Durante años la divulgación científica más exitosa fue cosa de científicos naturales (principalmente físicos, a los que gradualmente se sumaron biólogos). Sólo en la última década los científicos sociales comenzaron a competir en popularidad como divulgadores gracias, sobre todo, a economistas y psicólogos (pensemos en Freakonomics o Stumbling on Happiness). Cabe sospechar que buena parte de su éxito se debe a cómo confirman o contradicen con sus datos algunas de nuestras intuiciones (o prejuicios) más arraigadas: por ejemplo, la de que somos capaces de anticipar nuestra felicidad futura (nos equivocamos sistemáticamente, según Gilbert). Sea explotando bases de datos con técnicas estadísticas o mediante experimentos (en el laboratorio o fuera de él), la evidencia que los científicos sociales están reuniendo sobre los fenómenos más diversos es digna de interés. Menos interesantes resultan las teorías de las que se sirven para explicarlos: la evidencia disponible ilustra más bien regularidades de carácter principalmente local, pero las ciencias sociales siguen sin leyes de aplicación general comparables a las de la física o la biología.
Ángel Díaz de Rada inaugura, creo, el género de la divulgación antropológica en nuestro país rebelándose contra estas convenciones literarias: Cultura, antropología y otras tonterías no pretende excitar nuestra curiosidad con la evidencia acumulada en trabajos de campo, sino aclarar la confusión reinante sobre el concepto de cultura. El libro se articula sobre una revisión de las principales teorías antropológicas sobre la cultura, a las que el autor opone su propia concepción, ilustrada de un modo decididamente coloquial. Díaz de Rada habla en primera persona y tutea al lector, recurriendo a ejemplos extraídos de la vida cotidiana con propósitos puramente didácticos. Díaz de Rada pretende convencerle de que su concepto de cultura es intelectualmente plausible y no se presta a usos políticos indeseables. Nuestro autor es un decidido adversario de las concepciones espiritualistas y esencialistas de la cultura, tanto en sus versiones académicas (entre antropólogos) como mundanas (entre nacionalistas, por ejemplo). El libro es abiertamente polémico: Díaz de Rada expone su propio concepto comparándolo críticamente con los de antropólogos clásicos y contemporáneos y aborda sus implicaciones prácticas (multiculturalismo o relativismo) sin temor a la controversia.
En su acepción más básica, la cultura sería, para Díaz de Rada, “el conjunto de reglas con cuyo uso las personas dan forma a su acción social”. Estas reglas no son primariamente enunciados verbales abstractos (“Hay que hacer...”), sino que se manifiestan corporalmente en la regularidad de nuestras acciones. Al describir tales reglas de un modo abstracto se pone en evidencia, en cambio, su carácter indeterminado: deben ser interpretadas contextualmente y, por tanto, no se prestan a un análisis causal de la acción. De ese juego de interpretaciones, que es parte de la propia interacción cultural, emerge la antropología como análisis sistemático de la conexión entre reglas. El principio que preside este análisis es el holismo: no es posible separar categorialmente unas reglas de otras, ya que el juego de interpretaciones puede conectar, potencialmente, cualquiera de ellas.
Para Díaz de Rada, las reglas son convenciones que van siendo reformuladas a medida que los sujetos les dan uso. De ahí su nominalismo sobre la cultura: el antropólogo sólo puede referirse a interpretaciones puntuales de cada una de sus reglas, señalando su aquí y ahora. Reificarlas, pretendiendo que una interpretación particular constituye la cultura de un grupo, es, ante todo, un error metodológico. Se trata, de hecho, del primero de los muchos errores que el autor denuncia en la parte final del libro: no puede haber gente sin cultura; no hace falta la escuela para “tener” cultura; la diversidad cultural no se reduce a diversidad lingüística; la cultura es una propiedad de cualquier forma de acción social (y no de una clase particular de ellas); la cultura no es tampoco propiedad distintiva de un individuo ni de un grupo de ellos.
Los capítulos finales abordan sin ambigüedad alguna los aspectos más declaradamente políticos del concepto: el multiculturalismo o el relativismo ya citados, por ejemplo. Como el lector podrá ya imaginarse, Díaz de Rada es abiertamente crítico con los usos reificadores (por ejemplo, en “Ministerio de Cultura”) y responsabiliza de ellos principalmente a nuestros prejuicios, sean etnocéntricos o puramente narcisistas. Al fin y al cabo, buena parte de lo que se denuncia en este libro es que nos servimos del concepto de cultura de un modo parcial e interesado, normalmente el que nos resulta de mayor conveniencia. Y de ahí la originalidad de este libro como empresa divulgativa: si triunfase entre el público y adoptase su propuesta, podríamos empezar a hablar de la cultura en un sentido menos confuso y algo más neutral.
Aun simpatizando con todas las consecuencias prácticas que Díaz de Rada extrae de su concepto, este lector es más bien escéptico respecto a su propósito de persuadirnos de que es mejor no renunciar al concepto de cultura. No es, desde luego, porque su propia versión no resulte intelectualmente atractiva: a mí al menos me lo parece, digamos que por afinidad filosófica. Pero uno esperaría algo más de una ciencia social: los economistas, por ejemplo, ven mercados por todas partes, pero si aceptamos este concepto no es por lo precisa que resulte su definición, sino por el tipo de análisis que posibilita. Un viejo debate entre científicos sociales enfrenta a quienes defienden un uso instrumentalista de sus modelos y teorías en contra de quienes defienden que el realismo es necesario. Los primeros dirían que no importa tanto qué sea la cultura, sino qué podemos sacar de nuestro trabajo de campo con uno u otro concepto. Para los realistas, en cambio, es necesario que nuestros conceptos se refieran adecuadamente a las cosas como condición indispensable para su análisis. Pese a su nominalismo, Díaz de Rada parece alinearse con estos segundos pero, leyendo su libro, se diría que los antropólogos pueden realizar su trabajo incluso sin ponerse de acuerdo sobre la definición de cultura. Da la impresión de que uno no hará mejor o peor antropología según cuál sea su concepto de cultura. Posiblemente, Ángel Díaz de Rada no lo crea así, pero su libro no se detiene en argumentarlo.
Soy igualmente escéptico respecto a su propuesta de reformar nuestros usos cotidianos del concepto, por distintas razones. Por un lado, creo que se necesitaría una fuerza policial desproporcionada para lograrlo: los teólogos llevan siglos dictándoles a los católicos cómo debe rezarse el credo, pero se necesita toda una Iglesia para lograrlo. Cuando la disciplina es simplemente educativa, ni los físicos aciertan a reformar nuestro entendimiento: aunque un estudiante domine la teoría de la relatividad, los psicólogos han puestos de manifiesto cómo, en su vida diaria, ese mismo estudiante razonará sobre física igual que un griego de hace dos mil años. ¿Bastaría con formarnos adecuadamente en antropología para escapar a la confusión cultural?
No obstante, ya que inevitablemente estamos sumidos en ella, el lector ilustrado hará bien en leer este ensayo de Díaz de Rada para, si no escapar a la confusión, sí al menos no abandonarse completamente a ella. Como su autor bien nos advierte, las consecuencias cuando uno se deja llevar por algunos conceptos de cultura suelen ser indeseables.
{Diciembre de 2010}
{Revista Internacional de Sociología, Vol 70, No 2 (2012)}
{Revista Internacional de Sociología, Vol 70, No 2 (2012)}
Estimado David, tras leer el libro y tu comentario a él hay algo que me choca en tus apreciaciones: tus dos críticas, que considero pueden ser rebatidas en un único argumento. Permíteme intentarlo.
ResponderEliminarDices que da la impresión de que uno no hará mejor o peor antropología sea cual sea su concepto de cultura y que Díaz de Rada no lo argumenta. Bien, es posible que no dedique un epígrafe concreto a la argumentación explícita, pero todo el libro se basa en entender por un lado las consecuencias en la producción de convenciones sociales que generan las malas definiciones del concepto y por el otro cómo se produce el conocimiento en estos lares, y cito: " creemos en que lo que percibimos es un correlato del mundo (...) pero sólo podemos acceder a ello a través de nuestras categorías de percepción". Si todo el libro se dedica a discutir lo que es una definición correcta, o adecuada, de una única categoría en su empleo, tanto a nivel científico como cotidiano, ¿cómo es posible que no veas la argumentación que subyace al hilo del texto? Si te están mostrando los usos más bien siniestros derivados de generar acción, discurso o convenciones sociales basadas en un mal empleo de la categoría, ¿qué otra cosa puede ser hacer lo mismo en un plano científico?
Esto mismo me sirve como hilo para tu siguiente pregunta "¿Bastaría con formarnos adecuadamente en antropología para escapar a la confusión cultural?" y creo que la solución está en "adecuadamente". Te devuelvo la pregunta: ¿Es posible hacer que alguien sea capaz de leer con cierta atención, de relacionar argumentos y de aplicar sus conocimientos de unos problemas a otros sin tener que explicitarle todas las dimensiones de significado que una idea puede alcanzar?
Gracias por las precisiones, sin duda acertadas. Mi impresión (puede que equivocada) es que ha hecho mucha antropología que los antropólogos parecen dar por buena desde conceptos de cultura no demasiado bien definidos. Esa era la duda que pretendía expresar, si la definición es tan necesaria como el argumento de Ángel parece dar a entender.
EliminarRespecto a la segunda pregunta, yo creo que no es posible y que, precisamente, por eso, la confusión sobre el concepto de cultura parece estar aquí para quedarse.
Buena y mala antropología, eso nada tiene que ver con el concepto de cultura si lo que buscas son criterios de validez científica. Estos se remiten, como en cualquier otra disciplina a los marcos metodológicos disciplinares socialmente establecidos sobre la depuración de objetos científicos. Pero es que la valoración de calidad que hace Díaz de Rada (tal y cómo yo la entiendo), y sobre la que en mi error había entendido que preguntabas, tenía más que ver con, por ejemplo, los planteamientos que hace Eduardo Menéndez sobre el desarrollo de los procedimientos de la ciencia biomédica en el nazismo. No, no era mala ciencia, pero tampoco producía los efectos que quisiéramos para un mundo en el que tenemos que vivir. ¿Ciencia o ética? Que algo sea empíricamente verificable no significa que sea cierto ni interesante, toda ciencia está sesgada, y cuanto más objetiva se piensa, más sesgada (es mi opinión). Disculpa que me extienda en algo que ya se aleja tanto de tu planteamiento. Un cordial saludo.
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