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15/4/09

Luis Vega Reñón, Artes de la razón. Una historia de la demostración en la Edad Media, Madrid, UNED, 1999 + Idem, Si de argumentar se trata, Barcelona, Montesinos, 2003.

«Se ha escrito que la lógica medieval es de manera primordial y medular “teoría de la argumentación”» (Artes de la razón, p. 96). No es tan frecuente, sin embargo, que un mismo autor se ocupe correlativamente de estas dos materias (lógica medieval y teoría de la argumentación) y nos proponga una discusión tan bien informada como escéptica del estado de la cuestión en ambas. Luis Vega es conocido ya por sus muchas contribuciones a la introducción de múltiples autores y temas relacionados con la Historia y la Filosofía de la lógica en nuestro ámbito lingüístico. Estamos por tanto ante una perspectiva de autor, aquí oculta en distintos géneros (la monografía, el manual). Estas líneas sólo pretenden colaborar a explicitarla.

1. ARTES DE LA RAZÓN

Artes de la razón continúa a su modo la empresa iniciada diez años antes en La trama de la demostración , sobre los usos apodícticos de los griegos, pero la articulación argumental es ahora distinta. Puestos a estudiar la demostración en la Grecia clásica, las opciones obvias parecen, desde luego, Aristóteles y los estoicos –por el lado de la lógica–, y Euclides –por el de la matemática. Dejando aparte las dificultades inherentes a la transmisión de sus escritos, es razonable pensar que de ellos se infiere una muestra suficientemente representativa de las prácticas demostrativas griegas entre los siglos IV y V adC. Ahora bien, ¿de qué base textual cabría servirse para abordar el estudio de más de mil años de especulación con análogas garantías?

Para resolver este dilema, Luis Vega se sirve implícitamente del propio ideal demostrativo de los griegos articulando su obra para mostrarnos cómo los medievales lo reconstruyeron. En primer lugar, textualmente, pues Artes de la razón parte de un análisis de la recepción del corpus griego (y en particular, Aristóteles y Euclides) en el Occidente medieval del siglo XII [caps. 1-2], con el que se pone ya de manifiesto que el ideal de la ciencia demostrativa le debe más a un tratado teológico de Boecio (De hebdomadibus) que a los Analíticos segundos. En segundo lugar, contextualmente, intentando explicar de qué modo se gesta un ideal de prueba dialéctica que sirve de facto como alternativa a la demostración, aun cuando de iure esta siga contando como canon del verdadero saber. Así, la segunda parte [caps. 3-5] explora de qué modo la práctica de la argumentación en las Facultades de Teología y Artes determina, a partir del siglo XIII, la constitución de cánones sobre la articulación y cogencia de la prueba. La normalización de las disputationes académicas (asociadas a la obtención de grados académicos y «formalizada» en la teoría de las obligationes) propició así que se concediera más atención a la detección de esquemas inferenciales informales (las consequentiae) o al análisis de sophismata –sobre los cuales se pudiese detectar una contradicción en un debate oral– antes que a la silogística aristotélica [cap. 3]. La devoción medieval por los signos encuentra del mismo modo su continuación en el procedimiento de exégesis textual desarrollado por los maestros en la lectio: siendo la significación algo siempre incierto para el intérprete, la plausibilidad (argumental, probatoria) se vuelve a la vez más accesible y más útil que la certeza (demostrativa) [cap.4]. Así las cosas, Artes de la razón se podría presentar como un ensayo de epistemología social. No obstante, el autor es cuidadoso de advertirnos que su análisis no va más allá de establecer una correlación entre prácticas sociales y usos argumentales, antes que una determinación causal de los segundos por los primeros: la selección de textos y autores evidencia cierto grado de asociación, pero no se excluyen otras (p. 84).

Una vez explorada la práctica de la argumentación, la tercera parte del libro [caps. 6-8] estudia de qué modo la concebían los autores medievales cuando enfrentaban las cuestiones de las que los griegos (aquí Aristóteles y los estoicos) daban cuenta mediante la demostración. A saber, el conocimiento y la explicación. Nuevamente, se parte de un análisis de la recepción de los distintos saberes demostrativos griegos [cap. 6] ampliando las paradojas avanzadas en la parte primera [cap.2]: así, la reconstrucción como ciencias demostrativas de la teología (Nicolás de Amiens) o la propia lógica (en el De consequentiis de Buridán). Se trata de explorar, por tanto, la dimensión sistemática del ideal de conocimiento por demostración, mostrando cómo debió ser sutilmente acomodada a unas exigencias intelectuales (y unas prácticas argumentales) muy distintas de las enfrentadas por Aristóteles en los Analíticos segundos, tal como se ilustra con un breve examen de las propuestas epistemológicas del Aquinate y Ockham [cap.7] y de la dimensión causal tradicionalmente asociada al conocimiento demostrativo [cap. 8].La paradoja (pragmática) de un Santo Tomás defendiendo la excelencia del saber demostrativo per modum quaestionis quizá sirva para ilustrar la singularidad de la empresa.

Que la conclusión no merezca un capítulo separado y se nos presente como un epígrafe más del octavo y último ilustra probablemente el deseo de evitarla: se opta por enumerar un buen número de cuestiones abiertas al pensar en el desarrollo de los temas tratado al pasar a la Edad moderna. Y quizá ello nos revele algo sobre la propia intención de la obra, pues aun cuando la erudición, el manejo de las fuentes, las cautelas filológicas etc. son más bien propias de una monografía, Artes de la razón se nos presenta más bien como un ensayo sobre la suerte del ideal demostrativo en unos siglos que desafían la claridad de la exposición aristotélica o la práctica euclidea. Y probablemente también la imposibilidad de agotar el tema como ocurría en La trama.... En efecto, la organización de un material tan desbordante en poco más de 300 páginas requiere la adopción de un punto de vista que no puede ser, desde luego, demasiado cercano al de los propios autores medievales y que muchos objetarán como anacrónico . Su justificación es más bien filosófica y quizá el mayor reparo que se pueda poner a este libro es que no se explicita. De ahí la conveniencia de acudir en su busca a la segunda de las obras que aquí reseñamos.

2. SI DE ARGUMENTAR SE TRATA

Publicado en la «Biblioteca de divulgación temática» de Montesinos, Si de argumentar se trata está concebido como una breve presentación de la teoría de la argumentación –no es tampoco la primera incursión del autor en el ámbito de la didáctica . Luis Vega adopta un aquí punto de vista clásico, distinguiendo la perspectiva lógica, dialéctica y retórica sobre el ámbito de la argumentación y aplicando sistemáticamente cada una de ellas al estudio de los buenos argumentos [cap. 2] y los malos argumentos [cap.3]. Una introducción panorámica [cap.1] y una breve conclusión [cap.4] cierran las 300 páginas (en formato bolsillo) de las que consta la obra. Abundan los ejemplos y los esquemas, y se añade una útil bibliografía comentada junto con un bien construido índice analítico. Si de argumentar se trata constituye, por tanto, una introducción accesible a algunas de las cuestiones más vivas en el arte del razonamiento informal, aunque probablemente –y por paradójico que resulte– lo que mejor ilustra sean sus dificultades.

Si en Artes de la razón la concepción griega de la demostración servía como canon para enjuiciar su desarrollo medieval, se diría que el punto de vista lógico desempeña un papel análogo al evaluar los nexos ilativos en la argumentación (pp. 91-112). Obviamente, Luis Vega reconoce algo más que relaciones de consecuencia en los buenos argumentos, que deben ser, además, epistémicamente cogentes. Ahora bien, la dificultad que se plantea aquí es cómo caracterizar esta cogencia epistémica, sobre todo cuando la argumentación se vuelve informal y el nexo entre premisas y conclusión queda indeterminado. Así, para caracterizar entonces la plausibilidad argumental, Luis Vega apela al decálogo de buenas prácticas argumentales de van Eemeren y Grootendorst, como si de su observancia se siguiesen regularmente argumentos plausibles. No obstante, si nos detenemos en el contenido del decálogo, advertiremos que más bien nos indica cómo evitar malos argumentos (en general, falacias, ampliamente discutidas en el capítulo 3). Desde este punto de vista, los obstáculos que encuentra la teoría de la argumentación se derivarían de la ausencia de un punto de vista general (formal) sobre nexos ilativos entre premisas y conclusiones (más allá de la consecuencia lógica) y del exceso de problemas epistemológicos que aparecen al intentar dar cuenta materialmente de su cogencia.

Por tanto, cabe leer también Si de argumentar se trata como un ensayo sobre estas dificultades, lo cual probablemente ocasione algunas complicaciones a quien se sirva de él como introducción, sin noticia previa de algunos debates clásicos en filosofía de la lógica. Quizá para remediarlo, y a modo de introducción a estos, le convenga leer en primer lugar la conclusión, un breve ensayo en el que se discute la condición normativa de la lógica como canon argumental en una perspectiva que le debe mucho al inferencialismo semántico de Brandom.

Los dilemas que plantea la reconstrucción de las disputas del siglo XII reaparecen al analizar las del siglo XXI: probablemente la dificultad material de organizar un material milenario (el de los escolásticos sobre la argumentación) no sea sólo cuantitativa, sino también conceptual, y siga aun hoy irresuelta. ¿Es posible encontrar una teoría sobre la argumentación que articule de modo convincente las dimensiones lógica, dialéctica y retórica de un modo convincente? Luis Vega nos presenta dos ensayos escépticos y muy bien informados que le serán útiles a quien quiera darles su «uso natural» (como monografía, en el primer caso; como manual, en el segundo), pero que indudablemente aprovecharán también a cuantos busquen temas para la reflexión sobre la lógica, más allá del propio cálculo (y de buena parte de las disputas asociadas a él durante el XX)

{Enero 2004}
{Theoria 19 (2004), pp. 235-237}