiene ya medio siglo, reinterpretando algunos aspectos (¿los más atractivos?) y oscureciendo otros (en particular, económicos). Su éxito nos parece, en cualquier caso, dudoso. Pues si el neoliberal podía servirse de la economía neoclásica para asegurar que de la interacción individual espontánea resultaría un equilibrio, en principio benéfico, a Escohotado el análisis caótico de la ingeniería financiera (el único aspecto auténticamente original del libro) sólo le permite afirmar que el mercado, como el propio curso de la sociedad, es impredecible. No se entiende muy bien por qué el autor se obstina en pensar que su espontaneidad será tan benéfica, cuando, en rigor, los resultados podrían resultar igualmente perversos («Del Caos nacieron Erebo y la negra Noche», cantaba Hesiodo). ¿No es ésta una opción fideista?

Así lo creemos. En cierto modo, y pese a sus propias intenciones, diríamos que Escohotado nos hace retroceder en política hasta el estadio teológico, aquel en que, como apuntaba René Thom en su debate con Prigogine, el azar se concibe como la posibilidad de que un Dios omnipotente intervenga en cualquier momento cambiando el curso de las cosas de modo impredecible. Por ejemplo, esa deidad protestante a la que Newton apelaba en el Escolio general de sus Principia (tan repetidamente invocado por el autor de Caos y orden). Contra esta divinidad arbitraria, Thom proponía recuperar la tradición aristotélica del racionalismo tomista (sin «h»: la del dominico Tomás de Aquino). A quien la conozca, puede resultarle divertido observar como nuestro descreído Escohotado acaba inadvertidamente del lado del voluntarismo escotista (sin «h»: el del franciscano Duns Scoto). ¿Qué partido tomaremos entonces los ateos?

{Mayo 2000}
{Anábasis 2ªépoca, 3-4 (2000), pp. 175-178}