15/4/09

María Cruz Seoane y Susana Sueiro, Una historia de El País y del Grupo Prisa, Plaza y Janés, Barcelona, 2004.

Un periodista pretende ser objetivo al transmitir una noticia, pero a estas alturas es difícil saber en qué consiste tal objetividad. ¿Qué objetividad podrá pretender entonces el científico social que estudie la actividad del periodista? Este es el dilema que plantea el reciente trabajo de M. Cruz Seoane y S. Sueiro, Una historia de El País y del grupo Prisa. ¿Cómo contar el éxito empresarial de un diario que afirma su independencia (suponemos que de cualquier interés particular) en su misma cabecera? Desde el punto de vista de sus protagonistas más inmediatos (periodistas y lectores), tal éxito probablemente se deba a su independencia: compramos El País por transmitirnos la información desinteresadamente. Sus adversarios dirán quizá que su éxito indica más bien el poder de los intereses a los que sirve: ¿o se puede ser desinteresado cuando están en juego inversiones millonarias de los propios dueños del diario?

La solución de Seoane y Sueiro probablemente dejará insatisfechas a ambas partes. La suya es una posición escéptica. Por un lado, documentan abundantemente los intereses que convergen en el desarrollo empresarial de El País, y tratan de evaluar sus efectos sobre sus informaciones, contrastándola con las que transmiten otros medios de la competencia. Pero, por otro lado, asumen también que esta se ve igualmente afectada por sus propios intereses. De modo que nuestras autores optan por suspender el juicio. Veamos cómo.

La obra se inicia con un relato de la gestación del diario, que conjuga principalmente el análisis de la evolución de su accionariado (tal y como se recoge en sucesivas actas) con el eco que tuvo en la prensa de la época. A partir de aquí se estudia cómo se establecen sus coordenadas ideológicas, respecto a los propósitos de sus accionistas (a menudo traicionados por la redacción) y a los principales temas abordados en sus páginas. Si lo primero es menos controvertido (pues los accionistas dejaron a menudo constancia escrita de sus pretensiones y manifestaron su conformidad con la compra o venta de sus participaciones), lo segundo resulta mucho más discutible. ¿Fue, por ejemplo, El País un periódico prosoviético, según dijeron tantos de sus críticos? Para dilucidar la cuestión Sueiro y Seoane parten de tales críticas, tal como originalmente se expresaron, y las contrastan con lo publicado en el diario. Se aprecia así que El País es un medio complejo en el que suelen aparecer posiciones encontradas: elogios de algunos logros de la Unión Soviética, pero también críticas de otros, por ejemplo. ¿Cuáles predominan? Al analizar el desarrollo del diario se aprecia que esto depende a menudo del momento, pues el periódico cambia con los acontecimientos que narra, de modo que resulta difícil adjudicarle una posición concluyente.

Incluso la parte dedicada a la era socialista le descubre al lector paradojas de su propia memoria. Pues el apoyo a los sucesivos gobiernos de González resulta retrospectivamente mucho menos uniforme de lo que suele recordarse. No ser el primero en informar sobre los distintos casos de corrupción que se sucedieron no supuso no informar o dejar de criticar. Más que con la propia información contenida en el periódico, el dilema parece estar en cómo se organiza nuestra propia percepción: dada la cantidad de noticias sobre corruptelas gubernamentales publicadas por otros diarios, que El País publicase muchas menos pudo sugerir una intención oculta de no dañar al PSOE. Pero puede igualmente interpretarse como un efecto del Libro de estilo: el grado de confirmación exigido por El País para publicar una noticia resulta comparativamente mayor que el de otros medios (y un repaso retrospectivo a sus páginas muestra que publicó muchas menos noticias falsa). Las autoras eligen a menudo no pronunciarse. De hecho, y de modo también paradójico, es en la cuarta parte del libro, dedicada a los años de “oposición”, cuando mejor se aprecian cómo los intereses empresariales de Prisa pueden afectar más decididamente a lo que se publica en El País (el caso Sogecable, etc).

En suma, tanto sus críticos como sus defensores no dejaran de reconocer sus argumentos a lo largo de las más 600 páginas de la obra, y encontrarán abundantes datos para sostenerlos. Pero probablemente descubran que sus respectivas posiciones simplifican una institución tan compleja (y descomunal ya) como es El País. De hecho, las autoras no pretenden en momento alguno agotar su análisis, pues ello supondría pronunciarse que desbordan con mucho al diario (como son los propios asuntos sobre los que informa). Se diría que su admiración por éste se deriva a menudo más de la magnitud de su esfuerzo para darles sentido, incorporando su complejidad a la noticia, que de la propia simplificación con la que se juzgan (dentro y fuera del periódico) para avanzar en el debate de nuestros intereses particulares.

Una perspectiva así de escéptica no resulta muy aconsejable para escribir editoriales o crónicas parlamentarias, que probablemente dejarían insatisfecho a un lector ávido de un juicio claro, como cualquiera de nosotros al leer prensa diaria. Pero si por un momento nos abstraemos de nuestra condición de periodistas o lectores de El País, sólo un escepticismo como el de las autoras nos permitirá apreciar en toda su dimensión la excepcionalidad de su empresa.

{Marzo 2005}
{Historia Contemporánea 31 (2005), pp. 685-587.}

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