D.Bloor, Conocimiento e imaginario social, Barcelona, Gedisa, 1998. Versión española de la segunda edición inglesa a cargo de E.Lizcano y R.Blanco. Incluye un nuevo prólogo del autor y presentación a cargo de ambos autores.
“Pese a los ríos de tinta que este libro ha provocado, no acaba de entenderse que siga sin publicarse en castellano”. Así opinaba, en 1993, uno de nuestros más sobresalientes sociólogos de la ciencia , y cinco años después nos ofrece, junto a otro no menos notable -Rubén Blanco-, una versión de la segunda edición de Knowledge and Social Imaginery, acompañada de una presentación de la obra, una bibliografía de Bloor, y un prólogo redactado para la ocasión por el propio autor. Emmánuel Lizcano tenía toda la razón: como otros han mostrado ya, cabría reconstruir polémicamente el desarrollo de la sociología de la ciencia de estos últimos veinte años atendiendo a las opciones de cada escuela respecto a las tesis de Bloor . Si disponíamos ya de traducciones de Latour, Woolgar, etc., ¿cómo explicar la ausencia de Bloor?
La ausencia de esta traducción no quiere decir, sin embargo, que los sociólogos de la ciencia de lengua española hayan permanecido ajenos al debate que, desde su edición original en 1976, ha provocado la obra. Basta con recordar las contribuciones del propio Rubén Blanco y, por lo demás, el nombre de Bloor aparece de ordinario en el programa de cualquier sociología del conocimiento que se imparta en nuestro país. Por tanto, la aparición de esta versión española es más un indicio de la normalización académica de la disciplina que una novedad en sentido estricto. Lo será, si acaso, de ahora en adelante, para los muchos estudiantes y estudiosos que podrán beneficiarse de la lectura de la obra en su propia lengua. Y por ello es de esperar también que nos traiga nuevas y fructíferas discusiones, pues su contenido polémico está aún lejos de agotarse. Incluso sería deseable que los sociólogos en general, y no ya sólo los especialistas en la materia, se incorporasen a ellas, pues a los argumentos de Bloor no pueden sentirse ajenos, como si de Popper o Lakatos se tratase.
Como muchos ya sabrán, Conocimiento e imaginario social comprende una parte característicamente teórica, sus tres primeros capítulos, donde aparece delineado el programa fuerte de la Sciences Studies Unit de la Universidad de Edimburgo, que se acompaña con una cuidadosa consideración de posibles objeciones epistemológicas y sus correspondientes respuestas. Allí se podrá encontrar el discutidísimo dictum de Bloor acerca de las condiciones que distinguen a la sociología del conocimiento como ciencia –causalidad, imparcialidad, simetría y reflexividad-. A estos tres capítulos les sigue un cuarto donde se invierte la perspectiva argumental: al análisis filosófico de la sociología de la ciencia se suma ahora un análisis sociológico de la misma epistemología y, en particular, de la disputa entre Popper y Kuhn que se desarrolló entre los años sesenta y setenta. Los tres capítulos restantes vienen a ser una prueba de existencia del programa fuerte, i.e., una demostración de su efectividad al aplicarse al análisis de la más distante de las ciencias, la matemática. La conclusión de 1976 se extiende con el epílogo de la segunda edición (1991), donde Bloor añadía seis breves notas sobre otros tantos ataques a la obra y una nueva conclusión. Si a esto le añadimos las ya mencionadas novedades de la edición española –nuevos prólogos de Bloor y Lizcano y Blanco- y unos completos índices temático y onomástico, no será de extrañar que su lectura dé ocasión a nuevas reflexiones en español sobre la sociología de la ciencia y sobre la sociología en general -no cabe dejar de apuntar el interés que para el sociólogo dedicado a la estadística tendrán el análisis de los tres capítulos matemáticos de la obra.
Pues bien, aunque sea solamente por dar un pretexto para este debate, propondremos una tesis: la obra de Bloor es la obra de un filósofo. Esta es, obviamente, una tesis trivial si atendemos a la formación del propio Bloor o a su situación laboral cuando redactaba este ensayo (reader in the philosophy of science), pero no lo es tanto si consideramos sus mismos argumentos. En su reseña de la segunda edición, Rubén Blanco nos advertía de que la crítica que en ellos se contiene “iba dirigida hacia los filósofos de la ciencia, en un intento de descubrir sus estrategias (cognitivas) de control, dominación y mediación del fenómeno científico” . Por contra, nuestra tesis es que si Bloor se convirtió en el debelador sociológico de la filosofía de la ciencia, fue a costa de convertir a la sociología de la ciencia en filosofía.
Los fundamentos de esta interpretación no son nada novedosos, pues no es un secreto que Bloor le debe mucho a las obras de Mary Hesse, y en particular a su The Structure of Scientific Inference. (de 1974). En efecto, Bloor toma de ésta una de sus tesis principales, el finitismo , según la cual sería imposible predecir la evolución semántica de un concepto aprendido por ostensión. De acuerdo con Hesse y la tradición filosófica que se inicia en este siglo con el círculo de Viena, las ciencias serían conjuntos de proposiciones cuya verdad radicaría en el contenido de los conceptos que éstas contienen (bien porque fuesen reducibles a evidencias empíricas, bien porque cupiese una interpretación del conjunto mediante modelos, etc.). Por tanto, era indispensable disponer de una idea de lenguaje y, en particular, de una teoría sobre su aprendizaje. El modelo de Hesse, en deuda con el segundo Wittgenstein, sugería que el niño adquiría el vocabulario por ostensión. Por tanto, el significado de un concepto no estaba nunca plenamente determinado por el mundo al que se refería, puesto que siempre cabía incorporar a él deícticamente nuevos elementos que mantuviesen alguna semejanza -considerada pertinente- con los anteriores.
El finitismo, en la definición de Hesse, consistía en restringir el alcance veritativo de los conceptos científicos (el dominio en el que podían ser verificados estadísticamente) a dominios finitos. A partir de esta definición, Bloor concluía que si el dominio era finito, la objetividad de los conceptos no radicaría en las cosas mismas -puesto que, ulteriormente, los conceptos siempre incorporarían otras. Tendría otro origen, y si no era la naturaleza, sólo podía ser la sociedad. Así, nos dice Bloor, la vis obligantis de la lógica sería la de cualquier otra norma moral y de este modo, también la de cualquier otra ciencia. Lo que el filósofo no quiere o no sabe ver en los conceptos científicos lo descubriría el sociólogo.
La sociología de la ciencia, en consecuencia, consistiría en una teoría sobre las fuentes de su autoridad, puesto que en ello encontraríamos la clave de su genealogía. Pero conviene advertir que Bloor no partía de un modelo sociológico positivo en el que apoyar esta teoría: Bloor se apoya en la obra del segundo Wittgenstein, donde, en su interpretación, se nos mostraría la verdad sobre las reglas sociales, las convenciones que articularían la significación y, por tanto, las mismas ciencias.
Pero ¿era Wittgenstein un científico? En la interpretación de Bloor, sí lo sería. Pero basta con hojear cualquier repertorio bibliográfico-como, por ejemplo, el de Frogia y McGuinnes- para advertir que, con idéntica evidencia textual, cabrían muchas otras interpretaciones, acaso demasiadas. En realidad, ¿por qué Wittgenstein antes que Durkheim? ¿Por qué Hesse? Quizá porque las cuestiones de las que Bloor se ocupa han sido filosóficas durante más de dos mil años, y difícilmente cabrá superarlo en dos generaciones de sociólogos: la tesis sobre el lenguaje de Bloor no difiere demasiado de la de Antístenes, contemporáneo de Sócrates; el dilema del alcance de las ciencias en un cosmos inagotable está ya en Kant, y tiene una discusión clásica en este siglo pasado en la conferencia que en 1872 pronunciase Emil du Bois-Reymond “Sobre los límites del conocimiento de la naturaleza”, que dio origen a la disputa sobre el agnosticismo que se extendió por Inglaterra y Alemania a finales del siglo pasado. Antístenes fue discípulo de Gorgias del mismo modo que du Bois-Reymond de Johannes M¸ller, luego no cabe pretender que el uno ignorase la gramática o el otro las ciencias. ¿Dónde estará entonces la diferencia entre la sociología y la filosofía? Así como la inercia de Newton acabó con el impetus, ¿será el finitismo de Bloor la resolución positiva del concepto de Hesse?
Por nuestra parte, lo dudamos, y no porque ignoremos la vocación científica de Bloor, reiterada nuevamente en el prólogo de la edición española este mismo año. Más bien, creemos que la disputa entre el sociólogo y el filósofo de la ciencia es constitutiva, en la medida en que aquél explora nuevamente las vías que aquél lleva recorriendo, sin agotarlas, a lo largo de siglos. Precisamente por ello, porque el ideal de la disolución de la filosofía en una ciencia es tan viejo como la filosofía misma -y recordemos en nuestro siglo a Husserl-, entendemos que Bloor no ha sido sino uno más entre todos estos filósofos: mientras las ciencias sean lo que han sido, y el sociólogo se ocupe de ideas como las de ciencia, realidad o lenguaje, se hará inevitablemente filósofo, aunque solo sea porque no encontrará otro interlocutor. Aunque, desgraciadamente, es probable que sean pocos los filósofos que se hagan sociólogos.
{Octubre 1998}
{Empiria 1 (1998), pp.241-43}
{Empiria 1 (1998), pp.241-43}
Pese a la retórica de los primeros párrafos (puro agradecimiento a Emmánuel Lizcano por la buena conversación que me daba), creo que no me daba cuenta de la auténtica importancia de la obra de Bloor, supongo que porque entonces no conocía a nadie que usase sus ideas con provecho. La joven sociología de la ciencia española era entonces principalmente divulgación de ideas ajenas (como la filosofía de la ciencia española, ya algo más vieja). Pero luego me encontré con la obra de Donald MacKenzie y descubrí admirado todo lo lejos que se podía ir con Bloor. A Martin Kusch lo descubrí mucho más tarde, pero su _Knowledge by agreement_ desarrolla filosóficamente las tesis de Bloor tal como yo exigía en esta reseña. Admiro a Kusch como a MacKenzie, pero sigo sin compartir su devoción por Wittgenstein...
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