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1/11/12

El oráculo gramatical de Agustín García Calvo



[Escribí este ensayo allá por 1998, intentando poner orden en mis muchas lecturas de nuestro oráculo zamorano. Quise publicarlo en Archipiélago, donde sólo supe que fue considerado "flojo". Sale hoy del cajón, a modo de obituario, en recuerdo de los buenos ratos pasados divagando sobre su obra]

1. Introducción
Agustín García Calvo es autor de una obra singular: para empezar, tan sólo por atribuírsela a su persona, muchos de sus lectores más fieles dirán que nos equivocamos en todo lo que a continuación diremos. Para ellos, como para el propio García Calvo, en los argumentos expuestos en sus Lecturas presocráticas, Contra el tiempo, o cualquier otra de las obras que aquí vamos a comentar, se expresa una razón común irreductible a la del individuo García Calvo o a la de cualquier otro que, llegado el caso, los defendiese. Se dirá entonces que, por pretender lo contrario, estamos presos de nuestro “pensamiento privado”, llenos de pedantería filosófica e ignorantes de las operaciones de tal razón común -aunque sujetos a ella[1]. A éstos, nuestro ensayo quizá ni alcance a divertirles, pero tampoco pretende, desde luego, convencerles.
Nuestras razones para escribirlo son otras. Por una parte, se refieren al interés de la propia obra de García Calvo, y en particular sus ensayos gramaticales, pues es mucho lo que se puede aprender en ellos, aunque no siempre lo que su autor quisiera enseñarnos. En este sentido, se echa en falta una discusión más cuidadosa de su obra por parte de los lingüistas, aunque, obviando ahora otros motivos, es probable que la apariencia especulativa de muchos de sus argumentos gramaticales les retraiga. Quizá un análisis de estas especulaciones como el que aquí proponemos anime a otros a intentarlo.
Por otra parte, si bien García Calvo no es, ni quiere ser, un autor de mayorías, es muy notable la influencia de sus escritos e intervenciones, particularmente entre muchos jóvenes que se ven afectados (!cómo evitarlo!) por aquel embrujo al que se refería una vez Savater[2] hace ya un cuarto de siglo. Quizá éstos, en su indecisión, sí agradezcan una interpretación alternativa de lo que se obra en los argumentos de García Calvo. Y puede, por último, que otros muchos lectores de cualquier edad encuentren en estas páginas ideas que ya ellos mismos desarrollaron en sus propias lecturas, y acaso alguna nueva.
Lo que queremos mostrar en este ensayo es que la pretendida razón común ejercitada por García Calvo en sus escritos encubre una concepción metafísica muy particular del lenguaje,  de la que dimanan sus análisis gramaticales de la Realidad; una concepción que no se defiende sino que se postula oracularmente: lo que hay es lenguaje. A ello sumaremos una breve consideración de las limitaciones de esos análisis, más allá de que se conceda o no la tesis metafísica de partida. De lo primero nos ocupamos en las cuatro secciones siguientes (§§ 2-6), y de lo segundo en las dos restantes (§§ 7-8). Puesto que nuestra intención es más ilustrativa que concluyente –sería imposible agotar la obra de García Calvo en unas pocas páginas-, nos concentramos en la crítica del núcleo gramatical de sus análisis, i.e., la estructura de la frase, y nos referimos en cada sección a textos breves para facilitar su consulta. El argumento comienza aquí.

2. Planteamiento de la discusión: Realidad/lenguaje
Iniciamos nuestro análisis considerando, por ejemplo, uno de los capítulos de una de las últimas obras especulativas de García Calvo, el tratado De Dios[3], a partir de lo que allí encontramos sobre la Realidad y el lenguaje.
La Realidad (por respetar las mayúsculas que el propio autor emplea) sería “el mundo de los significados”, el tesoro léxico de una lengua, o también ideas o entes semánticos aparentemente constituidos por “conjuntos de notas finitos y permanentes”. Pero la Realidad se vería afectada a cada acto de habla, en el que aparecerían nuevas notas que impedirían el “cierre” del vocabulario, y así también el de la definición de cada una de sus palabras semánticas. A la particularidad del vocabulario de cada lengua (a su Realidad) le correspondería en el lenguaje o razón común un “lugar vacío”, un “dispositivo en blanco”: es decir, no habría universales semánticos como sí los habría sintácticos, y por tanto no habría tampoco una Realidad en sí correlativa a la Realidad de cada lengua.
Por escaso que resulte, esto es todo lo que encontraremos en este séptimo capítulo sobre Realidad y lenguaje. A lo largo de la obra no hallaremos más que algunas indicaciones adicionales a este propósito, eso sí dispersas entre abundantísimas digresiones filológicas o gramaticales. No es obviamente su objeto, y es cierto que García Calvo sí apunta ocasionalmente algunos otros ensayos suyos donde se desarrolla este análisis.
Nuestra tesis aquí es que aun con estos análisis la tesis que nos presenta en este capítulo resulta literalmente ininteligible o, a lo más, un juego de evocaciones o sugerencias que serán interpretadas de modo más o menos aleatorio dependiendo de la formación del lector o de sus circunstancias anímicas. En el mejor de los casos, aquél en el que García Calvo sostiene su argumento, el lector lo entendería porque en él, en tanto que hablante, operaría también esa razón común que nos descubriría la mentira de la Realidad, i.e., la imperfecta definición  de su vocabulario[4].  
Por tanto, de ser este el caso, nosotros estaríamos tergiversando aquí la propia argumentación de la obra al referirla a un autor (Agustín García Calvo, Catedrático Emérito de la Universidad Complutense, etc.), y a su vez estaríamos también imposibilitados para entenderla por hablar desde nuestra condición personal, sin apercibirnos de la falsedad de las ideas a las que apelamos, etc..
Mas no creemos que esto ocurra: entendemos más bien que esa contradicción Realidad/lenguaje que García Calvo denuncia no se demuestra, como él pretende, sino que se postula. Los argumentos que, en apariencia, la descubren, dependen de la aceptación previa de esa misma dicotomía, de la que García Calvo parte pretendiéndola evidente. Pero, a nuestro entender, no lo es en absoluto.
Demostrar esto nos obligaría, en principio, a emprender una interpretación de la extensa obra del autor, y en particular de sus ensayos gramaticales. Muchos entenderán, en efecto, que es imprescindible toda ella para dar cuenta de esta contradicción que aquí apuntamos: no podrían faltar ni sus lecturas presocráticas, ni sus disquisiciones contra el tiempo, ni sus opúsculos políticos, ni, por supuesto, sus volúmenes Del lenguaje y De la construcción -y habría quien extendiese esta relación a su obra poética, a su teatro, etc.-.
Pero entendemos, por contra, que lo más valioso o mejor argumentado de sus ensayos se encuentra en torno a sus análisis de la estructura de la frase: de ellos dimana el enunciado más preciso de esta contradicción lenguaje/Realidad; ellos sostienen también tanto su formulación de las paradojas de Zenón o Heráclito como sus otros estudios filosóficos; y a estos análisis se adecua también un buen número de capítulos de sus obras lingüísticas (aunque su aportación diste mucho de reducirse a ellos). Articularemos, entonces, este comentario en torno a unos cuantos ensayos breves donde se encuentran ejemplarmente expuestos estos análisis, facilitando así su discusión. Quede después para el lector más curioso verificar si nuestras objeciones se extienden también al resto de la obra del filólogo zamorano.
3. Realidad/lenguaje o Semántica/gramática
Abandonemos, entonces, De Dios, y vayamos sobre uno de los artículos a los que en él se nos remite, las Tentativas...[5], ejemplar a estos efectos por su claridad y concisión. Allí, en efecto, aparece delineada la oposición semántica/gramática, reformulada luego como Realidad/lenguaje. La oposición como tal no se discute o analiza: tan apenas se modula mostrando que en algunos casos no es dicotómica, pero se parte del supuesto de que sí lo sería cuando de la  predicación se trata. I.e., la predicación sería “el acto asemántico por excelencia”, pues la operación o acto que se efectúa al decir -“pues predicación no es otra cosa que acción de decir o puesta en juego del mecanismo de la lengua”- desaparecería al nominalizarse, convirtiéndose en un semantema,  su sentido -“la operación que el acto de hablar realiza”. Como se mostró después en el primer volumen Del lenguaje, el sentido estaría depositado en la prosodia de la frase, en alguna de sus modalidades[6]. Por tanto, la oposición semántica/gramática se nos mostraría canónicamente en la dicotomía predicación (acción lingüística, sentido)/ significado.
¿Pero por qué la predicación sería como tal “asemántica”? En buena parte, creemos, porque la significación se haría consistir en la sola “identificación de un término del sistema léxico de la lengua con otro término” (Tentantivas..., p.42) y el vocabulario, a su vez, se entendería como un dominio ontológicamente exento. La predicación, considerada acaso como canon de las operaciones lingüísticas, se entendería ajena a la constitución del significado pues éste aparecería por “abstracción” a partir de aquélla, sin que García Calvo se extienda en explicaciones de esta operación abstractiva. De este modo, se cierran las Tentativas... con un aparente dilema que se ofrece ante nuestro autor y sus lectores, donde se evidencian ya sus opciones ontológicas: o “el contexto extralingüístico” está “lingüísticamente organizado” o no lo está, y es “algo no sabido ni ordenado”. Es decir, se resuelve la omnitudo rerum -de la que se separa el lenguaje- en “contexto extralingüístico” y se da a elegir entre una configuración lingüística (o bien semántica, o bien gramatical) y la ausencia de cualquier otra configuración.
Pese a la densidad argumental de este artículo, como la de tantos otros ensayos de García Calvo, se dan por resueltas sin discusión sus opciones fundamentales. Pues, como decíamos anteriormente, la cuestión no es si aceptamos o no la originalidad del  esquema frástico unimembre o si son ocho o diez sus modalidades (prosódicas) elementales. A la aceptación de estas tesis no va inevitablemente aparejado un compromiso con aquellas otras de García Calvo acerca de la significación o el mundo, como quizá él mismo da a entender.
4. Gramática y ontología
Acaso el nexo más sólido entre el análisis gramatical y la ontología (la tesis sobre la configuración lingüística del mundo) se encontraría en el argumento que nuestro autor nos ofrece en la discusión de las contradicciones presocráticas -zenonianas o heraclíteas-, y de éstas no se siguen las conclusiones que pretende García Calvo mas que si partimos de la dicotomía Semántica/gramática.
El análisis que García Calvo emprende de éstas es declaradamente gramatical, como se muestra con especial claridad -valga este ejemplo como cualquier otro de su obra- en una de las sesiones de discusión desarrolladas por los años setenta en la Universidad de Lila,  transcrita luego en sus Lecturas presocráticas[7]. Allí comenta, por ejemplo, el cuarto fragmento de Zenón atendiendo a “la implicación física de la aporía con la evidencia gramatical”:
Lo que se mueve no se mueve ni en el lugar donde está ni en el lugar donde no está (ni allí donde se encuentra ni allá donde no se encuentra).
García Calvo ensaya una interpretación a partir del enunciado “el móvil, no se mueve”. “El móvil”, indica, sería el sujeto o thêma y “no se mueve” el predicado o érgon. De acuerdo con el análisis expuesto en las Tentativas..., “el móvil” se referiría a un elemento del vocabulario de nuestra lengua, mientras que el predicado -la acción verbal- tendría su sentido expreso en la correspondiente modalidad frástica (de la que aquí nuestro autor no se ocupa). Le basta con la constatación de que el sujeto sería el término inactivo (el ser, dice, o ente semántico) y por tanto netamente distinto del predicado, término activo, cuya acción no cabría referirla al “móvil” sin quebrar la estructura bimembre de la frase (sus dos bloques de simultaneidad): si se tomase la parte activa “no se mueve” para referirla a la parte pasiva “el móvil”, en ese momento aquélla dejaría de ser érgon pasando a ser thêma de una nueva frase. El sentido se transformaría en significado.
Aquí se mostraría “la contradicción entre la pretensión de que pasen cosas y la de que esas cosas tengan un nombre o estén constituidas como ideas” (p.129), que cabría parafrasear como la contradicción entre que el mundo tenga una configuración semántica (que se supone inmutable) y que en él se den acciones (verbales).
Es decir, que García Calvo impugna la primera de las opciones del dilema con el que cerraba sus Tentativas... atendiendo a la oposición anteriormente formulada entre semántica y gramática: pese a que lo conocemos a través de nuestro vocabulario, el mundo no puede estar configurado semánticamente, pues la propia acción del lenguaje nos mostraría que esa configuración es contradictoria: no habría ideas en el mundo en el que se habla, donde se actúa -como, en rigor, no habría acción en el mundo del que se habla.
Mas, como decíamos antes, debe advertirse que esta interpretación de la disyuntiva es  consecuencia (y no causa) de la oposición anterior entre semántica y gramática, sobre la que nada se nos dice aquí tampoco. García Calvo asume que la realidad está semánticamente configurada por la sencilla razón de que la realidad sería tan sólo el vocabulario de cada lengua. Ahora bien, como nuestro autor entiende, por obra de la dialéctica, que el vocabulario no agota lo que hay en el mundo, aquello que no es vocabulario sería... gramática. Por tanto, todo ello se nos debe mostrar en el discurso, de modo que nos encontraremos reformulada la dicotomía en la estructura de la frase: el sujeto sería la semántica, y el predicado, la acción gramatical.
Advirtámoslo, si la lectura gramatical de la paradoja zenoniana tenía sentido físico era porque previamente se había supuesto que la física (la Realidad) no es más que el vocabulario (griego o castellano), y el movimiento era, a su vez, el propio decurso de la acción lingüística. Si García Calvo pudo resolver el dilema con el que cerraba sus Tentativas... era porque sencillamente parte del postulado de que todo –la Realidad y lo que no lo es, si cupiese totalizarlo- es lenguaje.
5. El gramático y el oráculo
Con todo ello no estamos diciendo que García Calvo pida el principio en su argumento. Más bien es que lo ignora, no se preocupa de explicar qué se quiere decir con que todo es lenguaje, concentrándose, en cambio, en el análisis gramatical donde ya está supuesto lo que debiera demostrarse. Toda objeción contra estos análisis es inútil, puesto que los argumentos que se puedan ofrecer en contra incluirán, con toda probabilidad, oraciones bimembres como las que acabamos de considerar, i.e., se referirán a la Realidad, y serán, por tanto, falsos.
Pero ello es a costa de reducir  cualquier argumento, y por extensión la realidad toda, a la oposición thêma/érgon: el contenido del argumento, o las cosas mismas, serían semántica, y su lógica, cualquiera que fuese, sería gramatical. Pero entendemos que ello no basta para dar cuenta críticamente de construcción alguna. Si García Calvo lo consigue es a costa de despreciar como insignificante o trivial extensísimos episodios de la Ciencia o el Estado: átomos, elementos químicos, células, organismos, especies, fratrías, monarquías, democracias.... todo esto serían nombres, semántica, y por tanto falsos; respecto a la organización del átomo, de cualquier elemento químico, de las células..., se dirá que su única lógica es gramatical. Pues lo que hay es lenguaje, y ese es el postulado del que, para García Calvo, se debe partir.
Muchos pensarán, desde luego, que no es ésta una tesis postulatoria, puesto que no son pocos sus defensores en este siglo -para unos, algún Wittgenstein, para otros, Whorf, etc.. Pero advirtamos que no cabe yuxtaponer los argumentos de ninguno de éstos a los de García Calvo, pues la sabiduría de nuestro autor se nos ofrece en contra de filósofos y científicos, incluidos aquellos que quisieron probar tesis análogas.  Al hacerlo, habrían reducido el lenguaje a una idea de sí mismo, da igual si científica o filosófica, pues lo cierto es que ya no sería el mismo que se expresa por boca de nuestro Heráclito[8].
La ausencia de otros argumentos que no sean los gramaticales para justificar ese desprecio engendra, creemos, la apariencia oracular de sus mensajes. Pues García Calvo no sería un filósofo, cosa que él mismo asume, pero tampoco será sólo un buen gramático: García Calvo es, en los más de sus escritos e intervenciones, un oráculo. Adviértase, sin embargo, que ésta no es una calificación intrínsecamente despectiva: la sabiduría gnómica u oracular ha acompañado secularmente a la filosofía, fundiéndose con ella con relativa frecuencia, pero no por ello debe menos el filósofo debelarla.
6. La absorción del mundo en el lenguaje
Quizá  se entienda mejor esta objeción si consideramos uno de los ensayos donde García Calvo más se aproxima al género de discusiones que consideramos filosóficas, que curiosamente es uno de los más antiguos publicados : “Estalín acerca del lenguaje” (datado entre 1958 y 1969) [9], donde discute la conocida refutación de las ideas de Marr sobre el lenguaje que Stalin efectuó en los años cincuenta. Dos son los aspectos que nos interesan de este ensayo: por una parte, es uno de los pocos en los que García Calvo da cuenta celosamente de las alternativas que discute en los propios términos en que están expuestas; por otra parte, y acaso tenga que ver con lo anterior, no introduce el análisis gramatical que aquí hemos ejemplificado, pero sí apela a la oposición más general thêma/érgon.
En efecto, tras una pulcra exposición comentada de la dicotomía, García Calvo pretende disolver en sus mismos fundamentos la distinción marxista base/superestructura:
[I]nsinuamos que todo medio de producción es a su vez lingüístico en tal sentido, que toda producción artificial o humana constituye una reflexión lingüística, que el homo faber es idéntico con el homo loquens. (p.36)
El alcance de este insinuación se desarrolla en cuatro cláusulas, de las que destacamos la última:
Como lengua en sentido sosiriano, como sistema de signos total, vigente, organiza y sistematiza todo, la sociedad usuaria del sistema y el mundo pretendidamente exterior, pero que en realidad le pertenece; y es así como igualmente da su ser a lo que no lo tiene, ya que el supuesto mundo exterior a la organización y al sistema no puede tener más ser que el de un mero flatus uocis, y en modo alguno se puede reconocer como siendo realmente algo aquello que se proclama al mismo tiempo incognoscible por definición. (p.37)
De la constatación de cómo la lengua media en el desarrollo de otras operaciones humanas (“como código de comunicación”), coadyuvando a su ejecución en un sentido que desbordaría con mucho la teoría epistemológica del reflejo defendida por el materialismo dialéctico soviético, García Calvo pasa a postular él mismo un Diamat invertido: en él los contenidos de la conciencia no reflejarían la dialéctica de los acontecimientos del mundo, sino que el mundo se resolvería por “abstracción” (p.38) en una imagen especular de los conflictos dialécticos de la lengua. Pero así como el Diamat -cuyas opciones, advirtámoslo, en absoluto asumimos- se forjó como una opción filosófica en minuciosa disputa con otras tantas epistemologías de los siglos XIX y XX, las tesis de García Calvo se nos ofrecen postulatoriamente apelando a su presunta evidencia (“se proclaman”), aunque, en realidad, no sean menos deudoras de otras tantas lecturas filosóficas por más que éstas no se citen.
El interés de estos pasajes se encuentra, por tanto, en mostrar cómo un García Calvo disminuido de registros oraculares y más cercano a los argumentos ajenos, obtiene conclusiones análogas a las de su obra ulterior sin mediar digresión gramatical alguna. Basta con postular la absorción de la omnitudo rerum en la lengua, declarando el resto incognoscible para borrar la distinción marxiana o cualquier otra que se oponga. 
7. La absorción del lenguaje en el mundo
Pero esto tiene un grave inconveniente que habrán apreciado sin duda muchos lectores de García Calvo, incluidos los más tempranos. Absorber el mundo del que hablamos en la lengua obliga a dar cuenta con ésta de todos sus fenómenos, obligando al gramático a ingeniar explicaciones tan artificiosas como traicioneras. Si volvemos al capítulo del De Dios, que comentábamos al principio, nos encontraremos con un buen ejemplo en sus disquisiciones sobre la aritmética y la geometría -desarrolladas desmedidamente antes en su monumental Contra el tiempo[10].
Allí se nos ofrece, entre otras cosas, una genealogía gramatical de los números: originalmente habrían sido una clase de cuantificadores, sin contenido semántico, que se habrían “cosificado” -i.e., se habrían convertido en parte de la Realidad, ajena a la gramática- al desarrollarse los cálculos matemáticos “al servicio de la Ciencia” (p.239). Los ejemplos que García Calvo menciona, sin desarrollarlos, son particularmente complicados (el cálculo infinitesimal, la geometría algebraica), pero indica también uno mucho más simple y no menos interesante que aquí vamos a comentar: la invención del cero en la escritura aritmética, al elevarse a significado la notación del lugar donde no hay cifra alguna (p.245).
Lo que en De Dios no es más que una indicación lapidaria se encuentra desarrollado mucho antes en un opúsculo suyo no demasiado conocido, De los números[11]. En un breve excurso sobre la condición gramatical del número (pp.118-ss), se nos explica cómo operarían a partir de su aparición en enunciados tales como “Los convidados son 13”: no añadirían notas a la comprensión del sujeto, pero tampoco serían un elemento semántico intercambiable con él -pues “los convidados” no querría decir “13”. Al decir “los convidados son 13” se constataría “la correspondencia entre las sucesivas veces de aplicación del concepto ‘convidado’ a ellos y el tramo de la serie de los índices numéricos que termina con el 13” (p.119). Esta sería una serie ordinal, una escala de índices destinada a definir la extensión de los conceptos, común a todas las lenguas “que participen de números propiamente dichos” (p.122).
Por tanto, sería “un mero abuso terminológico tomar ‘0’ como un número y, al hacerlo así, según las ideas de los que tal hacen, considerarlo como un objeto conceptualmente definido” (p.129), pues como signo indicaría solamente que “no hay”. No podría referirse a cosa alguna “pues para ello tendría que haber un concepto al que esa cosa perteneciera, y ese concepto sería el de ‘lo que no hay’”, que no sería un concepto pues la auténtica negación, en la gramática de García Calvo, no podría servir para definir positivamente (por exclusión) un concepto -a riesgo de positivizar o dar contenido semántico a predicaciones unimembres en las que ésta interviene.
Convendría primeramente examinar el fundamento de la distinción entre ordinalidad y cardinalidad. Pues García Calvo no pretende que la cardinalidad surja del solo paso del término 13 a sujeto de una frase bimembre. Opera más bien in medias res a partir de formulaciones ya de apariencia aritmética como a+a=2a, que él propio García Calvo se cuida de reinterpretar: ni ‘a’ sería una constante algebraica, ni ‘+’ la adición aritmética, ni ‘2’ miembro alguno de un conjunto numérico. Las dos menciones de ‘a’ serían el contenido de dos bloques de simultaneidad entre los que el signo ‘+’ haría las veces de coma mientras que ‘=‘ operaría como el “eje o corte de las predicaciones de tipo S-P”. Finalmente, ‘2a’ sería un tercer bloque de simultaneidad en el que ‘2’ no sería un índice numeral del tipo de los anteriormente descritos, sino un cardinal in fieri:
Se ha sacado la cuenta, no ciertamente de las ‘aes’, sino de las veces del único y mismo ‘a’. Es entonces cuando, al aparecer la idea ‘dos veces ‘a’’ aparece por primera vez el número cardinal 2. (p.30)
García Calvo no se arredra ante el caso “a+b=2x”, donde ‘x’ sería el resultado de contar “las veces de aplicación de una misma nota  (que en ello se reconoce como la misma) a situaciones diferentes” (p.49). Es decir, se evacuarían los contenidos algebraicos o aritméticos de la fórmula para proceder a su análisis gramatical según el esquema anteriormente esbozado: de una secuencia ordinal de signos -actos de producción- asemánticos se pasaría predicativamente a una ideación de la misma.
Encontramos aquí no una extensión infundada del análisis gramatical de nuestro autor, cuanto una expresión más de su misma estrategia analítica. Pues lo esencial tanto en el caso lingüístico ordinario como en este otro, de apariencia matemática, es que desde un dominio que se dice falto de configuración semántica se obtiene -apelando a la “abstracción” cual deus ex machina- la Realidad como producto lingüístico. Y así como en el ejemplo lingüístico “Hay ladridos” se nos pide que desconectemos “ladridos” de cualquier experiencia (semántica) del mundo del  que se habla para interpretarlo de acuerdo a la melodía que expresaría su sentido (que no el ladrido del perro), en el caso de “a+a” debiéramos evitar nuestra experiencia aritmética para atenernos a la noción formal de bloque de simultaneidad (vez). Pero, puestos a suspender el juicio, a ignorar lo que sabemos, ¿por qué debiéramos interpretar ‘=’ como marca predicativa y no como una nueva interrupción del decurso melódico? ¿Y por qué no luego ‘2a’ como dos nuevos elementos rítmicos, puesto que su yuxtaposición es meramente visual y en el decurso verbal aparecen como tales? ¿Por qué, en fin, ajustar esta fórmula a la estructura frástica que García Calvo nos propone, si no es para poder obtener la fórmula de la frase? Más bien diríamos que con la “abstracción” se reintroduce simplemente aquello de lo que ya se partía aparentando que antes no estaba.
8. La oscuridad del lenguaje sin el mundo
Cabría, por otra parte, preguntar (sin encontrar respuesta en el De los números o luego en Contra el tiempo) qué más nos aporta la Gramática así entendida en el análisis de las construcciones matemáticas. ¿Cómo opera, por ejemplo, la razón común para obtener una estructura de grupo en un conjunto numérico a partir también de la operación adición/abstracción? No se sabe muy bien si acaso éstas serían ya minucias semánticas (Ciencia/Teología) de las que García Calvo no tendría por qué ocuparse.
A este respecto ilustremos, finalmente, el caso del 0 al que antes nos referíamos. Ello nos obliga a dejar la obra del Heráclito zamorano, pero, por fortuna, contamos en nuestra lengua con un magnífico estudio que será sin duda conocido por los lectores de Archipiélago: el ensayo de Emmánuel Lizcano Imaginario colectivo y creación matemática.[12]
Entre los muchos análisis de interés que incluye, se cuenta un estudio sobre la aparición del cero en la resolución de ciertos sistemas de ecuaciones en la matemática china, tal como se documenta en textos datados alrededor de los primeros siglos de nuestra era. Sumariamente, diremos que los sistemas de ecuaciones se planteaban disponiendo en forma matricial palillos sobre una superficie -como, por ejemplo, un tapiz- representando, según un sistema decimal y posicional, lo que serían hoy los coeficientes de las incógnitas. A partir de esta disposición, los textos recogen ciertas reglas de manipulación de los palillos que conducen a la resolución de las ecuaciones prefigurando el que muchos siglos después sería el denominado método de Gauss. Pues bien, uno de los aspectos más notables (y no el que más) de este método era que suponía operar con el cero, número para el que no se disponía de representación con los palillos. El cero aparecía en el curso de las manipulaciones al desaparecer todos los palillos de una posición quedando vacía. Por abreviar el sutil y fecundo análisis de Lizcano, el wu con el que se refieren al cero algunos de los comentaristas del método plantea singulares dificultades de traducción: “es una partícula negativa que puede traducirse por ‘no’, ‘sin’, ‘no haber’, ‘no tener’, o por los sufijos privativos/negativos ‘a-’, ‘in-’,... (así wu jiang significa ‘i-limitado’)” (p.90).
Lo que nos importa aquí no es tanto la discusión filológica de si se ha semantizado una partícula que antes carecía de significado, o si en el uso común wu es aquí intercambiable por ‘hueco’ o ‘vacío’. Lo que importa es que la referencia a ese hueco o vacío no tendría valor matemático alguno por sí mismo y, de hecho, muchos intérpretes dudan de que el hueco sea como tal un cero aritmético. Pero, sin embargo, y éste es uno de los hallazgos de Lizcano, es obligado interpretarlo así si atendemos a cómo queda determinado este hueco por las propias reglas de representación y manipulación con palillos, y no ya por la estructura frástica de su formulación.[13]
Dicho de otro modo, la semantización de esa partícula sería indisociable de su uso en unos contextos operatorios (por lo demás, tan cotidianos en China como alejados de lo que entendemos por Ciencia o Razón común) que son los que dotan  al wu de contenido matemático. Contextos operatorios en los que media, desde luego, la formulación verbal de unas reglas que rigen las operaciones con los palillos, pero -y aquí está el desafío- ¿cuál sería su contenido matemático si las tomásemos una a una y analizásemos la semántica de sus términos, desentendiéndonos de lo que efectivamente se hace con los palillos?
Cualquiera que enfrente el problema con un mínimo de rigor (y para “no hacer trampa” lo mejor sería partir de una traducción donde las reglas aparezcan tan perfectamente polisémicas como son en chino, y sin la formulación algebraica occidental al lado [14]), verá cómo un análisis como el que García Calvo nos propone del cero no va más allá de un mero comentario de la etimología de ‘cero’ interpretada en las coordenadas de su dicotomía Realidad/lenguaje, en el que la enorme complejidad de la historia de la cifra se desprecia por insignificante. Si esto es así con el 0 -y discúlpesenos que huyamos de la prolijidad del comentario-, ¿qué decir del resto de cábalas matemáticas que llenan De los números o Contra el tiempo?
9. Final
¿Qué hemos querido probar con todo esto? Más que probar, hemos intentado ilustrar cuál es el núcleo gramatical en el que se apoyan los análisis de García Calvo (la oposición de la Realidad al lenguaje), y mostrar, por una parte, que los argumentos de García Calvo dimanan de uno que tan apenas se justifica –aunque muchos estén dispuestos a aceptarlo: todo es lenguaje. Por otra parte, hemos querido apuntar cómo, aun en el caso de aceptar sus tesis gramaticales, es muy poco lo que con ellas podemos saber del mundo, a menos que vayamos diluyendo el mundo en la gramática, en lo cual perdemos algo más que un residuo. En la medida en que este artículo es del todo inconmensurable en su extensión con el conjunto de la obra de García Calvo, no puede ser concluyente, pero, como ya dijimos, tampoco lo pretendíamos.
Quizá alguien haya echado en falta la consideración de la obra política de García Calvo, la más conocida para muchos de sus lectores. Habrá incluso quien afirme que, obviando ésta, no podremos entender nada sobre lo que García Calvo quiere decirnos. Nuestra posición es justamente la inversa: lo poco que se puede entender de su obra política es precisamente aquello que dimana de lo que aquí se ha expuesto. El resto es más bien un centón, declamado muy solemnemente, cuyo éxito radica en que por su propia indeterminación semántica, cada cual podrá interpretarlo como su razón le dé a entender –eso sí, convencido siempre de estar en una verdad común.
Es posible  que muchos juzguen este artículo a partir de este último párrafo, pero puede también que otros tantos acaben compartiéndolo después de leerlo. Como dijo el Oscuro, ajuste inaparente, mejor que el aparente.



[1] En el espíritu del conocido fragmento de Heráclito: “Que para los que están despiertos hay un mundo u ordenación único y común, mientras que de los que están durmiendo cada uno se desvía a uno privado y propio suyo” (fragmento 89 de la edición Diels-Kranz, y quinto de la del propio García Calvo, Razón Común. Lecturas Presocráticas II, Lucina, Madrid, 1985)
[2] "Tras frecuentarle [a García Calvo] los filósofos modernos parecen histriones o alucinados; su prosa puede llegar a ser un veneno paralizador, pues cabe la tentación de suspender el propio pensamiento y esperar a que él piense nuestros temas o dé forma a nuestras angustias." (F. Savater, "El pensamiento negativo: del vacío a los mitos", artículo recogido por M.A.Quintanilla en la primera edición de su Diccionario de Filosofía contemporánea, Sígueme, Salamanca, 1979)
[3] De Dios, Lucina, Zamora, 1996
[4] “Pues yo, mientras no se me refiera a algún puesto, cargo, sector o fechas de la Realidad ni se me fije por lo menos en una etiqueta de Nombre Propio o Número de Identificación,
                mientras no sea más que el que esté hablando y diga acaso ‘Yo’, ‘me’, ‘voy, ‘pienso’,
                no soy ciertamente nadie determinado,
                no soy una persona o cosa de la Realidad,
                y, por mucho que sea yo la Primera Persona Gramatical, en modo alguno se puede pretender que exista.” (De Dios, p.253)
[5] “Tentativas para precisar la imprecisión del uso de los términos significación, denotación y sentido, metalingüístico y abstracto, pragmático y modal”,  Revista Española de Lingüística 2, 1972, pp.145-67. Reeditado después en Hablando de lo que habla. Estudios de lenguaje, Lucina, Zamora, 1989, pp.33-56, por donde citamos.
[6] Del lenguaje, Lucina, Madrid, 1979, en particular del capítulo III en adelante. La cuestión de la sintaxis de la frase está ampliamente estudiada después en De la construcción (Del lenguaje II), Madrid, Lucina, 1983.
[7] “De una sesión en la Universidad de Lila”, en Lecturas presocráticas, Lucina, Madrid, 1981, pp.168-182.
[8] Sobre este particular, cf. la voz “Lenguaje” redactada por García Calvo para la Terminología científico-social (Anthropos, Barcelona, 1988) editada por R.Reyes y recogido luego en el ya citado Hablando de lo que habla. Por ejemplo, “Así es que se pueden hacer con el lenguaje una de dos: o bien se le toma como una cosa entre las cosas, y en este caso, diversas disciplinas, más o menos científicas se ocupan de él (...) o bien se deja que él recoja (en grabación, en escritura, en la memoria) un tramo de lo que él mismo ha producido, y examinándolo, trate en primer lugar de tomar conciencia de los elementos, discontinuos y abstractos, que lo forman y de sus relaciones en la sucesión (...)”
[9] Publicado en Lalia. Ensayos de estudio lingüístico de la sociedad, Siglo XXI, Madrid, 1973, pp.23-38.
[10] Véase, por ejemplo, el “Ataque 13” incluido en Contra el tiempo, Lucina, Zamora, 1993,
[11] De los números, La Gaya Ciencia, Barcelona, 1976.
[12] E.Lizcano, Imaginario colectivo y creación matemática. La construcción social del número, el espacio y lo imposible en China y en Grecia,Gedisa-UAM, Barcelona, 1993.
[13] Dice Lizcano: “Lo que define al cero-wu no es su ser o su no-ser, sino su relación, el modo singular en que opera sobre otros números/nombres. Concretamente, lo que hoy llamaríamos su función de elemento neutro del grupo aditivo de los enteros {Z,+}, si por tal entendemos el conjunto de los números/nombres zheng, los fu y wu, dotados de la operación adición sustracción.” (Op.cit., p.105) Pero para descubrirlo, debe desarrollarse un análisis de las operaciones con los palillos y el tapiz tal como Lizcano nos lo propone en el capítulo II de su ensayo.
[14] A partir de la sola formulación que ofrecemos (la traducción que nos ofrece Lizcano), sin conocimiento de la disposición de los palillos sobre el tapiz, etc., øquién podrá deducir que se trata de reglas que determinan una estructura algebraica? Así, pruébense a interpretar las siguientes reglas sobre la adición: (1ª), “Los [palillos] de nombres diferentes se contraen mutuamente”; (2ª), “Los [palillos] del mismo nombre se acrecientan mutuamente”; (3ª), ”Si un [palillo] positivo no tiene a qué enfrentarse (wu ru) se positiviza”; (4ª), “Si un [palillo] negativo no tiene a qué enfrentarse (wu ru)  se negativiza”. La solución en Lizcano, op.cit., p.88.

{Inédito, 1998}

15/4/09

Partha Dasgupta, An Inquiry into Well-Being and Destitution, Oxford & N.York, Clarendon Press & Oxford U.P., 1993

El Ensayo sobre el bienestar y la pobreza extrema de Partha Dasgupta, Frank Ramsey professor of economics de la Universidad de Cambridge y especialista consagrado en economía del desarrollo, no ha conocido demasiado eco en nuestros medios filosóficos, pese a los cinco años transcurridos desde su edición original (a la que antecedieron un buen número de artículos y escritos que en él cristalizan, como después seguirían otros). Aun cuando ya no sea una novedad en sentido estricto, su importancia bien merece una recensión en este monográfico de Isegoría.

La presente obra de Partha Dasgupta constituye, en efecto, una aportación de notable originalidad a las doctrinas actualmente vigentes sobre el desarrollo económico, respecto a las cuales nos ofrece, muy elaborada, una teoría alternativa sobre el análisis de la distribución de recursos entre unidades domésticas (households). Mas su originalidad no la apreciará sólo el experto en la materia, que acaso haya sido el primer sorprendido con su lectura: la teoría se formula con objeto de evaluar los posibles planes de desarrollo económico aplicables por el Estado en países subdesarrollados y, con ese propósito, la obra se inicia con una discusión, que ocupa toda su primera parte -131 pp.-, sobre los fundamentos éticos que cabe atribuir, en general, a la intervención del Estado en la economía, abordada Dasgupta en clave del contractualismo contemporáneo.

Pero tales criterios de evaluación no se extraen “deductivamente” de las doctrinas de Rawls o sus epígonos, ya que en su discusión desempeñan, a su vez, un papel principal tanto conceptos tomados de la misma economía del desarrollo, como la casuística considerada para su aplicación, todo lo cual viene a modularlas decisivamente. Así, el concepto de necesidades básicas (basic needs), desarrollado por economistas de su especialidad desde mediados de este siglo, le sirve a Dasgupta como eje para establecer su idea de libertad y su formulación contractual: se trata de definir aquellas necesidades (nutritivas, sanitarias, educativas...) cuya satisfacción es imprescindible aun tan solo para poder aspirar a obtener los propios fines, y sería por ello tema central del contrato, pese a su ausencia en tantas otras formulaciones del mismo. Pero tan importante como este concepto de necesidad es el rico y abundante material empírico en el que Dasgupta se apoya para construir su definición, como es la literatura médica, etnológica etc. acerca de la pobreza extrema en países como la India o los del África subsahariana. Sin estos conceptos y evidencias sería, en efecto, imposible una evaluación efectiva de los programas de desarrollo propuestos para estas regiones, y es en estas labores donde, para Dasgupta, ha de ejercitarse la auténtica filosofía moral y política, aun cuando ello suponga la reinterpretación, si no el abandono, de muchos de sus argumentos -el capítulo trece, sobre dilemas morales de natalidad, es a estos respectos ejemplar-.

No menos afectada resulta la propia doctrina actualmente vigente en las cátedras de esta disciplina económica -adecuadamente expuesta en toda la parte segunda del ensayo-, pues nuestro autor se apoya tanto en la argumentación filosófica anterior, como en su misma inadecuación empírica, para mostrar la conveniencia de reconstruirla, si es que se han de obtener de ella mejores criterios sobre la distribución gubernamental de recursos en países como los antes apuntados. Ello le exige volver sobre los mismos fundamentos de la teoría, para integrar en ellos la evaluación de aquellas necesidades que debieran satisfacerse para optimizar el aprovechamiento de dichas políticas de desarrollo. La sombra del marxismo no deja aquí de advertirse, y no solo por el funesto papel que, para el autor, desempeñó el industrialismo soviético en el subdesarrollo de muchos países del hemisferio sur, sino por la divergencia que se aprecia en las mismas fuentes de su análisis: si las pautas de producción y consumo del proletariado fabril eran la norma respecto a la cual debía conducirse la revolución soviética, para Dasgupta son los desposeídos de África y Asia, sus necesidades alimentarias, médicas y educativas, el punto de partida tanto del estudio como de la ulterior acción gubernamental.

Determinar positivamente estas necesidades se convierte, por consiguiente, en motivo central de la obra, tanto como la formulación de una teoría económica alternativa sobre el desarrollo a partir de éstas, y a ello se dedican las dos últimas partes de la obra -tercera y cuarta, 325 pp.-. Y la mayor innovación aquí, dejando aparte la maestría de Dasgupta en la disposición de los cálculos, se encuentra, a nuestro entender, en la modulación del materialismo cultural (la escuela etnológica asociada mayoritariamente al nombre de Marvin Harris) efectuada por el autor con objeto de establecer tales necesidades. Siendo, obviamente, la nutrición una de las más elementales, no es extraño que Dasgupta recurra al análisis calórico como clave para su estudio en dichas regiones, pero es también consciente (y aquí es donde supera la perspectiva etnológica) de que sanidad o educación, -entendidas con arreglo a cánones no por europeos (la escuela, el hospital) menos universales- son igualmente factores decisivos en la consecución del desarrollo económico. La elaboración de índices con arreglo a los cuales conjugar su evaluación ofrece notables dificultades que nuestro autor resuelve con audacia. Y una consecuencia, no menor, creemos, es la superación del relativismo cultural, tan frecuente en este género de análisis.

Dasgupta llega, por fin, a ofrecer, en los dos últimos capítulos de la obra los fundamentos de una política de reforma agrícola como eje del desarrollo económico en países como los anteriormente mencionados, mostrando como, mediante la provisión de infraestructuras adecuadas, la intensificación de la explotación agrícola familiar proveería incluso recursos para financiar el acceso a la tierra, política que se complementaría además con programas alimentarios, médicos y educativos, con notables efectos, entre otros, sobre la natalidad o la vertebración de las distintas comunidades implicadas en su desarrollo. Todo ello apoyado, además, sobre una numerosas experiencias parciales anteriores a modo de indicio de su viabilidad.

El alcance de su obra, a la vista de su conclusión, es en verdad imponente. Como término de comparación y muestra de ello, cabría mencionar la intersección de ética y economía que obtiene Philippe van Parijs con sus ensayos sobre el denominado salario universal garantizado (basic income): partiendo de un concepto de libertad en muchos aspectos análogo al de Dasgupta -libertad real, y no sólo formal, de poder hacer lo que se desea-, van Parijs ensaya una defensa ética (libertaria) de un política de redistribución de recursos en el contexto de los actuales Estados del bienestar europeos, consistente en ofrecer incondicionalmente a cada cual en metálico, y no en forma de servicios, su cuota en el reparto. La formulación de la propuesta (como las misma doctrina económica en la que se inspira, el negative income tax de Friedman) atenta contra la más elemental sindéresis política (originariamente se pedía, la supresión de la seguridad social, apoyándose en un somero estudio sobre curvas de Laffer); su expansión universal, como ha llegado a proponerse, más allá del área donde el Estado del Bienestar efectivamente existe, no puede resultar menos ridícula. La lectura de las propuestas de Dasgupta es, en cambio, un ejemplo de rigor, tanto por la documentación de las propuestas como por la mesura y tino tanto de su formulación como en la elección del dominio en el que se sugiere aplicarlas.

La mayor objeción que se nos ocurre sobre este ensayo, es si acaso Dasgupta no disociará excesivamente la marcha general de la economía de un país del área de intervención del Estado que él propone, como si ambos operasen disociados, y no se diesen en aquélla factores que obran contra la ejecución de planes de desarrollo tales como el que esboza en su obra. Apelar a la cogencia de los argumentos contractuales no quiere decir, al cabo, que estos tengan efecto económico por sí solos.

{Enero 1998}
{Isegoría 18 (1998), pp.242-44}
D.Bloor, Conocimiento e imaginario social, Barcelona, Gedisa, 1998. Versión española de la segunda edición inglesa a cargo de E.Lizcano y R.Blanco. Incluye un nuevo prólogo del autor y presentación a cargo de ambos autores.

“Pese a los ríos de tinta que este libro ha provocado, no acaba de entenderse que siga sin publicarse en castellano”. Así opinaba, en 1993, uno de nuestros más sobresalientes sociólogos de la ciencia , y cinco años después nos ofrece, junto a otro no menos notable -Rubén Blanco-, una versión de la segunda edición de Knowledge and Social Imaginery, acompañada de una presentación de la obra, una bibliografía de Bloor, y un prólogo redactado para la ocasión por el propio autor. Emmánuel Lizcano tenía toda la razón: como otros han mostrado ya, cabría reconstruir polémicamente el desarrollo de la sociología de la ciencia de estos últimos veinte años atendiendo a las opciones de cada escuela respecto a las tesis de Bloor . Si disponíamos ya de traducciones de Latour, Woolgar, etc., ¿cómo explicar la ausencia de Bloor?

La ausencia de esta traducción no quiere decir, sin embargo, que los sociólogos de la ciencia de lengua española hayan permanecido ajenos al debate que, desde su edición original en 1976, ha provocado la obra. Basta con recordar las contribuciones del propio Rubén Blanco y, por lo demás, el nombre de Bloor aparece de ordinario en el programa de cualquier sociología del conocimiento que se imparta en nuestro país. Por tanto, la aparición de esta versión española es más un indicio de la normalización académica de la disciplina que una novedad en sentido estricto. Lo será, si acaso, de ahora en adelante, para los muchos estudiantes y estudiosos que podrán beneficiarse de la lectura de la obra en su propia lengua. Y por ello es de esperar también que nos traiga nuevas y fructíferas discusiones, pues su contenido polémico está aún lejos de agotarse. Incluso sería deseable que los sociólogos en general, y no ya sólo los especialistas en la materia, se incorporasen a ellas, pues a los argumentos de Bloor no pueden sentirse ajenos, como si de Popper o Lakatos se tratase.

Como muchos ya sabrán, Conocimiento e imaginario social comprende una parte característicamente teórica, sus tres primeros capítulos, donde aparece delineado el programa fuerte de la Sciences Studies Unit de la Universidad de Edimburgo, que se acompaña con una cuidadosa consideración de posibles objeciones epistemológicas y sus correspondientes respuestas. Allí se podrá encontrar el discutidísimo dictum de Bloor acerca de las condiciones que distinguen a la sociología del conocimiento como ciencia –causalidad, imparcialidad, simetría y reflexividad-. A estos tres capítulos les sigue un cuarto donde se invierte la perspectiva argumental: al análisis filosófico de la sociología de la ciencia se suma ahora un análisis sociológico de la misma epistemología y, en particular, de la disputa entre Popper y Kuhn que se desarrolló entre los años sesenta y setenta. Los tres capítulos restantes vienen a ser una prueba de existencia del programa fuerte, i.e., una demostración de su efectividad al aplicarse al análisis de la más distante de las ciencias, la matemática. La conclusión de 1976 se extiende con el epílogo de la segunda edición (1991), donde Bloor añadía seis breves notas sobre otros tantos ataques a la obra y una nueva conclusión. Si a esto le añadimos las ya mencionadas novedades de la edición española –nuevos prólogos de Bloor y Lizcano y Blanco- y unos completos índices temático y onomástico, no será de extrañar que su lectura dé ocasión a nuevas reflexiones en español sobre la sociología de la ciencia y sobre la sociología en general -no cabe dejar de apuntar el interés que para el sociólogo dedicado a la estadística tendrán el análisis de los tres capítulos matemáticos de la obra.

Pues bien, aunque sea solamente por dar un pretexto para este debate, propondremos una tesis: la obra de Bloor es la obra de un filósofo. Esta es, obviamente, una tesis trivial si atendemos a la formación del propio Bloor o a su situación laboral cuando redactaba este ensayo (reader in the philosophy of science), pero no lo es tanto si consideramos sus mismos argumentos. En su reseña de la segunda edición, Rubén Blanco nos advertía de que la crítica que en ellos se contiene “iba dirigida hacia los filósofos de la ciencia, en un intento de descubrir sus estrategias (cognitivas) de control, dominación y mediación del fenómeno científico” . Por contra, nuestra tesis es que si Bloor se convirtió en el debelador sociológico de la filosofía de la ciencia, fue a costa de convertir a la sociología de la ciencia en filosofía.

Los fundamentos de esta interpretación no son nada novedosos, pues no es un secreto que Bloor le debe mucho a las obras de Mary Hesse, y en particular a su The Structure of Scientific Inference. (de 1974). En efecto, Bloor toma de ésta una de sus tesis principales, el finitismo , según la cual sería imposible predecir la evolución semántica de un concepto aprendido por ostensión. De acuerdo con Hesse y la tradición filosófica que se inicia en este siglo con el círculo de Viena, las ciencias serían conjuntos de proposiciones cuya verdad radicaría en el contenido de los conceptos que éstas contienen (bien porque fuesen reducibles a evidencias empíricas, bien porque cupiese una interpretación del conjunto mediante modelos, etc.). Por tanto, era indispensable disponer de una idea de lenguaje y, en particular, de una teoría sobre su aprendizaje. El modelo de Hesse, en deuda con el segundo Wittgenstein, sugería que el niño adquiría el vocabulario por ostensión. Por tanto, el significado de un concepto no estaba nunca plenamente determinado por el mundo al que se refería, puesto que siempre cabía incorporar a él deícticamente nuevos elementos que mantuviesen alguna semejanza -considerada pertinente- con los anteriores.

El finitismo, en la definición de Hesse, consistía en restringir el alcance veritativo de los conceptos científicos (el dominio en el que podían ser verificados estadísticamente) a dominios finitos. A partir de esta definición, Bloor concluía que si el dominio era finito, la objetividad de los conceptos no radicaría en las cosas mismas -puesto que, ulteriormente, los conceptos siempre incorporarían otras. Tendría otro origen, y si no era la naturaleza, sólo podía ser la sociedad. Así, nos dice Bloor, la vis obligantis de la lógica sería la de cualquier otra norma moral y de este modo, también la de cualquier otra ciencia. Lo que el filósofo no quiere o no sabe ver en los conceptos científicos lo descubriría el sociólogo.

La sociología de la ciencia, en consecuencia, consistiría en una teoría sobre las fuentes de su autoridad, puesto que en ello encontraríamos la clave de su genealogía. Pero conviene advertir que Bloor no partía de un modelo sociológico positivo en el que apoyar esta teoría: Bloor se apoya en la obra del segundo Wittgenstein, donde, en su interpretación, se nos mostraría la verdad sobre las reglas sociales, las convenciones que articularían la significación y, por tanto, las mismas ciencias.

Pero ¿era Wittgenstein un científico? En la interpretación de Bloor, sí lo sería. Pero basta con hojear cualquier repertorio bibliográfico-como, por ejemplo, el de Frogia y McGuinnes- para advertir que, con idéntica evidencia textual, cabrían muchas otras interpretaciones, acaso demasiadas. En realidad, ¿por qué Wittgenstein antes que Durkheim? ¿Por qué Hesse? Quizá porque las cuestiones de las que Bloor se ocupa han sido filosóficas durante más de dos mil años, y difícilmente cabrá superarlo en dos generaciones de sociólogos: la tesis sobre el lenguaje de Bloor no difiere demasiado de la de Antístenes, contemporáneo de Sócrates; el dilema del alcance de las ciencias en un cosmos inagotable está ya en Kant, y tiene una discusión clásica en este siglo pasado en la conferencia que en 1872 pronunciase Emil du Bois-Reymond “Sobre los límites del conocimiento de la naturaleza”, que dio origen a la disputa sobre el agnosticismo que se extendió por Inglaterra y Alemania a finales del siglo pasado. Antístenes fue discípulo de Gorgias del mismo modo que du Bois-Reymond de Johannes M¸ller, luego no cabe pretender que el uno ignorase la gramática o el otro las ciencias. ¿Dónde estará entonces la diferencia entre la sociología y la filosofía? Así como la inercia de Newton acabó con el impetus, ¿será el finitismo de Bloor la resolución positiva del concepto de Hesse?

Por nuestra parte, lo dudamos, y no porque ignoremos la vocación científica de Bloor, reiterada nuevamente en el prólogo de la edición española este mismo año. Más bien, creemos que la disputa entre el sociólogo y el filósofo de la ciencia es constitutiva, en la medida en que aquél explora nuevamente las vías que aquél lleva recorriendo, sin agotarlas, a lo largo de siglos. Precisamente por ello, porque el ideal de la disolución de la filosofía en una ciencia es tan viejo como la filosofía misma -y recordemos en nuestro siglo a Husserl-, entendemos que Bloor no ha sido sino uno más entre todos estos filósofos: mientras las ciencias sean lo que han sido, y el sociólogo se ocupe de ideas como las de ciencia, realidad o lenguaje, se hará inevitablemente filósofo, aunque solo sea porque no encontrará otro interlocutor. Aunque, desgraciadamente, es probable que sean pocos los filósofos que se hagan sociólogos.

{Octubre 1998}
{Empiria 1 (1998), pp.241-43}
Francisco Fernández Buey & Jorge Riechmann. Ni Tribunos. Ideas y materiales para un programa ecosocialista. Madrid: S.XXI, 1996.

La presente reseña se ocupa de uno de los más ambiciosos e interesantes trabajos que ha producido el pensamiento político español de izquierdas a lo largo de los últimos años. La cantidad de ideas y materiales, en la tradición de Manuel Sacristán, que se encuentra en esta obra merecería, sin duda una recensión mucho más extensa, y puesto que ambos autores son sobradamente conocidos para el público español, no vamos a detenernos en palabras preliminares.

Francisco Fernández Buey nos presenta, en la introducción de este ensayo, la política como ética de lo colectivo, pero su discurso no va a intentar probar la obligatoriedad o universalidad de sus valores, al modo de los filósofos morales, ni tampoco intentará convencer al lector sobre su bondad o interés. Fernández Buey se dirige, más bien, a un lector que ya comparte con él esos valores, e incluso los ejercita políticamente, i.e., supone una ética en marcha, que sería -al menos, parcialmente- la de quienes desarrollan su actividad en Organizaciones no Gubernamentales -pp.xxix-xxxiv-. Pues, para nuestro autor, solamente en los programas de las ONG se encontraría de hecho un germen de universalidad análogo, cabría decir, al que para Marx tuvo el proletariado: si éste había de absorber a todas las otras clases en la Revolución socialista, las ONG, tal y como Riechmann y Fernández Buey las conciben, debieran animar con sus valores la articulación de una coalición de izquierdas, que alumbrara un programa ecosocialista.

Pero ninguno de los dos ignora que, por la propia dispersión programática de estos movimientos sociales y la diversidad de sus formas políticas, no existe hoy una única ética de lo colectivo entre las ONG . Más bien parten de esta fragmentación, y se podría decir incluso que el argumento de su ensayo consiste en dar con una prueba de la composibilidad de, al menos, algunos de estos valores, i.e., probar a partir de la diversidad de propuestas actualmente existentes la posibilidad de que exista algún día un programa ecosocialista. Además, nuestros dos autores no intentarán probárnoslo pretendiendo abstraer sus propias convicciones, pues son, en efecto, socialistas y ecologistas por educación, filosófica y militante . Se trataría, por tanto, de construir un argumento que dé razón de estas dos opciones -socialismo y ecología- articulándolas con aquellas que se nos ofrecen en los distintos movimientos sociales -desde el feminismo a los sindicatos.

El argumento se nos presenta en dos partes, cada una a cargo de uno de los autores. La primera, redactada por Fernández Buey, pese a la diversidad de contenidos de sus seis capítulos, encuentra su unidad, polémicamente, en la discusión del concepto de socialismo. El análisis que Fernández Buey nos ofrece se inicia, en el primer capítulo, con una amplia consideración de los más de cien años de socialismo tomando, por un lado, el ideario del que se partía, y por otro, la experiencia de la Europa oriental (soviética) y occidental (la socialdemocracia). Al plantear así la cuestión, es inevitable comparar ese ideario (que comprendería ideas comunes a “socialistas utópicos” y “científicos”, acaso su impulso ético) con lo que después resultó a ambos lados del muro de Berlín, y por tanto admitir su derrota o fracaso, como hace el propio autor. Pero queda también abierta una opción para recuperar aquél (que será la que se siga en el tercer capítulo: “Discurso sobre los valores”), en la medida en que los conflictos en los que se originó el socialismo aún están presentes en nuestro mundo, por una parte, y también porque ese ideario, tal y como el autor lo presenta, no se agotaría enteramente en el socialismo soviético o socialdemócrata, y contaría también, a lo largo de este siglo, con otros defensores, políticamente menos exitosos pero éticamente más íntegros (pp.106-107).

La reivindicación del socialismo que Fernández Buey nos propone se apoya, en efecto, en el postulado de que en toda tradición política (entre las que menciona, liberalismo y cristianismo) se darían dos vertientes, una (“de izquierdas”, según el autor) éticamente incorrupta y otra (“de derechas”) corrupta con arreglo a su ideario original -al transformarse el ideal emancipatorio en ideología de dominación . Y en ello radicaría, acaso, su posible composibilidad, pues al reducirse el socialismo a su núcleo ético, desaparecerían los obstáculos que históricamente provocaron su escisión; pero también, al extenderse el concepto de izquierda para incluir otras éticas distintas de la socialista -por oposición a sus respectivas derechas- aparece la opción de alianzas anteriormente excluidas, puesto que, desde la ética, podrían coincidir, por ejemplo, en la crítica a la demediación de la democracia (que ocupa todo el segundo capítulo), o en la propuesta federalista que se contiene en el último capítulo de esa primera parte. No es extraño que Fernández Buey se ocupe también de recuperar el concepto de utopía concreta de Bloch (capítulo quinto), puesto que en ella se encontraría el contenido ético del socialismo en su expresión más depurada (pp.177-182).

En todo caso, los destinatarios del discurso de nuestros autores son, como decíamos antes, movimientos sociales nuevos y viejos (los sindicatos), y a ellos se dedica uno de los capítulos centrales de esta primera parte de la obra, el cuarto (“De los valores a los movimientos”). Fernández Buey intenta mostrar aquí, analizando distintas propuestas, cómo esa vocación de universalidad de la izquierda cristalizaría en la alianza de sindicatos y movimientos alternativos si los análisis de la coyuntura económica y política de aquéllos se efectuaran atendiendo a consideraciones (económicas, demográficas, ecológicas, etc.) de alcance mundial y no local, como pueda ser el caso del estudio de las migraciones. Buena parte de este capítulo lo ocupa también un análisis del feminismo y del papel programático de las mujeres en la constitución de esta alianza.

Jorge Riechmann, por su parte, se ocupa de la exposición de la vertiente ecológica del programa. Si Fernández Buey se veía obligado a detenerse en amplias consideraciones preliminares -y un buen número de excursos y digresiones- acerca del concepto de socialismo, con objeto tan sólo de apuntar dónde cabría un encuentro de los distintos movimientos sociales, Riechmann procede, en cambio, geométricamente a partir de los postulados de la economía ecológica, ampliamente expuestos en los siete capítulos que integran la segunda parte: las leyes de la termodinámica (cap.1), el concepto de sustentabilidad (cap.2), las alternativas a la actual contabilidad nacional (cap.5), etc. A partir de estos postulados obtiene numerosas propuestas políticas, algunas elaboradas ya en forma de proyecto de ley (pues Riechmann se atiene aquí a la experiencia de colectivos ecologistas españoles y extranjeros) y otras aún por desarrollar, pero también más ambiciosas en su alcance (el tercer capítulo es el esbozo de una sociedad ecosocialista).

Se diría que la composibilidad aparece aquí probada por la misma potencia de la propia propuesta, pues a diferencia de lo que ocurría en la parte primera, en ésta no aparecen explícitamente consideradas otras alternativas distintas de la ecológica, acaso porque se parta de que ninguna cuenta con unos desarrollos programáticos tan elaborados, política- y científicamente. Riechmann tan sólo retoma motivos de la tradición socialista -la planificación- reformulándolos con arreglo a las coordenadas ecológicas, y también apela a ideas generales sobre los valores -como la igualdad-, pero arquimédicamente, sin digresión alguna acerca de su contenido, apoyándose en ellas para desarrollar uno u otro aspecto del programa. Si la cogencia del argumento de Fernández Buey radicaba en la fuerza apagógica de sus argumentos contra las objeciones que pudiese recibir, el de Riechmann se basa en un enorme número de propuestas positivas, dimanantes de la experiencia verde, cuyo análisis es absolutamente imposible acometer aquí.

Volviendo ya al principio, y a la vista de estos argumentos, aquí apenas someramente apuntados, ¿podríamos dar por probada la composibilidad de un programa ecosocialista? Probablemente sus autores no lo pretendan, ni no nos corresponde a nosotros dar una solución, que sólo se encontrará, antes o después, en el curso mismo de la sociedad a la que se ofrece esta propuesta y, por tanto, nuestras objeciones serán solamente tentativas.

Pues nos parece, en efecto, que la estrategia argumental que Fernández Buey y Riechmann despliegan para aunar a la izquierda se apoya decisivamente en la depreciación u omisión de aquello que, históricamente, la ha escindido. Por más que el planteamiento de su ensayo diste mucho de ser idealista -pues su discurso se desarrolla a cada paso a partir de las opciones que actualmente se dan en nuestra sociedad-, no acertamos a entender cómo no se aplica con mayor rigor este mismo criterio en todos los pasos de su argumentación: así, cuando Fernández Buey concluye “las razones históricas que un día condujeron a la diferenciación en la tradición socialista entre comunismo, anarquismo, libertarismo y socialdemocracia han caducado” (p.94), ¿será acaso porque el autor interpreta que a la historia pertenecen las razones de las derrotas y fracasos del socialismo, y sólo nos quedaría ya el impulso ético que estuvo en su origen?

Pero ¿acaso la ética no puede separar a la vez que unir? Se diría que Fernández Buey sobreentiende que la ética del socialismo comprendería valores (la igualdad) que por sí solos nos procurarían el consenso, como si éstos, ahora y antes, no se interpretasen en concordancia con otras ideas (la de individuo, por ejemplo), no estrictamente éticas, que modularan su interpretación. ¿Será una misma cosa la igualdad entre las personas en el socialismo que parte de aquélla como un postulado originario, que en aquel otro que parte de la desigualdad y toma la consecución de la igualdad como un objetivo ? Aquella primera concepción propenderá quizá al armonismo, supuesto que en nuestra igualdad originaria, por ejemplo en cuanto al valor de la cultura en que crecemos, se encontraría el fundamento de nuestro respeto mutuo, a partir del cual solventar democráticamente los conflictos causados por nuestros respectivos hechos diferenciales. Pero si la igualdad, en cambio, se entiende respecto a los valores de nuestra cultura, será inevitable postular la desigualdad respecto a quienes no crecieron en ella, de modo que la igualación pasará por transmitirles aquellos valores. ¿Y no estuvo esta dicotomía en la concepción de la ética en el origen de la expansión cultural soviética (enseñanza del ruso, etc.) en el oriente socialista, Cuba, África, etc. y también en la propia escisión del socialismo (conflicto con China, etc.)?

La URSS cayó, pero no se entiende por qué se pretende que arrastró con ella esta concepción de la ética. O, de otro modo, si fue así, ¿no queda reducida la importancia histórica de la ética socialista a la de, por ejemplo, el cristianismo preconstantiniano (como si en buena parte ésta no fuera una creación de filólogos) ? ¿Tiene la misma importancia ética el marxismo que la secta de Qumrán, que ciertamente no dio lugar a Iglesia alguna? ¿Y puede construirse desde la impugnación de todo Estado o institución -presente y pasada- originalmente dimanante de un ideario emancipador, una política, como la que nuestros autores pretenden, cuyo alcance tendría que ser, como poco, proporcionado al de la URSS?

El alcance del programa expuesto por Riechmann, considerado globalmente y sin perjuicio del enorme interés de muchas de sus propuestas, no deja tampoco de suscitar dudas análogas. Pues al plantear un programa ecológico a escala mundial, se elude de algún modo el principal obstáculo para su desarrollo que es el conflicto entre los Estados. Se diría que Riechmann opera a partir del supuesto de que, en un momento u otro, ésta será la única alternativa que posibilitará la subsistencia del planeta y que ante la expectativa de la catástrofe, se impondrá. Pues, de otro modo, no se explica la ausencia de análisis sobre las vías de su implantación. ¿Se impondrá la racionalidad ecológica por sí sola a toda otra racionalidad política? ¿No existiría también en la historia una prueba de su incomposibilidad ?

Concluiremos, en cualquier caso, que el interés de este ensayo no puede ser mayor, aun cuando no se compartan las opciones de sus autores, puesto que en él aparecen consideradas con abundantísima información y perspicacia los numerosos dilemas de la izquierda actual. La elaboración de la propuesta de Fernández Buey y Riechmann es por esto mismo indispensable para cualquiera que, desde la izquierda, quiera discutir cuál ha de ser su programa para este siglo que viene.

{Noviembre 1998}
{Papeles de la FIM 17 (2002), pp.208-212}