Hasok Chang, Inventing Temperature. Measurement and Scientific Progress, N. York, Oxford University Press, 2004.
La invención de la temperatura es un libro que necesariamente interesará a quienes se preguntan hoy cómo articular de nuevo tres disciplinas: Historia de la ciencia, Filosofía de la ciencia y Epistemología. Desde luego, son muchos los que creen que es mejor cultivarlas por separado (por dar un ejemplo reciente, Jesús Zamora en su Cuestión de Protocolo [Tecnos, 2005]), sospechando acaso que suelen perder en la “mezcla”. A estos, el ensayo de Hasok Chang se les ofrecerá como reto, pues lo que nos propone es, precisamente, revisar algunos conceptos fundamentales en Filosofía de la ciencia (e.g., observabilidad, progreso, operacionalismo) a partir, por un lado, del análisis de algunos casos señalados en la Historia de la termometría y, por otro, de una reconsideración de algunos de sus supuestos epistemológicos más característicos (la disyuntiva entre fundacionismo y coherentismo).
Chang parte, desde luego, de una posición filosófica donde la conjunción entre estas tres disciplinas no resulta extraña (y así se refleja en su propio itinerario académico, desde Stanford a Londres, según puede seguirse en los agradecimientos). Chang argumenta en las inmediaciones del neoexperimentalismo de Hacking y Cartwright, desde donde aborda la constitución de la temperatura como dato en leyes fenomenológicas o regularidades causales de bajo nivel. Esto explica, en buena parte, la estructura del libro: así, Chang nos presenta un buen número de tentativas experimentales para fijar un punto fijo en el termómetro a partir ebullición de diversas sustancias (cap. 1); para establecer la compatibilidad entre distintas escalas de medida (cap. 2); y para ampliarlas a temperaturas extremas, como pretendieron los primeros pirómetras (cap. 3). El cap. 4 sigue el camino inverso y examina mediante qué tipo de experimentos se pretendió conferir significado empírico al concepto de temperatura absoluta, en particular a partir de su elaboración por Kelvin. En estos cuatro capítulos se procede según una división entre una primera parte narrativa y una segunda analítica. En la primera se presenta de un modo erudito cada caso tal como lo expusieron inicialmente sus autores, en un ejercicio de Historia interna iluminado por la discusión filosófica que se desarrolla en la segunda parte. Es decir, quien sólo se interese por la Historia de la termometría echará seguramente en falta buen número de consideraciones (en particular, contextos, deudas, etc.), pero esto no implica que el análisis que se nos propone no resulte original: Chang rescata los trabajos de experimentalistas como De Luc, Regnault o Wedgwood precisamente porque su juicio metodológico le permite vindicarlos.
La tesis filosófica que construye sobre ellos es básicamente la siguiente: el caso de la termometría nos muestra cómo es posible alcanzar un consenso científico sobre la base de un refinamiento gradual de nuestras convenciones métricas, aun si no se disponga de un punto de partida incuestionable (puntos fijos), ni de un concepto teórico bien elaborado, y con independencia de que coexistan durante amplios periodos escalas difícilmente convertibles de precisión muy diversa. Chang reivindica aquí una posición epistemológica coherentista para interpretar como progresivo este proceso: es el apoyo mutuo que se van prestando las distintas mediciones –juzgado no por la verdad, sino por otras virtudes epistémicas (tales como la exactitud, fecundidad etc.)– lo que justifica su aceptación. Su argumento también puede leerse a la inversa: sería imposible dar cuenta racionalmente del progreso de la termometría si se exigiera de sus protagonistas una justificación al modo fundacionista, basada en datos empíricos autoevidentes y, por ello, incontestables para todos los implicados. La observabilidad es, para Chang, un logro, antes que un dato. Así, nos propone un modelo para analizar este progreso sobre la base de una rectificación operacionalista del convencionalismo (pp. 92-96), donde se muestra cómo puede avanzar iterativamente el proceso de medición observando ciertos principios metodológicos que garanticen su coherencia (p. 152).
Desde este punto de vista, uno de los aspectos más interesantes del libro es que explicita muchas tesis clásicas en filosofía de la ciencia que en el neoexperimentalismo suelen encontrarse de modo más bien oblicuo. Esto es particularmente cierto en lo que respecta a los dos últimos capítulos. El quinto articula todo lo expuesto en las partes analíticas de los anteriores y el sexto plantea cuál sea la posición de la filosofía de la ciencia “en el conjunto del saber”. Chang defiende aquí es que se trata de la continuación de la ciencia “por otros medios”: puesto que cualquier ciencia normal es dogmática respecto a su propio paradigma, a la filosofía le corresponde mostrar hoy en qué medida fue crítica su aceptación inicial respecto a las alternativas existentes. Lo peculiar de esta posición es que, para Chang, el conocimiento que se nos proporciona así sería también científico (pp. 240-47): en la medida en que la filosofía opera sobre argumentos científicos previos, su recuperación produciría conocimiento igualmente científico, bien por coincidir críticamente con lo que hoy aceptamos como dogma, bien por sugerir una alternativa eventualmente desarrollable. De hecho, del lado epistemológico, es probable muchos lectores encuentren poco desarrollada conceptualmente la posición de Chang. Su respuesta más probable es que todo desarrollo deberá venir de la mano de análisis de argumentos científicos, si es que ha de ser relevante para su posición.
Es mérito indiscutible de este libro poner sobre la mesa cuestiones tan políticamente incorrectas (para la convivencia departamental, por ejemplo) como puedan ser todas las anteriores. En qué medida resulten aceptables sus conclusiones lo determinará el debate ulterior. Para contribuir a éste, vaya al menos una objeción: vista la posición de la filosofía de la ciencia como ciencia complementaria, ¿qué nos queda de la vieja distinción entre disciplinas positivas y normativas?
La base del consenso público sobre la ciencia, en la vieja perspectiva empirista, radicaba en que el conocimiento que nos procuraba se justificaba, en última instancia, sobre nuestras sensaciones (instancia positiva), como nuestro conocimiento ordinario, y esta era una justificación que cabía compartir universalmente (instancia normativa). Chang no renuncia a esta base empírica (p. 86), pero entiende que la justificación descansa más bien sobre la coherencia entre argumentos científicos, que al filósofo le corresponde ahora rescatar por vía informal (y ya no axiomática). La cogencia de estos argumentos no puede ser superior a la que el propio científico podría obtener de ellos y, en ese sentido, nos proporcionarán una justificación equivalente para su aceptación pública. Es decir, lo que pierde la instancia positiva lo gana la normativa: la filosofía se convierte en ciencia complementaria, porque el tipo de argumentación específicamente científico se asimila al propio análisis filosófico.
El nudo de esta posición coherentista es que un sociólogo podría apropiarse perfectamente del análisis de Chang cambiando las coordenadas: la coherencia argumental, como muestra la tradición de Bloor, es perfectamente interpretable en términos de coincidencia de intereses particulares. El público acepta los resultados científicos porque los intereses subyacentes son una proyección de los suyos propios. Ahora bien, quienes no pertenezcan a la comunidad (social o científica) no tendrán por qué compartirlos. ¿Esta universalidad es deseable para el neoexperimentalista? Implícitamente se diría que el análisis de la práctica experimental que Chang nos propone pretende mostrarlo, pero el tipo de argumentos que nos proporciona (en particular, la teoría del significado que se asume) no parecen darnos demasiadas razones para esperarlo.
{Octubre 2005}
{Theoría 57 (2006), pp. 344-345}
{Theoría 57 (2006), pp. 344-345}
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