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15/4/09

Juan Urrutia, Economía en porciones, Madrid, Prentice Hall, 2003.

Caveat lector! Quien acostumbre a disfrutar del mejor ensayo probablemente desconfíe de un volumen editado por Prentice Hall con una innegable paradoja pragmática en portada: al frontispicio «Donde las grandes ideas encuentran expresión» acompaña una imagen con ocho quesitos cuya distribución evoca una ficha del Trivial Pursuit. No es serio, claro, ni tampoco es seria una edición que carece de lo más elemental que cabría esperar en un libro de estas características (e.g., índices de nombres, origen de los textos, etc.) y abunda, en cambio, en las erratas más detestables. Pero tanto descuido plantea un interrogante: ¿cómo es posible que un texto sobreviva de este modo a su editor?

La respuesta, claro, la encontraremos en el autor, pues da la impresión de que Juan Urrutia se decidió a recopilar sus columnas en Expansión para probar su capacidad para desafiar las convenciones del género: escribir para un lector que busca ideas originales y pregnantes a propósito de la actualidad económica. A diferencia de muchos columnistas, Urrutia es un catedrático bien informado intelectualmente –y no ya sólo a propósito de la economía (su especialidad)– y escribe para un público que también querría estarlo, pero no sabe cómo. ¿Qué profundidad hay en cuestiones tales como las subastas de teléfonos móviles, las disputas sobre la propiedad intelectual o las burbujas bursátiles? Es difícil apreciarlo en un país donde los asuntos exquisitos de economía académica no son del dominio del público culto. Pero Urrutia se atreve a más: no se trata de divulgar simplemente tales exquisiteces, sino de someterlas a un tratamiento ensayístico apoyándose en un tema de actualidad. Y todo esto en apenas tres páginas por columna, hasta sumar setenta y tantas.

Sabemos, por ejemplo, que el mundo digital se articula en redes, pero ¿por qué una red provoca la explosión empresarial que dio origen a la Nueva Economía? Hace algunas décadas ya que los sociólogos discuten sobre redes pero Urrutia nos mostrará en cambio cómo el economista, al explicárnoslas, nos obligará a repensar ideas tales como identidad y confianza; cómo los efectos red nos obligan a pensar de distinto modo sobre la competencia no ya desde el individualismo estricto, sino sobre la constitución de comunidades; y, finalmente, cómo este nuevo enfoque obliga a plantearse el tejido de redes (netweaving) como la actividad más característica de este nueva era empresarial. Todo esto en las 14 páginas de su serie sobre La lógica de la abundancia.
Hubo un tiempo no muy lejano en que toda crítica solvente lo era, ante todo, de la economía política. Hoy, en cambio, muchos se sorprenderán de que pueda decirse crítica una reflexión que tuvo como primer destinatario a los lectores de diarios editados en papel salmón. Quienes todavía no adviertan qué allí están germinando los debates en los que se dilucidarán las grandes disputas de nuestro presente (el tamaño del Estado, la regulación de la propiedad, la existencia de grandes monopolios...) tendrán hoy en Economía en porciones su guía para descubrir en qué consiste hoy la crítica. Si, como les suele ocurrir a los libros mal editados, también éste se acaba saldando y usted, amable lector, se lo encuentra algún día en su visita al supermercado, no deje de comprarlo: tendrá entre sus manos un auténtico underground classic de nuestro tiempo.

{Septiembre 2003}
{Libro de notas}
Luis Arenas, Identidad y subjetividad. Materiales para una historia de la filosofía moderna, Madrid, Biblioteca Nueva, 2002, 494 pp.

En la era digital, algoritmos matemáticos ejecutándose sobre circuitos de silicio nos crean múltiples identidades ad hoc cada vez que accedemos a una red. Puestos a pensar esa multiplicidad del yo, quizá sorprenda descubrir que también su identidad pudo pensarse, hace ya cuatrocientos años, sobre el álgebra y el análisis. Y de múltiples modos, como veremos. Tal es la tesis de Identidad y subjetividad, el ensayo que Luis Arenas —profesor hoy en la Universidad Europea de Madrid— concibió como Tesis doctoral y que al publicarse adquiere su auténtica dimensión. Quien agradezca una aproximación ensayística a la Historia de la filosofía, sin duda apreciaría diez años atrás La era del individuo, un estudio en el que Alain Renaut exploraba el conflicto moderno entre las ideas de individuo y sujeto. Con este mismo espíritu, Arenas recorre algunas de las múltiples vías por las que se piensa la identidad del sujeto en los siglos XVII, que a efectos de esta reseña cabría sintetizar apelando a la oposición contemporánea entre las perspectivas de primera y tercera persona. En efecto, nuestros estados mentales los conocemos en primera persona, ¿y quién no usará el pronombre yo al referirse a ellos? Pero dejaremos de usarlo cuando queramos referirnos a otros objetos o sujetos, para los que emplearemos cualquier pronombre de tercera persona. Para autores como Davidson, la imposibilidad de unificar estas dos perspectivas constituiría hoy el problema del conocimiento.

Leeremos aquí Identidad y subjetividad, por tanto, como un ensayo sobre los obstáculos que encuentra la constitución de esa perspectiva de primera persona, al plantearse la cuestión de la identidad del yo cuatro autores distintivamente modernos (Descartes, Leibniz, Spinoza y Kant). El primero de los obstáculos se encontraba en la superación de un viejo esquema de identidad, la idea de sustancia, que desde Aristóteles venía sirviendo para pensar cómo cualquier entidad individual podía seguir siendo idéntica a sí misma pese a experimentar cambios. Correlativamente, si el avance de las ciencias se sostenía sobre igualdades matemáticas descubiertas en el mundo, ¿no podrían servir también para pensar la propia identidad personal? Y aquí el segundo obstáculo: ¿no quedaría ésta de algún modo disuelta en la universalidad de la verdad matemática? Estos son algunos de los interrogantes que Arenas recorre en cuatro ensayos: dos más amplios dedicados a Descartes y Leibniz y dos más breves, a modo de contraste de los anteriores, sobre Spinoza y Kant. Detengámonos brevemente en aquellos.

La constitución de la perspectiva de primera persona en la obra cartesiana se nos presenta de un modo doblemente paradójico en los cinco primeros capítulos de Identidad y subjetividad. En primer lugar, las dificultades se originan en las deudas cartesianas con la tradición escolástica, para la cual la identidad del sujeto tendría que concebirse externamente (en tercera persona) como una sustancia individual (pp. 157-159). Pero al subvertir esta tradición reduciendo a tres el número de sustancias reales (Dios, extensión y pensamiento), Descartes se ve ante el dilema de explicar en qué sentido el sujeto puede ser sustancia y, por tanto, un auténtico individuo, cuando cualquier apariencia corpórea deja de servir como criterio de individuación (pp.106-116). En efecto, Descartes no podía renunciar a la concepción sustancial del sujeto, pues era imprescindible para poder atribuirle un alma (pp. 159-169). El alma serviría, además, como principio de individuación formal del individuo, según el magisterio tomista (p. 166), pero no es ésta la concepción que hoy tenemos por distintivamente cartesiana. La individualidad sustancial del sujeto cartesiano se cimentará así en el descubrimiento de que su esencia no consiste «sino en pensar», con independencia de cualquier cosa excepto Dios (pp. 154-158). Por más que el estatuto ontológico de esta entidad pensante sea difícil de justificar de acuerdo con el orden establecido en los Principios de filosofía (pp.118-121), el argumento del genio maligno no dejaría otra alternativa que concebir la subjetividad en primera persona, a partir de la experiencia individual de incorregibilidad y transparencia de los propios estados mentales (p. 127). La sustancia se nos mostraría así escindida entre la certeza (el cogito) y la salvación (el alma).

No obstante, Luis Arenas opta por un enfoque decididamente epistemológico en la discusión de la subjetividad cartesiana, concentrándose en sus aspectos más modernos (o menos medievales) y, en particular, en su relación con la matemática. A ello se dedican tres de los cinco capítulos dedicados a Descartes, con una conclusión de nuevo conflictiva para la recién descubierta perspectiva de primera persona. La identidad aparece ahora ya no como sustancia, sino como objeto de intuición matemática y el contenido de tales intuiciones constituiría los estados mentales más característicos de nuestra subjetividad. Nuestro autor recoge y desarrolla aquí una sugerencia de Vidal Peña a propósito de la ausencia de contradicción como nota distintiva de la conciencia cartesiana (p. 95). Conoceríamos el mundo matemáticamente, estableciendo igualdades aritméticas y geométricas (pp. 60-68), y esta mathesis universalis cimentaría de tal modo nuestra racionalidad que Arenas concluirá: «[L]a hipótesis de un Genio marfuz sólo es requerida ante la obstinada certeza que nos impone la matemática» (p. 7). Lo propio de la subjetividad cartesiana sería así el carácter universal de las identidades intuidas y, paradójicamente, no sería éste su aspecto más moderno, pues sólo desde el cogito se podrá establecer que es en la inmanencia de los propios estados mentales antes que en el objeto de la intuición (p. 150). Y quizá sea esta la carencia más notable que este estudio descubre en Descartes: ¿qué hace que esa sustancia pensante en primera persona sea idéntica a sí misma? O dicho en términos más contemporáneos: ¿cuál es la referencia del yo?

Identidad e individualidad —pero no tanto subjetividad, como vamos a ver— son los temas centrales en los siete capítulos dedicados a Leibniz en la segunda parte de este ensayo. La identidad nos sirve, en primer lugar, para pensar una de las ideas centrales en su metafísica, como es la de armonía, entendida como una ampliación de la igualdad geométrica (cap. 7). I.e., una proporción «compensada» entre entidades diversas, que, en el límite, serviría como ley ordenadora de la omnitudo rerum (p. 239). Concediendo el máximo grado de realidad al individuo (p. 240), la diversidad era efectivamente inevitable, y de ahí que para Leibniz resultase obligado explicar cómo esa individualidad diversa es subsumida conceptualmente, cómo conocemos el mundo. Los capítulos 8 y 9 discuten las ideas de Leibniz sobre la constitución de nuestros conceptos en sus aspectos lógicos y epistemológicos, y en ellos se nos presenta la verdad como identidad entre sujeto y predicado en una proposición. Esto se aplicaría, desde luego, a las verdades de razón, pero también a las proposiciones contingentes (pp. 303-307), pues, según Arenas, en éstas la identidad se establecería no por articulación conceptual de ambos términos, sino por síntesis entre los objetos mismos, tal como exige el principio de razón suficiente. Su composibilidad, según el decreto divino, sería armónica y equivaldría, por tanto, a una identidad.

El Leibniz más escolástico aparece en los tres capítulos siguientes dedicados al problema de la individuación, donde se nos presenta la evolución de sus ideas desde sus escritos de juventud (su Disputatio metaphysica [1663] y la Confessio philosophi [1673]) a los Nuevos Ensayos. Como Descartes, también Leibniz se adhiere a una tesis tomista, en este caso la individuación por la forma sustancial (cap. 12), aun cuando adaptada a su propia concepción de la individualidad —particularmente como principio interno de actividad y transformación en el dominio de la vida (p.367). En cambio, de estos siete capítulos sólo uno se dedica a la cuestión de la identidad personal y en él se confirma la tesis ya avanzada por Alain Renaut: Leibniz piensa mas en individuos que en sujetos (p. 466). Pese a valorar el sentimiento del yo como autoridad que acompaña a la primera persona, la perspectiva leibniciana sobre la conciencia es más bien la de la tercera persona, atribuyéndole razón y voluntad como producto de su conatus individual, esto es, de un impulso causal anterior a ellas. La diferencia ontológica con Descartes a este respecto no puede ser más acusada: si para éste la apercepción de los propios estados mentales se imponía sobre la indistinción de su concepto de sustancia, para Leibniz la identidad reconocida en la continuidad de la memoria (y manifiesta externamente en el carácter) sería un efecto de su principio de individuación sustancial. De él se deriva esa principio de actividad del que resultan voluntad y razón. Para Leibniz, la conciencia no es, desde luego, el único medio de constituir la identidad personal (p. 376).

Como el lector ya intuirá, Identidad y subjetividad es una obra sumamente informativa sobre cuestiones de innegable interés, aun a cuatro siglos de distancia. Los materiales que el subtítulo promete al historiador de la filosofía moderna son abundantes y de calidad, y el amante del ensayo tendrá en estos cuatro (uno por autor) una recopilación sugerente. No obstante, quienes se encuentren en esta última condición probablemente le reprocharán a su autor que les olvide en el momento de las conclusiones. En efecto, la obra se cierra con una recapitulación en las que se clasifican pulcramente las posiciones de los autores estudiados respecto a las cuestiones anteriormente estudiadas. Nadie dejará de agradecerla, pero quizá deje más contento al especialista que ordena sus ideas que a ese amante del ensayo que a estas alturas se estará preguntando qué es exactamente qué hay de moderno en unos autores obsesionados por la teología y las matemáticas. Dicho de otro modo, nadie negará la importancia de los conflictos analizados por Arenas, pero ¿cómo ubicar estos materiales en nuestra concepción de la Modernidad?

Es inevitable preguntarse, en efecto, si tan importante es el papel de la matemática en la constitución de la subjetividad moderna como para que su sola consideración baste para superar las disputas teológicas en las que nuestros autores se ven incesantemente envueltos: ¿es la secularización un simple efecto de la ciencia moderna? Cabría responder positivamente, desde luego, apoyándose en muy distintos autores (Husserl sería un ejemplo inmediato), pero eso supondría un compromiso con una concepción particular de la Modernidad que tendría que argumentarse —más allá de esa inversión onto-epistémica invocada sucintamente al comienzo (pp.26-29). En suma, Luis Arenas tiene el mérito indiscutible de mostrarnos que la subjetividad es una idea equívoca a la que no sólo se accede en primera persona. Contrae también una deuda con sus lectores: explicar cómo esa subjetividad se vuelve moderna. Le sobra talento para el ensayo filosófico como para no dejar de saldarla.

{Con Marta García Alonso, junio 2003}
{Teorema 24.3 (2005), pp.178-81}