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20/1/10

H.D. Thoreau, Sobre el deber de la desobediencia civil (1849), Edición crítica bilingüe de Antonio Casado da Rocha, Iralka, Irún, 1995.

Acaba de ver la luz una nueva edición en castellano de la obra que el estadounidense Henry David Thoreau diese originalmente a la imprenta, en 1849, como Resistence to Civil Government y que, por deseo de sus editores, acabaría después publicándose como Civil Disobedience (1866) para evitar así cualquier asociación con el recentísimo levantamiento de los Estados del sur contra la Unión. Aún en la actualidad, se diría que los ecos de las obras de Thoreau no dejan de resonar en el día a día de los Estados Unidos de América: ¿cómo no recordar la cabaña de la laguna de Walden ante la imagen de esa otra en Lincoln (Montana) -El País, 8/4/1996-, sin agua corriente ni electricidad, donde vivía el matemático Ted Kaczynski, alias Unabomber, y en la cual preparaba, al parecer, los explosivos que luego remitía a cuantas instituciones (Universidades, aeropuertos, &c.) representaban para él el avance de las ciencias -acaso por creer, como nuestro autor, que "las oportunidades de vivir disminuyen proporcionalmente al aumento de los llamados medios de vida"-?

"¿Cómo le conviene comportarse a un hombre con este gobierno americano hoy?", se preguntaba Thoreau en su Resistence...: "Respondo que no puede asociarse con él sin deshonra" ¿No es un mismo dilema el suyo y el de los miembros de esas 441 milicias repartidas hoy por los EE.UU.(según El Mundo 19/4/1996), mundialmente conocidas a raíz del atentado, en abril del pasado año, contra el edificio del Gobierno federal en Oklahoma? Desde luego, no sería nada extraño que este opúsculo de Thoreau se leyese en los medios libertarios estadounidenses, aunque sería ciertamente injusto olvidarnos de sus restantes lectores, pues según algunos observadores (D.Walker Howe), éste es uno de los libros desde siempre más difundidos entre los estudiantes norteamericanos -ese fue el caso, por ejemplo, de M.Luther King-. Lo cual se corresponde, en efecto, con las ochenta y ocho ediciones impresas sólamente en los EE.UU. antes de 1977 (National Union Catalogue), por dar uno solo de los datos que encontramos en la Introducción de ésta que ahora comentamos. Ello, por supuesto, sin olvidar a sus incontables incondicionales a lo largo y ancho del mundo -v.gr., Gandhi-, España incluida, donde al menos se conocen ya cinco ediciones de Resistence to Civil Government.

Antonio Casado da Rocha, becario del Departamento de Filosofía de los Valores en la UPV, nos ofrece ahora, por su parte, una cuidada versión castellana según el original inglés de 1849, que va igualmente incluido en la obra, más su introducción, un extenso aparato crítico -que comprende las variantes de 1866-, un apéndice en el que se recogen interesantes comentarios de muy distintos autores, un índice de términos, cronología y bibliografía. Una magnífica edición crítica, en suma, con otro encabezamiente consagrado por el uso ya desde 1903, Sobre el deber de la desobediencia civil. Su actualidad, como vemos, no puede ser mayor: considerando, además, la importancia de lo que en ella se discute, a la vez que su inmensa difusión, es obligado para El Basilisco enfrentarla con su mirada.

El contenido de las apenas veinticinco páginas de la obra es el siguiente: a causa de la guerra de su país con Méjico en 1846 y de la legalidad de la esclavitud, Thoreau entiende que al verdadero americano no le queda otra opción que desobedecer la ley si no quiere perder su condición de Hombre, si no quiere actuar contra su conciencia y degradarse en máquina. Así, forzaría al gobierno a elegir entre "mantener en prisión a todos los hombres justos o acabar con la guerra y la esclavitud". "La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que creo justo", declara Thoreau y, consecuentemente, exige un gobierno que deje las decisiones de justicia a las conciencias, al individuo, pues su convicción era que los gobiernos, particularmente el norteamericano, no son otra cosa que obstáculos para el desarrollo de los pueblos. En cualquier caso, dice, "no soy el responsable del buen funcionamiento de la maquinaria de la sociedad. No soy el hijo del ingeniero", y si el Estado no atiende sus demandas, le "retirara su apoyo" -objeción fiscal, &c.-, convencido de que la verdadera vida se vive más allá de su ley (¿Walden?). Su propia desobediencia, relatada en la obra, consistió en su negativa a pagar un impuesto de capitación durante seis años: pasó por ello arrestado una noche en la carcel y salió al día siguiente cuando una familiar, contra la voluntad de Thoreau, pagó la deuda.

Ahora bien, conviene advertir que en este opúsculo no se encontrará la menor explicación, ni siquiera por alusiones, de las ideas que lo articulan, las de individuo, conciencia, justicia, &c., ni análisis alguno acerca de la esclavitud o la guerra con Méjico -los motivos de su desobediencia-, ni, desde luego, ningún desarrollo de sus alternativas. El discurso, que no argumentación, de nuestro autor es un discurso vacío. Pero en ello radican, creemos, las auténticas razones de su inmensa difusión: cabrá reinterpretarlo infinitas veces, apelando a motivos análogos -genéricamente: guerras, opresión, &c.- para asignar luego los valores que cada cual asuma a las funciones justicia, Estado, conciencia, &c.. La clave de lectura (la forma de la función), nos la ofrece el eje que articula el discurso, su idea de sujeto, o individuo, interpretado desde su atributo conciencia, que nos indica a su vez, creemos, cuál es la escala a la que acontece -masivamente, por cierto- su recepción.

En cuanto a esta clave, y ateniéndonos a las coordenas empleadas para el análisis de la idea de conciencia expuestas por "Pedro Belarmino" en estas mismas páginas (El Basilisco, 2aépoca, 2 (1989):73-88), es obvio que la de Thoreau es una concepción absoluta de la conciencia, desligada del cuerpo, de su comunidad y, por supuesto, del Estado: las masas sirven al Estado con sus cuerpos, dice, y no con sus conciencias, se vuelven así "máquinas" y su dignidad es la de "un monton de estiercol"; a sus conciudadanos les niega mayoritariamente la condición humana (i.e., la conciencia): "¿Cuántos hombres hay en este país por cada mil millas cuadradas? Difícilmente uno."; &c.

Y en cuanto la recepción de este opúsculo, vaya por nuestra parte la siguiente propuesta para su análisis: nos parece que sería interesante estudiarla mediante la investigación de la constitución de la misma subjetividad de su autor, apelando para ello a una figura antropológica que alguna vez nos proponía Gustavo Bueno ("Psicoanalistas y epicúreos", El Basilisco, 1aépoca, 13 (1982): 12-39): el individuo flotante. Creemos, en efecto, que lo esencial en la construcción de Thoreau no son las ideas que pueda recoger de su amigo Emerson (la doctrina de la realidad como proyección de la "Super-Alma" o Dios, &c.), pues su discurso, aunque contenga filosofemas, no es, desde luego, filosófico -no es siquiera crítico, no considera o discute alternativa alguna: ¿no será, más bien, la doctrina de una hetería?-. Es cierto que su difusión sería inexplicable de no atender a los materiales que Thoreau recoge de las fuentes cristianas de la idea de conciencia y su relación con la desobediencia civil (y aquí cabría analizar su raíz puritana: el congregacionalismo, &c.), pero lo esencial aquí es que apela a ellas en un momento su sentido político es ya, en los EE.UU., muy otro que el que reciben de nuestro autor: el de un modelo de gobierno, la democracia de raíz puritana de los Estados del norte, enfrentado al que defendía la Confederación sudista. Un momento en el que los Estados Unidos alcanzan ya las proporciones imperiales que actualmente le conocemos (la guerra con Méjico, &c.), y cabe que los fines particulares de algunos de sus ciudadanos resulten "desconectados" de los planes o programas colectivos, para moldearse ahora sus contenidos a la escala de la individualidad, una individualidad exenta, "flotante".

¿No será este el caso del Thoreau que declara: "No es asunto mío andar solicitando al gobernador o a la legislatura más de lo que ellos me solicitan a mí; si no escuchasen mi solicitud ¿qué haría yo entonces? Pero en este caso el Estado no ha provisto medio alguno: su propia Constitución es el mal"?. ¿Hasta qué punto no es ésta la situación de muchos de sus lectores? ¿Hasta qué punto no es la de muchos de los desobedientes o insumisos que actualmente conocemos?

Tales son, aunque expuestas apresuradamente, las impresiones que nos causa la lectura de este opúsculo de Thoreau, absolutamente incomprensibles sin una edición de la riqueza de esta de Antonio Casado da Rocha, a la que únicamente se podría objetar, atendiendo a la lectura que aquí sugerimos, que no ahonde más en la inscripción del autor en su época. En cualquier caso, de la valía del carácter filosófico de Antonio Casado cabe esperar una magnífica Tesis doctoral sobre Thoreau y la cuestión de la desobediencia civil que venga a renovar su discusión académica.

{¿1996?}
{El Basilisco 20 (1996)}


DESOBEDIENCIA CIVIL E INDIVIDUOS FLOTANTES: O DE LAS DIFICULTADES DEL INSUMISO CON LOS PIES SOBRE LA TIERRA

Antonio Casado da Rocha
20 de junio de 1996

EN 1989, las páginas de la revista El Basilisco acogían un minucioso y documentado artículo de Pedro Belarmino sobre una controvertida cuestión de ética y moral: la “objeción de conciencia”. En él, el autor concluía que tal fórmula es, como concepto y como figura legal, contradictoria. Y que, en la práctica, se resuelve en (1) un “mero trámite de declaración de exceptuación de la norma” (es el caso del prestacionista), (2) en la “rebelión o desobediencia civil” (es el caso del objetor fiscal, un contribuyente que se niega a ingresar en el Tesoro la cantidad que le corresponde según el Impuesto), o (3) en “en una impugnación de una norma constitucional que, de no cursarse por la vía de reforma de la Constitución, se convertirá en una impugnación, por vía de hecho, antidemocrática, si razonamos en el supuesto de que la mayoría de los ciudadanos aceptan la norma” (es el caso, siempre según este autor, de los insumisos agrupados en el MOC).

En consecuencia —y aquí el estado de guerra es invocado como situación límite aunque del todo pertinente—, esta contradictoria objeción de conciencia no debiera ser, no ya regulada, sino ni siquiera tolerada por el Estado. Pedro Belarmino sugiere la justicia de fusilar a los sedicentes objetores de conciencia, o al menos de privarles de derechos civiles tales como el acceso a la función pública, etc. Al fin y al cabo, se nos dice, tales objetores no deberían aceptar ninguna clase de complicidad con un Estado que definen como militarista ni con una Constitución que consideran manchada de sangre. De modo que lo que Pedro Belarmino parece exigir es únicamente coherencia para que, si se admite esa contradicción de la “objeción de conciencia”, se la lleve hasta las últimas consecuencias.

El tiempo le ha dado, si no la razón, al menos cumplida prueba de su capacidad profética. Al día de hoy los insumisos son inhabilitados (e.e., privados de ciertos derechos civiles) merced al nuevo código penal; y el servicio militar obligatorio tiene los años contados (siempre que el Presupuesto, nuestro nuevo “Dios mortal”, nos lo permita). Sin embargo, y en el ínterin, la controversia dista mucho de estar resuelta. Al menos en lo que a mí respecta, la ha venido a renovar una amable reseña que David Teira dedica a mi edición del clásico de Henry David Thoreau sobre la desobediencia civil. Siempre es de agradecer que la gente se tome su tiempo para leer las cosas que uno, mal que bien, va pergeñando. Mas, de entre las que he recibido hasta la fecha, es ésta la primera reseña que merece el adjetivo de crítica, y por ello me es doblemente valiosa. Así que trataré de estar a la altura intentando a mi vez una réplica medianamente crítica, poniendo de relieve, en pro de la discusión, más puntos de desacuerdo que de acuerdo (que también los hay).

Para empezar, y continuando con el artículo de Pedro Belarmino, ya en el inicio de su lectura se nos advierte que en el planteamiento del problema se procederá analizando por separado sus partes, para considerar a continuación su mutuo engarce haciendo abstracción de cualquier “sentido global originario” que la fórmula pudiera tener. Admitiendo que esta estrategia analítica se revela harto fértil en su desarrollo, no puedo dejar de apuntar aquí que el todo de la fórmula “objeción de conciencia” tiene, como mínimo, una unidad de sentido que es, en este siglo, históricamente anterior al uso que de sus partes se hace hoy. Me refiero a la que para algunos constituye la primera vez que se utilizó la expresión conscientious objection, hacia 1906, en la actual Sudáfrica durante las campañas de “desobediencia civil” de Gandhi (que conocía esta fórmula gracias a su lectura de Thoreau) en contra de la legislación racista. Como señala Rafael Sainz de Rozas, “resulta revelador constatar que [el equivalente a nuestra “objeción de conciencia”] no fue acuñado por los desobedientes sudafricanos que exigían sus derechos civiles, sino por el militar inglés encargado de su represión.” De modo que, ciñéndonos a este siglo, primero está la desobediencia civil y sólo después —intentando asimilar este “cuestionamiento de una situación injusta de militarización mediante la movilización coordinada y pública de los que estaban destinados a sostenerla mediante su colaboración” (ibid.)— surge la fórmula “objeción de conciencia”. Este dato ya invitaría a examinar la primera “desobediencia civil” de Thoreau; por otro lado, los propios miembros del MOC (Sainz de Rozas es de los más destacados) han reaccionado al intento de “integración de la disidencia” que supone la legislación española sobre objeción de conciencia acuñando a su vez el término insumisión y definiéndolo repetidamente en claves de desobediencia civil muy alejadas de la definición de objetor que se desprende de la legislación vigente —“persona que, por razones de conciencia, se muestra contrario [sic] a la prestación del servicio militar”— y que es la que Pedro Belarmino critica de manera, por lo demás, impecable.

(Valga esto como preámbulo, y pasemos a desarrollar brevemente algunos comentarios.)

1. La reseña comienza con el inestimable acierto de relacionar el contenido del libro con sucesos recientes de indudable importancia. El caso del Unabomber es —en estos tiempos y lugares en los que los paquetes bomba son cosa próxima— muy digno de ser tenido en cuenta. El detalle de la cabaña de Ted Kaczynski no es gratuito, ya que se corresponde con total exactitud a los bocetos que nos han quedado de la de Thoreau en Walden. De modo que es muy probable que exista una relación directa; por lo que me cuentan, en los EE.UU. pueden adquirirse por correo hasta reproducciones “listas para montar” de esa cabaña, y es que Thoreau se ha convertido en un “caso” célebre y su chabola ha pasado a formar parte del imaginario norteamericano. Y, como también se ha dicho, numerosos escolares de enseñanza secundaria leen el panfleto “sobre el deber de la desobediencia civil” que nos ocupa.

Acierta también la reseña al destacar el carácter vacuo del discurso de Thoreau, y su consiguiente universalidad:

El propio gobierno, que es sólo el medio elegido por el pueblo para ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de abuso y corrupción antes de que el pueblo pueda servirse de él. Vean si no la presente guerra de X, obra de relativamente unos pocos individuos que usan el actual gobierno como instrumento a su servicio; pues, de entrada, el pueblo no habría consentido esta medida. (p. 1)

Basta sustituir la variable X (que en el texto de 1849 contenía el valor “Méjico”) por los valores “Vietnam”, “Bosnia”, o incluso “Itoiz”, para advertir la inmediata aplicabilidad de este discurso, su enorme capacidad mimética.

2. Admito que el término conciencia, tal como es empleado por Thoreau, remite a un “concepto espiritualista y mentalista de estirpe claramente teológico cristiana, y más concretamente protestante”, conciencia subjetiva que se erige, tal como dice G. B., en un “Tribunal Supremo que reclama ante todo el respeto incondicionado de todos los demás” (ibid.)

Mas no sé yo si la concepción de la conciencia de Thoreau merece el calificativo de absoluta, más que nada porque Gustavo Bueno señala como paradigmas históricos de esa concepción el Dios aristotélico o la conciencia trascendental de Kant. Y esas son palabras mayores... Más bien, creo que la argumentación de Thoreau en torno a la conciencia merece los calificativos de teleológica y circular, pues apela a una supuesta finalidad inscrita en lo específicamente humano: “¿Para qué tiene cada hombre su conciencia?” (p. 3), se pregunta. Y la respuesta dada es: como para algo la tendrá, será para algo que le constituya como humano (ya que no se conoce conciencia moral entre los animales), con lo que Thoreau concluye que “debiéramos ser primero hombres [con conciencia] y después súbditos [sin ella]” (ibid.). La conciencia queda instalada como ultima ratio moral.

Parafraseando a Pedro Belarmino (1982:77-8), podría decirse que la conciencia moral de Thoreau habría despertado —si analizamos en estos términos el relato de su estancia en prisión— en el momento en el que los principios (ortogramas) que regulaban su acción (conducta) en Walden (su palacio ) se encontraron, al intentar salir de él, no ya con el dolor y con la muerte, sino con la esclavitud y la alienación de los esclavos negros y de sus propios vecinos.

3. Ya que de discursos se trata, espero que se me perdone que me ponga algo filológico. El discurso de Resistance es susceptible de ser utilizado por las heterías, no cabe duda. Que el propio Thoreau fuera adepto a una de ellas, o que el MOC lo sea, es más discutible.

Creo que lo que ocurre con el individuo Thoreau (como paradigma) no es que se halle flotando a fuerza de perder conexión con los programas colectivos, sino que tiene que elegir entre un programa genérico que le dice que todos los hombres son libres e iguales y un plan universal que provoca esclavitud e injusticias. El problema de la desobediencia se traduce en un conflicto entre obediencias mutuamente excluyentes, entre fidelidades contrapuestas.

Me explico. La declaración de independencia es el perfecto “programa genérico”, así como la famosa doctrina del “destino manifiesto” es buen ejemplo de “plan universal” siguiendo la terminología de G. B. Como sabéis, el 4 de julio de 1776 (Independence Day, fiesta nacional), es adoptada la Declaración de Independencia (redactada en su mayor parte por Thomas Jefferson) que, en su segundo párrafo —su fragmento más célebre— reza así: “We hold these Truths to be self-evident, that all Men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty, and the Pursuit of Happiness — That to secure these Rights, Governments are instituted among Men, deriving their just Powers from the Consent of the Governed, that whenever any Form of Government becomes destructive of these Ends, it is the Right of the People to alter or abolish it, and to institute new Government, laying its Foundation on such Principles, and organizing its Powers in such Form, as to them shall seem most likely to effect their Safety and Happiness. Prudence, indeed, will dictate that Governments long established should not be changed for light and transient Causes; and accordingly all Experience hath shewn, that Mankind are more disposed to suffer, while Evils are sufferable, than to right themselves by abolishing the Forms to which they are accustomed. But when a long Train of Abuses and Usurpations, pursuing invariably the same Object, evinces a Design to reduce them under absolute Despotism, it is their Right, it is their Duty, to throw off such Government, and to provide new Guards for their future Security”

Asumiendo parte del utillaje conceptual de Bueno, podría aventurarse como hipótesis que el caso Thoreau se resuelve en el desarraigo provocado por el conflicto entre la fidelidad al relato fundacional de los EE.UU. y la obediencia a la política vigente en 1848: destino manifiesto, guerra con Méjico, etc. (En realidad, esto no hace si no daros la razón.)

4. Que los anteriores fines sean metafísicos, o que se basen en una concepción del individuo irreal (porque el individuo aislado será algo imposible, porque el principio de todo planteamiento político no será el “yo”, sino el “nosotros”) no eliminan el hecho de que existe un país, los EE.UU. de América, cuyo relato fundacional descansa en esas ficciones. Y un país, por cierto, que ostenta una envidiable eutaxia (o supervivencia de la propia unidad política, medida a través de su duración temporal). Eutaxia que, según tengo entendido, es el único criterio objetivo que reconoce el Materialismo Filosófico para medir la fuerza de un modelo político.

Relato fundacional que viene a ser el de un “nosotros” (We hold...) que deciden instituir un gobierno con el fin de asegurar esos derechos a todos los “yoes” (varones, eso sí: all Men). Efectivamente, en la declaración de Independencia es el “nosotros” el principio de todo planteamiento político (y aquí estoy de acuerdo con Bueno), pero lo peculiar de ese “nosotros” es que instituye un programa colectivo en el que convierten a los “yoes” en los sujetos políticos. Y en el que, precisamente, se trata de hacer abstracción de los enclasamientos de esos “yoes”:

“Individuo flotante”, ese pleonasmo. El individuo, tal como sociológicamente se concibe en nuestra sociedad, es flotante por definición. La gente se considera “individuo” en la medida en que puede sustraer energías y fidelidad a los fines, planes y programas colectivos. Que eso sea moralmente bueno o no, es otro cantar. Pero ¿quién se atreve a decir hoy que sus fines se hallan perfectamente integrados en los planes o programas colectivos? Sólo algunos exaltados, probablemente mucho más peligrosos que cualquier individuo que, mal que bien, vaya flotando por ahí.