Luis Martínez de Velasco, Mercado, planificación y democracia. Madrid: Utopías/ Nuestra Bandera, 1997.
Luis Martínez de Velasco es un autor singular en la filosofía española contemporánea: no es en absoluto ajeno a la Universidad, pero desarrolla su labor docente e investigadora en la enseñanza secundaria, en un Instituto de la periferia de Madrid, desde donde viene ofreciéndonos, a lo largo de las dos últimas décadas, una notable obra filosófica, particularmente en los dominios de la ética y la política. Pero ello no es, en este caso, sinónimo de mera erudición o especulación académica (aunque cuente, entre sus ensayos, con una completa y rigurosa interpretación nada menos que de Kant), pues Luis Martínez de Velasco se distingue, además, en su afán de ir “a las cosas mismas”, a la cosa pública, como se muestra, entre otras, en su reciente intervención en el debate sobre la desobediencia civil (La democracia amenazada, 1996) y, en especial, en su ya dilatada defensa de una economía normativa, es decir, una doctrina económica éticamente fundada. Así se muestra ya en Ideología liberal y crisis del capitalismo (1988), una ácida revisión de los clásicos de aquélla, y después, junto a J.M. Martínez Hernández, en La casa de cristal (1993), un ensayo insólito en castellano, donde se aplica de un modo original la ética dialógica de Jürgen Habermas a la crítica de las doctrinas económicas actualmente imperantes .
Todo ello confluye ahora en Mercado, planificación y democracia, donde el lector falto de tiempo, pero deseoso de nuevas ideas desde la izquierda acerca de los actuales conflictos entre ética y economía, encontrará, entre otras cosas, una concisa exposición de las distintas alternativas ahora mismo en discusión, de las que Martínez de Velasco se muestra un excelente conocedor: desde el socialismo de mercado de John Roemer al salario universal garantizado de Philippe van Parijs, sin omitir, entre otras, la discusión sobre el reparto del empleo o las distintas opciones ante el dilema ecológico. Aunque el aspecto quizá más sobresaliente de este ensayo (y sorprendente, incluso, si consideramos sus mínimas dimensiones) es que su autor nos ofrece, a partir de sus obras anteriores, una idea general de democracia, con arreglo a la cual evaluar estas alternativas y avanzar, a su vez, en la construcción de otras, i.e., en la superación del capitalismo. Pues la tesis defendida en este ensayo por Luis Martínez de Velasco es que capitalismo y democracia son ética- y fácticamente contradictorios.
Para nuestro autor, Democracia sería, en su acepción más estricta, aquel orden social donde el consenso entre el cuerpo electoral (la ciudadanía) se apoyara en valores universales -como en última instancia lo serían los Derechos Humanos- aceptados además dialógicamente, sin coacción alguna. Contra esta idea de democracia obraría, en consecuencia, cualquier otra fundada en el interés particular, como es el de los individuos maximizadores de su sola utilidad en el caso de las doctrinas liberales discutidas en este ensayo. Avanzar en la realización de este concepto de democracia supondría la superación del egoísmo individual mediante un “proceso de educación moral de sentimientos y preferencias”, pues se entiende -con arreglo a la teoría sobre el desarrollo psicológico del individuo desarrollada por Piaget y Kohlberg y asumida por Habermas y nuestro autor- que el individualismo liberal sería una etapa aún inmadura en la formación de la conciencia ética. De este modo, la economía, en una democracia plena, debiera dejar de estar al arbitrio de interés individual, y desarrollarse conforme a intereses universales dialógicamente consensuados, es decir, debiera planificarse.
Aunque Martínez de Velasco no nos ofrece (sería imposible en tan pocas páginas) un programa económico acorde con su concepción de la democracia, cabe apreciar la fecundidad de sus ideas por la discusión efectuada de otras alternativas como la anteriormente mencionadas. Pues nuestro autor interpretaría, a su modo, la idea de justicia de Marx recusando, en general, cualquier mecanismo de redistribución de la riqueza que no se atendiese a la satisfacción de unas necesidades fundamentales comunes a las partes enfrentadas. Así, por ejemplo, el reparto del empleo mediante rotación en los puestos (en la formulación, por ejemplo, de Ormerod) es impugnada al recaer enteramente el sacrificio sobre el trabajador, que ve mermada su renta -y por tanto, sus opciones- sin una disminución equivalente de la del empresario que le paga.
¿Qué decir de todo ello? Pese a la brevedad de la obra, es imposible negar su actualidad e interés, y su notable originalidad, que aconsejan indudablemente su lectura. Ahora bien, como es natural, es también imprescindible su discusión. Pues, en realidad, es a menudo inevitable la impresión de que Luis Martínez de Velasco da por resulto precisamente aquello que con sus argumentos debiera resolver. Nuestro autor reconoce, en efecto, la condición utópica de su idea de democracia (que califica de ideal), pero propone a la vez emplearla como “vara de medir” de las democracias reales, efectivamente existentes. Pero para el lector queda descubrir los nexos que unen una y otra dimensión.
Por nuestra parte, diríamos que Martínez de Velasco, como los autores que sigue (Habermas &c.), construye su ideal democrático desarrollando algunos factores ya existentes en las democracias actuales, y omitiendo otros, causa acaso de la imperfección o degradación de éstas. Aquéllos serían los sujetos (individuos, personas) cuya educación moral (la consecución de la madurez psicológica) constituiría, para nuestro autor, la clave del tránsito a una democracia verdadera. ¿Qué lo impediría? Si nos atenemos a la exposición de Martínez de Velasco, el mayor obstáculo se encontraría en la misma oposición entre intereses intersubjetivos, y no en tanto que causada por factores impersonales (como es la escasez, en los manuales de economía), pues estos no serían por sí mismos un obstáculo ante la planificación racional (fundada en intereses universales): es la ausencia de esa racionalidad moral lo que impide el paso a formas democráticas más perfectas.
En resolución: el ideal democrático que Martínez de Velasco nos propone vale porque obedece a nuestra condición personal más madura, pero es nuestra misma incapacidad para alcanzarla la causa de que vivamos en democracias éticamente imperfectas. Pero ¿ello no nos obligaría, más bien, a sospechar de aquel ideal, de los fundamentos psicológicos en los que se sustenta su universalidad? Plantear los conflictos económicos, y la misma cuestión de la planificación, reduciéndolos a un dilema moral, que contendría en su mismo enunciado la clave de su solución ¿es otra cosa que la inversión del clásico esquema marxiano sobre base y superestructura? Tales son los interrogantes que suscita este ensayo, que a nadie a la izquierda le resultarán ajenos.
Luis Martínez de Velasco es un autor singular en la filosofía española contemporánea: no es en absoluto ajeno a la Universidad, pero desarrolla su labor docente e investigadora en la enseñanza secundaria, en un Instituto de la periferia de Madrid, desde donde viene ofreciéndonos, a lo largo de las dos últimas décadas, una notable obra filosófica, particularmente en los dominios de la ética y la política. Pero ello no es, en este caso, sinónimo de mera erudición o especulación académica (aunque cuente, entre sus ensayos, con una completa y rigurosa interpretación nada menos que de Kant), pues Luis Martínez de Velasco se distingue, además, en su afán de ir “a las cosas mismas”, a la cosa pública, como se muestra, entre otras, en su reciente intervención en el debate sobre la desobediencia civil (La democracia amenazada, 1996) y, en especial, en su ya dilatada defensa de una economía normativa, es decir, una doctrina económica éticamente fundada. Así se muestra ya en Ideología liberal y crisis del capitalismo (1988), una ácida revisión de los clásicos de aquélla, y después, junto a J.M. Martínez Hernández, en La casa de cristal (1993), un ensayo insólito en castellano, donde se aplica de un modo original la ética dialógica de Jürgen Habermas a la crítica de las doctrinas económicas actualmente imperantes .
Todo ello confluye ahora en Mercado, planificación y democracia, donde el lector falto de tiempo, pero deseoso de nuevas ideas desde la izquierda acerca de los actuales conflictos entre ética y economía, encontrará, entre otras cosas, una concisa exposición de las distintas alternativas ahora mismo en discusión, de las que Martínez de Velasco se muestra un excelente conocedor: desde el socialismo de mercado de John Roemer al salario universal garantizado de Philippe van Parijs, sin omitir, entre otras, la discusión sobre el reparto del empleo o las distintas opciones ante el dilema ecológico. Aunque el aspecto quizá más sobresaliente de este ensayo (y sorprendente, incluso, si consideramos sus mínimas dimensiones) es que su autor nos ofrece, a partir de sus obras anteriores, una idea general de democracia, con arreglo a la cual evaluar estas alternativas y avanzar, a su vez, en la construcción de otras, i.e., en la superación del capitalismo. Pues la tesis defendida en este ensayo por Luis Martínez de Velasco es que capitalismo y democracia son ética- y fácticamente contradictorios.
Para nuestro autor, Democracia sería, en su acepción más estricta, aquel orden social donde el consenso entre el cuerpo electoral (la ciudadanía) se apoyara en valores universales -como en última instancia lo serían los Derechos Humanos- aceptados además dialógicamente, sin coacción alguna. Contra esta idea de democracia obraría, en consecuencia, cualquier otra fundada en el interés particular, como es el de los individuos maximizadores de su sola utilidad en el caso de las doctrinas liberales discutidas en este ensayo. Avanzar en la realización de este concepto de democracia supondría la superación del egoísmo individual mediante un “proceso de educación moral de sentimientos y preferencias”, pues se entiende -con arreglo a la teoría sobre el desarrollo psicológico del individuo desarrollada por Piaget y Kohlberg y asumida por Habermas y nuestro autor- que el individualismo liberal sería una etapa aún inmadura en la formación de la conciencia ética. De este modo, la economía, en una democracia plena, debiera dejar de estar al arbitrio de interés individual, y desarrollarse conforme a intereses universales dialógicamente consensuados, es decir, debiera planificarse.
Aunque Martínez de Velasco no nos ofrece (sería imposible en tan pocas páginas) un programa económico acorde con su concepción de la democracia, cabe apreciar la fecundidad de sus ideas por la discusión efectuada de otras alternativas como la anteriormente mencionadas. Pues nuestro autor interpretaría, a su modo, la idea de justicia de Marx recusando, en general, cualquier mecanismo de redistribución de la riqueza que no se atendiese a la satisfacción de unas necesidades fundamentales comunes a las partes enfrentadas. Así, por ejemplo, el reparto del empleo mediante rotación en los puestos (en la formulación, por ejemplo, de Ormerod) es impugnada al recaer enteramente el sacrificio sobre el trabajador, que ve mermada su renta -y por tanto, sus opciones- sin una disminución equivalente de la del empresario que le paga.
¿Qué decir de todo ello? Pese a la brevedad de la obra, es imposible negar su actualidad e interés, y su notable originalidad, que aconsejan indudablemente su lectura. Ahora bien, como es natural, es también imprescindible su discusión. Pues, en realidad, es a menudo inevitable la impresión de que Luis Martínez de Velasco da por resulto precisamente aquello que con sus argumentos debiera resolver. Nuestro autor reconoce, en efecto, la condición utópica de su idea de democracia (que califica de ideal), pero propone a la vez emplearla como “vara de medir” de las democracias reales, efectivamente existentes. Pero para el lector queda descubrir los nexos que unen una y otra dimensión.
Por nuestra parte, diríamos que Martínez de Velasco, como los autores que sigue (Habermas &c.), construye su ideal democrático desarrollando algunos factores ya existentes en las democracias actuales, y omitiendo otros, causa acaso de la imperfección o degradación de éstas. Aquéllos serían los sujetos (individuos, personas) cuya educación moral (la consecución de la madurez psicológica) constituiría, para nuestro autor, la clave del tránsito a una democracia verdadera. ¿Qué lo impediría? Si nos atenemos a la exposición de Martínez de Velasco, el mayor obstáculo se encontraría en la misma oposición entre intereses intersubjetivos, y no en tanto que causada por factores impersonales (como es la escasez, en los manuales de economía), pues estos no serían por sí mismos un obstáculo ante la planificación racional (fundada en intereses universales): es la ausencia de esa racionalidad moral lo que impide el paso a formas democráticas más perfectas.
En resolución: el ideal democrático que Martínez de Velasco nos propone vale porque obedece a nuestra condición personal más madura, pero es nuestra misma incapacidad para alcanzarla la causa de que vivamos en democracias éticamente imperfectas. Pero ¿ello no nos obligaría, más bien, a sospechar de aquel ideal, de los fundamentos psicológicos en los que se sustenta su universalidad? Plantear los conflictos económicos, y la misma cuestión de la planificación, reduciéndolos a un dilema moral, que contendría en su mismo enunciado la clave de su solución ¿es otra cosa que la inversión del clásico esquema marxiano sobre base y superestructura? Tales son los interrogantes que suscita este ensayo, que a nadie a la izquierda le resultarán ajenos.
{Noviembre 1998}
{Anábasis, 2ªépoca, 1 (2000), pp.87-9}
{Anábasis, 2ªépoca, 1 (2000), pp.87-9}
Mi admiración por Luis Martínez de Velasco persiste, más de una década después de conocerle, a pesar de que ni entonces ni ahora comparta una sola de sus tesis. Pero las argumenta cláramente y con convicción y su escritura es magnífica. Creo que la mayoría de los filósofos morales de su generación quisieran argumentar y escribir así, pero les sale infinitamente peor.
ResponderEliminarCuando leyó esta reseña, Luis me dijo que con ese pesimismo sólo se podía ser liberal, y yo me resistía (lo de liberal sonaba feo entonces). Se quedó corto y, para su pesar, acabé en conservador, me temo (me sigue sonando feo, eso sí).