Fernando M.Pérez Herranz, Lenguaje e intuición espacial, Instituto de Cultura Juan Gil Albert, Alicante, 1997, 270 pp. + Pedro Santana Martínez, ed., Semántica de la ficción. Una aproximación al estudio de la narrativa, Universidad de La Rioja, Logroño, 1998, 197 pp.
I. Dos libros singulares sobre semántica
Comentamos en esta reseña dos libros elaborados con absoluta independencia, publicados en el intervalo de un año y, en apariencia, temáticamente distantes. Sin embargo, diríamos que agradecen una lectura conjunta, y no solamente porque en ambos se aprecie la influencia de un mismo autor, Gustavo Bueno, sino porque las cosas mismas que en ellos se tratan lo exigen. Mostrarlo, y dar así a conocer a otros lectores ambos ensayos, es el objeto de esta reseña .
II. Semántica de la ficción
A Pedro Santana, profesor en el Dpto. de filologías modernas de la Universidad de la Rioja, le conocerán ya los lectores de El Basilisco como gramático , aunque muchos sabrán también sus de inclinaciones filosóficas, ahora desarrolladas en los dominios de la teoría literaria con su amplia contribución al libro que acaba de editar para la Universidad de La Rioja.
Semántica de la ficción se divide en dos partes: en una primera, “Teoría”, Pedro Santana nos ofrece su propia aproximación al estudio de la narrativa; la segunda comprende tres estudios sobre otras tantas obras literarias (Pretty Mouth and Green my Eyes de Salinger, Heart of Darkness de Conrad y D’entre les morts de Boileau y Narcejac) a cargo, respectivamente, de Rosario Hernando, J.Díez Cuesta y B.Sánchez Salas –estos dos últimos se ocupan además de la relación de ambas obras con las correspondientes películas de Hitchcock y Coppola, Vértigo y Apocalypse Now. Aunque se nos advierte de que estos estudios ejercitan de modo muy diverso las ideas discutidas en la primera parte por Pedro Santana, queda para el lector averiguar cómo.
En efecto, Pedro Santana no nos ofrece una Teoría acabada que podamos aplicar de inmediato, ni es esa tampoco su pretensión. Aunque se nos ofrezca como un ensayo de teoría literaria (o narratología), sus argumentos se despliegan con arreglo a un canon que se diría más bien filosófico. El capítulo primero se abre con este interrogante: “¿Qué conocimiento sobre el mundo aporta o condensa la narración?” Pero en vez respondernos con una especulación ella misma literaria, Pedro Santana recorre en las cien páginas de su ensayo algunas de las tentativas más rigurosas para dar respuesta a esta pregunta por el lado de la semántica, y particularmente los intentos de interpretar desde alguna lógica (de primer orden, modal, etc.) la estructura de la narración.
En la medida en que esta variante de la semántica, pese a su apariencia matemática, es ya de por sí bastante filosófica –como comprobará cualquiera que vaya a las obras de Frege, Quine, y otros tantos clásicos citados en este ensayo-, la operación argumental de Santana consiste, primeramente, en desbordarla desde la exploración de las mismas limitaciones de sus resultados –en los tres primeros capítulos de esta parte primera. Para superarlas, el autor nos propone no tanto prescindir de los formalismos, cuanto reinterpretar sus fundamentos filosóficos en otra clave distinta de la de los filósofos anglosajones, y recurre para ello a las ideas de conocimiento y ciencia elaboradas por otro riojano, Gustavo Bueno, a lo cual se dedican los dos capítulos finales. En todo caso, Santana no trata de aplicar sistemáticamente la teoría del cierre categorial a la literatura, cuanto de iluminar con algunas de las tesis de Bueno algunas dificultades inherentes a la propia semántica literaria. Se diría que Santana quiere reconstruir positivamente el propio concepto de literatura, siquiera sea como disciplina b-operatoria, aun cuando ello suponga intercalar la propia teoría literaria entre la lingüística y la filosofía.
Así, por una parte, la cuestión del conocimiento se analiza, de acuerdo con la vieja tesis aristotélica, como enclasamiento o clasificación que se discute, a su vez, desde sus fuentes, atendiendo a su génesis operatoria. En la medida en que la semántica discutida en este ensayo opera sobre clases algebraicas, Santana simplemente lo explicita. La novedad aparece al interpretar estas clases operatoriamente como representaciones: las representaciones resultarían de operaciones (en el sentido del facere latino) miméticas, i.e., construcciones subjetuales objetivas al modo de los símbolos en el Crátilo platónico. La normalización de estas operaciones daría lugar a ortogramas, en el sentido de Bueno.
La cuestión es obtener a partir de aquí unos mínimos elementos semánticos mediante los cuales aproximarnos al análisis literario. Santana opta más bien por interpretar directamente como ortogramas los tópicos de la tradición retórica, que le servirían como principia media a esos efectos. Así, se nos ofrece una interpretación lógica de algunos tópicos (como la metáfora o la analogía, con Peirce) donde se mostraría su articulación operatoria como ortogramas. De este modo, la representación literaria se asemejaría a otras construcciones semánticas más generales, a las que Santana se refiere como ideologías.
El conflicto entre ortogramas distintivo de las ideologías, en la medida en que éstas comprenden siempre en uno u otro grado la consideración –polémica- de otras alternativas, se reproduciría ahora en la lectura, en la interpretación literaria. La imposibilidad de una interpretación unívoca equivaldría así a la imposibilidad de una determinación plena de las operaciones conceptuales del autor de la obra por parte de su intérprete, en la medida en que ambos ejercitarían sus propios ortogramas (ideologías), como, en general, es imposible una determinación plena por parte del científico social de las operaciones de los actores estudiados. En el caso de la literatura, esta restricción se evidenciaría en la imposibilidad de reducir plenamente a la forma lógica de los tópicos su contenido semántico, contra la pretensión de tantos analistas por la misma generalidad de estos contenidos –que sería lo que más aproximase la literatura a las ideologías, en el análisis de Santana.
Hasta aquí nuestra propia reconstrucción de este análisis, y en ello radica también nuestra objeción principal: pues si uno de los aciertos de Santana es mostrarnos desde sus mismos resultados la condición especulativa de muchas tesis semánticas pretendidamente científicas –a veces tan sólo por su envoltura lógica-, otras tantas veces nos ofrece como tesis de apariencia positiva las propuestas de Gustavo Bueno, que no son tales. Este no es meramente un defecto formal que pudiera obviarse con una simple reexposición (que, desde luego, no sería como la que acabamos de ensayar): un tratamiento propiamente filosófico de las tesis semánticas nos desvelaría la metafísica que acompaña en al sombra a tantos semantistas, pero, a su vez, se nos mostrarían también aquellos aspectos del materialismo filosófico menos desarrollados, disimulados aquí por esa apariencia positiva de la que, en realidad, carecen: así la teoría materialista del lenguaje todavía está por desarrollar, y la de las ideologías (o nematologías) conoce tan solo algunos apuntes sumamente penetrantes, pero aún incompletos. No cabe, por tanto, asumirlas como doctrinas acabadas de las que se pueda partir sin equívocos, puesto que, en su formulación actual, le exigen internamente a quien las asuma su propio desarrollo. Ello no le resta fecundidad a las propuestas de Santana, pero tampoco le exime de este compromiso, más filosófico que lingüístico.
Nos parece especialmente importante, en este sentido, que elaborase lo que ahora no parece sino una yuxtaposición entre tópicos y ortogramas. Al partir de una articulación del discurso tan peculiar como es la que se nos muestra en los tópicos, Santana logra, en efecto, aproximarnos a los mecanismos mediante los que el discurso nos procura convictio, i.e., causa sus efectos y evidencia así la condición normativa distintiva de la idea de ortograma. Pero queda pendiente el análisis de esa efectividad, si es privativa de la argumentación o si lo es –acaso en distintos modos- de todo símbolo; si cabe desarrollar la teoría de la argumentación más allá de la lógica de primer orden, modal, etc.; si, a su vez, la narración, en sus distintas formas, se deja reducir sin residuo a este género de análisis...
En realidad, estas cuestiones nos devuelven a una disputa clásica, la de la relación de la Retórica aristotélica con el Organon, y la propia articulación entre las partes que lo componen. Cabría ilustrar así, la dificultad del análisis de la narratología, aunque ello suponga también un elogio de la propuesta de Pedro Santana al ubicarla entre la lingüística y la filosofía. Este sería el conflicto que apreciamos en la misma forma de sus argumentos en este ensayo, y de él no esperamos menos que nuevos textos donde dilucidarlo.
III. Lenguaje e intuición espacial
Y si en el caso anterior dábamos cuenta del regressus filosófico ejercitado por un lingüista, no menos interesante resulta el paso contrario, el de un progressus lingüístico puesto en práctica por un filósofo. A Fernando Pérez Herranz, profesor de lógica en la Universidad de Alicante, le conocen ya los lectores de El Basilisco por dos espléndidos trabajos suyos extraídos de su Tesis doctoral , que sería deseable que conociese pronto una publicación íntegra en papel, pues sin duda es una de las más sobresalientes –y, afortunadamente, no la única- de las elaboradas en el entorno ovetense durante esta última década.
Fernando Pérez Herranz enseña lógica en la Universidad de Alicante y fruto de esta docencia son ya dos manuales , a los que se suma ahora, en apariencia, un tercero. Sólo en apariencia, pues, pese a la disposición de sus contenidos, Lenguaje e intuición espacial no es solamente una introducción a los conceptos elementales de la topología diferencial y a su aplicación al estudio de la semántica, aunque también lo sea. De sus siete capítulos, tres (los dos primeros y el cuarto) están dedicados a dotar al lector de unos rudimentos de topología que le permitan afrontar la lectura de los tres últimos, dedicados íntegramente al estudio de la semántica elaborada por Jean Petitot a partir de la teoría de las singularidades (o catástrofes) de René Thom.
Aunque ciertamente es imposible abreviar en estos seis capítulos una teoría tan compleja como la de Thom-Petitot, el lector podrá servirse con provecho de los ejercicios incluidos por Pérez Herranz al final de cada capítulo para, al menos, apreciar el alcance de las tesis de ambos autores. A la dificultad matemática de la teoría de las catástrofes va muchas veces asociada una notable oscuridad filosófica -propiciada, en parte, por el propio discurso de Thom-, pero la solvencia en ambos campos de Fernando Pérez Herranz hace de Lenguaje e intuición espacial una obra indispensable para poder iniciarse en la revolución topológica que Thom propone para las ciencias lingüísticas y la filosofía del lenguaje (que en español se suma ya, no lo olvidemos, a las pioneras de López García). Y si en Semántica de la ficción el lingüista volvía sobre la filosofía en una perspectiva algebraica, aquí el filósofo ilustrará con numerosos ejemplos literarios (poemas de L.Rosales, V.Aleixandre, etc.) el rendimiento que la semántica topológica puede dar en su análisis. De ahí el interés de conjugar la lectura de ambas obras (y animamos a sus autores a enfrentarlas).
Pero el argumento de la obra no se agota en estos cinco capítulos: si en el caso anterior le objetábamos al lingüista su disimulo filosófico, también se lo reprocharemos ahora al filósofo. Pese a la apariencia positiva de los capítulos topológicos, se oculta entre ellos un tercero (“Uni- y n-dimensional”), donde sumariamente se expone toda una filosofía de la lógica, que tiene su fuente en Gustavo Bueno, y encontramos además –en sus siete últimas páginas- un argumento originalísimo debido al propio Pérez Herranz sobre la condición topológica de la lógica. La tesis que se pretende probar dice así:
“Considerando el teorema de Boole, que desarrolla la fórmula de Taylor bajo la ley del índice x = x2, se demuestra, por tanto, que la lógica pertenece a un despliegue de codimensión cero y que, por consiguiente, no se mueve en ninguna dirección espacial”
Este análisis se apoya en el uso que Boole le dio a la fórmula de Taylor-McLaurin en la sección V de El análisis matemático de la lógica. Éste ha sido ya reiteradamente comentado, en una perspectiva gnoseológica materialista, por Julián Velarde con objeto de ilustrar las diferencias entre el modus operandi de lógica y el de la matemática -atendiendo aquí a las indicaciones de Gustavo Bueno. La novedad que aporta Pérez Herranz radica en la interpretación topológica de este uso booleano, y las consecuencias gnoseológicas sobre la naturaleza geométrica de la lógica que así obtiene. Merece la pena comentarla.
IV. Lógica y topología, según Pérez Herranz
Boole, como muy bien apunta Pérez Herranz, apelaba al teorema de McLaurin con objeto de desarrollar funcionalmente su análisis ecuacional de las proposiciones. La apelación es muy abrupta, pues Boole, ya es sabido, no da otra justificación de la introducción del método de McLaurin que la misma importancia de sus resultados. Los comentaristas, que sepamos, no han ido mucho más allá en este análisis, aunque coinciden en señalar la importancia de la ley del índice en la interpretación de la fórmula de Taylor-McLaurin, para poder obtener de ella como resultados los dos valores del universo booleano. Tal es el eje de las lecturas de Velarde y Pérez Herranz
La interpretación gnoseológica materialista que Julián Velarde nos ha ofrecido del proceder de Boole se apoya en el análisis de los símbolos con los que éste opera: de la ley del índice cabría obtener ecuaciones sin sentido lógico donde se mostraría, según Velarde, que en el sistema de Boole la suma no tendría el carácter aditivo de la aritmética, pese a la apariencia de las expresiones empleadas. Por tanto, sería también una falsa adición la que se nos daría entre los términos de la fórmula de Taylor-McLaurin, planteándose así el desafío filosófico de explicar sus usos -puesto que su efectividad lógica es innegable.
Velarde ha propuesto sencillamente el retirarle su condición matemática (aritmética) al uso booleano de la fórmula: “lo que hay es una ‘trampa’”. La apariencia matemática resultaría de la confusión en la interpretación de los símbolos que compondrían los términos “sumados”, pues la totalización implícita en la operación aritmética suma no es la misma que en la suma lógica que Boole efectúa, pues en este caso el término resultante -la x, pongamos- sería de nuevo el que aparecía en los “sumandos”, pues en estos las diferencias (entre x2 y x3, por ejemplo, presentes en los términos tercero y cuarto) se anularían en virtud de la ley del índice ( pues x3 = x(x2) y como x2= x, x3= x2 = x). De acuerdo con la distinción de Bueno, Velarde entiende que la totalización aritmética sería atributiva, y la lógica, por su parte, sería una totalización distributiva.
Pues bien, en que la ley del índice nos permite reducir, como antes mostramos, toda potencia de x a x2 (y ésta, a su vez, a x), cabría interpretar, según Pérez Herranz, que las funciones electivas, en tanto que desarrolladas con arreglo a esta ley mediante la fórmula de Taylor-McLaurin, definirían conjuntos de dimensión cero si las interpretamos geométricamente en el espacio jet de los polinomios de la forma px2+qx3+rx4, puesto que cabría reducir esta expresión precisamente a x2 si p≠0.
Con esto obtendríamos, según Pérez Herranz, un argumento en favor de la teoría autogórica de la lógica defendida por Bueno. Las operaciones del lógico (las relaciones que obtiene) se explicarían atendiendo a la materialidad de los símbolos con los que opera: el significante tipográfico sería indispensable para la constitución del propio significado de los símbolos, i.e., de las relaciones distintivas de la lógica, puesto que las operaciones que con ellos se efectúan nos remiten internamente a identidades constituidas a la escala tipográfica (a=a). Pero, a su vez, la percepción de esta identidad (de la significación de este símbolo) resulta entonces indisociable de la propia constitución del significante, de modo que a se leerá como una constante y nos será una simple mancha de tinta en el papel. A partir de aquí, sostiene Bueno, cabría interpretar, mediante ulteriores desarrollos, la condición lógica, que no matemática, de la ley del índice.
Pues bien, puesto que en la disposición tipográfica de los símbolos sobre el papel se nos mostraría su significación lógica, Pérez Herranz se propone descubrirnos la topología de esta disposición morfológica representando geométricamente (el despliegue de codimensión cero) lo que estaría contenido en ejercicio en la ley del índice. Así, cabría analizar el esquema causal con arreglo al que se constituyen, como acabamos de ver, el significante y el significado de los símbolos lógicos atendiendo a la configuración geométrica en la cual se desenvuelven nuestras operaciones con ellos. De este modo, la teoría de Thom-Petitot sobre la semántica nos serviría para desarrollar los breves apuntes sobre la significación que subyacen a la concepción materialista de la lógica elaborada por Bueno. Y este capítulo filosófico de Lenguaje e intuición espacial se nos mostraría, al fin, como parte de las tesis sobre topología y semántica expuestas en los otros seis capítulos de la obra.
El apunte contenido en esta siete páginas es el objeto de un ensayo más extenso que actualmente prepara Fernando Pérez Herranz, del que con seguridad cabe esperar lo mejor. Sin embargo, las dificultades no son menores. En primer lugar, porque la interpretación que nos propone se apoya en una identidad que quizá sea aparente: la semejanza entre las expresiones que definen el germen topológico x2 y se encuentran en la ley del índice no debiera ocultarnos que la variable x que aparece en ésta se define sobre A={0,1}. En A cabe definir una topología muy elemental T = {Æ,{0},{1},{0,1}}, tal que (A,T) se convierta en un espacio topológico donde quepa definir nociones como entorno, continuidad, límite o derivada de la función dada. Pero la interpretación geométrica que nos propone Pérez Herranz se desdibuja, pues no cabe obtener en (A,T) las funciones que cabe aproximar mediante x2 en el espacio-jet mencionado.
Por otra parte, ¿cabe interpretar la identidad expresada en la ley del índice como modelo isológico distributivo de cualquier relación lógica o no sería sino un caso general de idempotencia? Haría falta decidir si esta intuición de Boole es algo más que un artificio o si es pieza indispensable para la comprensión de toda lógica., y quizá fuese de interés, en este sentido, que Pérez Herranz intentase probarnos este resultado topológico a partir de otros teoremas lógicos. Pues, en general, no podemos evitar la impresión de que su interpretación geométrica de la unidimensionalidad de las construcciones lógicas se apoya más en el carácter autogórico de estos símbolos, común a lógica y matemáticas, que en las disposiciones operatorios que distinguen ambas (que, por cierto, nos exigen la tridimensionalidad, respecto a la cual la bidimensionalidad del papel o la unidimensionalidad de las fórmulas serían más bien construcciones). En todo caso, de los trabajos de Pérez Herranz, cabe esperar soluciones que anularán, sin duda, todos estos interrogantes.
V. La semántica: entre lingüistas y filósofos
La lectura de estos dos ensayos permite, por último, alguna observación epilogal sobre el carácter oscilante de la semántica: si el lingüista-filósofo Pedro Santana se veía obligado a regresar sobre una teoría general de las operaciones para eludir las dificultades de aproximaciones pretendidamente positivas (pero no demasiado eficientes) como las de la lógica, el filósofo-lingüista Pérez Herranz nos propone interpretar la constitución de ese espacio apotético en el que se despliegan nuestras operaciones a partir de la teoría topológica de Thom y, de este modo, interpretar la teoría del lenguaje expuesta en el Crátilo a partir de la mímesis morfológica. I.e., si Santana iba sobre los ortogramas mismos, Pérez Herranz regresa sobre su contexto determinante. Lo que se aprecia en ambos casos es que, al tratar así la semántica, nos alejamos de la dimensión sintáctica a partir de la cual suelen considerar los lingüistas el análisis del discurso, a la cual nuestros dos autores se aproximan sólo en forma parcial. Con todo, se diría por el contenido de ambos ensayos que esta relación sintaxis/semántica tiene algo de dioscúrica, y en parte ello podría explicar la peculiaridad del género argumental que Santana y Pérez Herranz cultivan, creemos que con enorme acierto.
I. Dos libros singulares sobre semántica
Comentamos en esta reseña dos libros elaborados con absoluta independencia, publicados en el intervalo de un año y, en apariencia, temáticamente distantes. Sin embargo, diríamos que agradecen una lectura conjunta, y no solamente porque en ambos se aprecie la influencia de un mismo autor, Gustavo Bueno, sino porque las cosas mismas que en ellos se tratan lo exigen. Mostrarlo, y dar así a conocer a otros lectores ambos ensayos, es el objeto de esta reseña .
II. Semántica de la ficción
A Pedro Santana, profesor en el Dpto. de filologías modernas de la Universidad de la Rioja, le conocerán ya los lectores de El Basilisco como gramático , aunque muchos sabrán también sus de inclinaciones filosóficas, ahora desarrolladas en los dominios de la teoría literaria con su amplia contribución al libro que acaba de editar para la Universidad de La Rioja.
Semántica de la ficción se divide en dos partes: en una primera, “Teoría”, Pedro Santana nos ofrece su propia aproximación al estudio de la narrativa; la segunda comprende tres estudios sobre otras tantas obras literarias (Pretty Mouth and Green my Eyes de Salinger, Heart of Darkness de Conrad y D’entre les morts de Boileau y Narcejac) a cargo, respectivamente, de Rosario Hernando, J.Díez Cuesta y B.Sánchez Salas –estos dos últimos se ocupan además de la relación de ambas obras con las correspondientes películas de Hitchcock y Coppola, Vértigo y Apocalypse Now. Aunque se nos advierte de que estos estudios ejercitan de modo muy diverso las ideas discutidas en la primera parte por Pedro Santana, queda para el lector averiguar cómo.
En efecto, Pedro Santana no nos ofrece una Teoría acabada que podamos aplicar de inmediato, ni es esa tampoco su pretensión. Aunque se nos ofrezca como un ensayo de teoría literaria (o narratología), sus argumentos se despliegan con arreglo a un canon que se diría más bien filosófico. El capítulo primero se abre con este interrogante: “¿Qué conocimiento sobre el mundo aporta o condensa la narración?” Pero en vez respondernos con una especulación ella misma literaria, Pedro Santana recorre en las cien páginas de su ensayo algunas de las tentativas más rigurosas para dar respuesta a esta pregunta por el lado de la semántica, y particularmente los intentos de interpretar desde alguna lógica (de primer orden, modal, etc.) la estructura de la narración.
En la medida en que esta variante de la semántica, pese a su apariencia matemática, es ya de por sí bastante filosófica –como comprobará cualquiera que vaya a las obras de Frege, Quine, y otros tantos clásicos citados en este ensayo-, la operación argumental de Santana consiste, primeramente, en desbordarla desde la exploración de las mismas limitaciones de sus resultados –en los tres primeros capítulos de esta parte primera. Para superarlas, el autor nos propone no tanto prescindir de los formalismos, cuanto reinterpretar sus fundamentos filosóficos en otra clave distinta de la de los filósofos anglosajones, y recurre para ello a las ideas de conocimiento y ciencia elaboradas por otro riojano, Gustavo Bueno, a lo cual se dedican los dos capítulos finales. En todo caso, Santana no trata de aplicar sistemáticamente la teoría del cierre categorial a la literatura, cuanto de iluminar con algunas de las tesis de Bueno algunas dificultades inherentes a la propia semántica literaria. Se diría que Santana quiere reconstruir positivamente el propio concepto de literatura, siquiera sea como disciplina b-operatoria, aun cuando ello suponga intercalar la propia teoría literaria entre la lingüística y la filosofía.
Así, por una parte, la cuestión del conocimiento se analiza, de acuerdo con la vieja tesis aristotélica, como enclasamiento o clasificación que se discute, a su vez, desde sus fuentes, atendiendo a su génesis operatoria. En la medida en que la semántica discutida en este ensayo opera sobre clases algebraicas, Santana simplemente lo explicita. La novedad aparece al interpretar estas clases operatoriamente como representaciones: las representaciones resultarían de operaciones (en el sentido del facere latino) miméticas, i.e., construcciones subjetuales objetivas al modo de los símbolos en el Crátilo platónico. La normalización de estas operaciones daría lugar a ortogramas, en el sentido de Bueno.
La cuestión es obtener a partir de aquí unos mínimos elementos semánticos mediante los cuales aproximarnos al análisis literario. Santana opta más bien por interpretar directamente como ortogramas los tópicos de la tradición retórica, que le servirían como principia media a esos efectos. Así, se nos ofrece una interpretación lógica de algunos tópicos (como la metáfora o la analogía, con Peirce) donde se mostraría su articulación operatoria como ortogramas. De este modo, la representación literaria se asemejaría a otras construcciones semánticas más generales, a las que Santana se refiere como ideologías.
El conflicto entre ortogramas distintivo de las ideologías, en la medida en que éstas comprenden siempre en uno u otro grado la consideración –polémica- de otras alternativas, se reproduciría ahora en la lectura, en la interpretación literaria. La imposibilidad de una interpretación unívoca equivaldría así a la imposibilidad de una determinación plena de las operaciones conceptuales del autor de la obra por parte de su intérprete, en la medida en que ambos ejercitarían sus propios ortogramas (ideologías), como, en general, es imposible una determinación plena por parte del científico social de las operaciones de los actores estudiados. En el caso de la literatura, esta restricción se evidenciaría en la imposibilidad de reducir plenamente a la forma lógica de los tópicos su contenido semántico, contra la pretensión de tantos analistas por la misma generalidad de estos contenidos –que sería lo que más aproximase la literatura a las ideologías, en el análisis de Santana.
Hasta aquí nuestra propia reconstrucción de este análisis, y en ello radica también nuestra objeción principal: pues si uno de los aciertos de Santana es mostrarnos desde sus mismos resultados la condición especulativa de muchas tesis semánticas pretendidamente científicas –a veces tan sólo por su envoltura lógica-, otras tantas veces nos ofrece como tesis de apariencia positiva las propuestas de Gustavo Bueno, que no son tales. Este no es meramente un defecto formal que pudiera obviarse con una simple reexposición (que, desde luego, no sería como la que acabamos de ensayar): un tratamiento propiamente filosófico de las tesis semánticas nos desvelaría la metafísica que acompaña en al sombra a tantos semantistas, pero, a su vez, se nos mostrarían también aquellos aspectos del materialismo filosófico menos desarrollados, disimulados aquí por esa apariencia positiva de la que, en realidad, carecen: así la teoría materialista del lenguaje todavía está por desarrollar, y la de las ideologías (o nematologías) conoce tan solo algunos apuntes sumamente penetrantes, pero aún incompletos. No cabe, por tanto, asumirlas como doctrinas acabadas de las que se pueda partir sin equívocos, puesto que, en su formulación actual, le exigen internamente a quien las asuma su propio desarrollo. Ello no le resta fecundidad a las propuestas de Santana, pero tampoco le exime de este compromiso, más filosófico que lingüístico.
Nos parece especialmente importante, en este sentido, que elaborase lo que ahora no parece sino una yuxtaposición entre tópicos y ortogramas. Al partir de una articulación del discurso tan peculiar como es la que se nos muestra en los tópicos, Santana logra, en efecto, aproximarnos a los mecanismos mediante los que el discurso nos procura convictio, i.e., causa sus efectos y evidencia así la condición normativa distintiva de la idea de ortograma. Pero queda pendiente el análisis de esa efectividad, si es privativa de la argumentación o si lo es –acaso en distintos modos- de todo símbolo; si cabe desarrollar la teoría de la argumentación más allá de la lógica de primer orden, modal, etc.; si, a su vez, la narración, en sus distintas formas, se deja reducir sin residuo a este género de análisis...
En realidad, estas cuestiones nos devuelven a una disputa clásica, la de la relación de la Retórica aristotélica con el Organon, y la propia articulación entre las partes que lo componen. Cabría ilustrar así, la dificultad del análisis de la narratología, aunque ello suponga también un elogio de la propuesta de Pedro Santana al ubicarla entre la lingüística y la filosofía. Este sería el conflicto que apreciamos en la misma forma de sus argumentos en este ensayo, y de él no esperamos menos que nuevos textos donde dilucidarlo.
III. Lenguaje e intuición espacial
Y si en el caso anterior dábamos cuenta del regressus filosófico ejercitado por un lingüista, no menos interesante resulta el paso contrario, el de un progressus lingüístico puesto en práctica por un filósofo. A Fernando Pérez Herranz, profesor de lógica en la Universidad de Alicante, le conocen ya los lectores de El Basilisco por dos espléndidos trabajos suyos extraídos de su Tesis doctoral , que sería deseable que conociese pronto una publicación íntegra en papel, pues sin duda es una de las más sobresalientes –y, afortunadamente, no la única- de las elaboradas en el entorno ovetense durante esta última década.
Fernando Pérez Herranz enseña lógica en la Universidad de Alicante y fruto de esta docencia son ya dos manuales , a los que se suma ahora, en apariencia, un tercero. Sólo en apariencia, pues, pese a la disposición de sus contenidos, Lenguaje e intuición espacial no es solamente una introducción a los conceptos elementales de la topología diferencial y a su aplicación al estudio de la semántica, aunque también lo sea. De sus siete capítulos, tres (los dos primeros y el cuarto) están dedicados a dotar al lector de unos rudimentos de topología que le permitan afrontar la lectura de los tres últimos, dedicados íntegramente al estudio de la semántica elaborada por Jean Petitot a partir de la teoría de las singularidades (o catástrofes) de René Thom.
Aunque ciertamente es imposible abreviar en estos seis capítulos una teoría tan compleja como la de Thom-Petitot, el lector podrá servirse con provecho de los ejercicios incluidos por Pérez Herranz al final de cada capítulo para, al menos, apreciar el alcance de las tesis de ambos autores. A la dificultad matemática de la teoría de las catástrofes va muchas veces asociada una notable oscuridad filosófica -propiciada, en parte, por el propio discurso de Thom-, pero la solvencia en ambos campos de Fernando Pérez Herranz hace de Lenguaje e intuición espacial una obra indispensable para poder iniciarse en la revolución topológica que Thom propone para las ciencias lingüísticas y la filosofía del lenguaje (que en español se suma ya, no lo olvidemos, a las pioneras de López García). Y si en Semántica de la ficción el lingüista volvía sobre la filosofía en una perspectiva algebraica, aquí el filósofo ilustrará con numerosos ejemplos literarios (poemas de L.Rosales, V.Aleixandre, etc.) el rendimiento que la semántica topológica puede dar en su análisis. De ahí el interés de conjugar la lectura de ambas obras (y animamos a sus autores a enfrentarlas).
Pero el argumento de la obra no se agota en estos cinco capítulos: si en el caso anterior le objetábamos al lingüista su disimulo filosófico, también se lo reprocharemos ahora al filósofo. Pese a la apariencia positiva de los capítulos topológicos, se oculta entre ellos un tercero (“Uni- y n-dimensional”), donde sumariamente se expone toda una filosofía de la lógica, que tiene su fuente en Gustavo Bueno, y encontramos además –en sus siete últimas páginas- un argumento originalísimo debido al propio Pérez Herranz sobre la condición topológica de la lógica. La tesis que se pretende probar dice así:
“Considerando el teorema de Boole, que desarrolla la fórmula de Taylor bajo la ley del índice x = x2, se demuestra, por tanto, que la lógica pertenece a un despliegue de codimensión cero y que, por consiguiente, no se mueve en ninguna dirección espacial”
Este análisis se apoya en el uso que Boole le dio a la fórmula de Taylor-McLaurin en la sección V de El análisis matemático de la lógica. Éste ha sido ya reiteradamente comentado, en una perspectiva gnoseológica materialista, por Julián Velarde con objeto de ilustrar las diferencias entre el modus operandi de lógica y el de la matemática -atendiendo aquí a las indicaciones de Gustavo Bueno. La novedad que aporta Pérez Herranz radica en la interpretación topológica de este uso booleano, y las consecuencias gnoseológicas sobre la naturaleza geométrica de la lógica que así obtiene. Merece la pena comentarla.
IV. Lógica y topología, según Pérez Herranz
Boole, como muy bien apunta Pérez Herranz, apelaba al teorema de McLaurin con objeto de desarrollar funcionalmente su análisis ecuacional de las proposiciones. La apelación es muy abrupta, pues Boole, ya es sabido, no da otra justificación de la introducción del método de McLaurin que la misma importancia de sus resultados. Los comentaristas, que sepamos, no han ido mucho más allá en este análisis, aunque coinciden en señalar la importancia de la ley del índice en la interpretación de la fórmula de Taylor-McLaurin, para poder obtener de ella como resultados los dos valores del universo booleano. Tal es el eje de las lecturas de Velarde y Pérez Herranz
La interpretación gnoseológica materialista que Julián Velarde nos ha ofrecido del proceder de Boole se apoya en el análisis de los símbolos con los que éste opera: de la ley del índice cabría obtener ecuaciones sin sentido lógico donde se mostraría, según Velarde, que en el sistema de Boole la suma no tendría el carácter aditivo de la aritmética, pese a la apariencia de las expresiones empleadas. Por tanto, sería también una falsa adición la que se nos daría entre los términos de la fórmula de Taylor-McLaurin, planteándose así el desafío filosófico de explicar sus usos -puesto que su efectividad lógica es innegable.
Velarde ha propuesto sencillamente el retirarle su condición matemática (aritmética) al uso booleano de la fórmula: “lo que hay es una ‘trampa’”. La apariencia matemática resultaría de la confusión en la interpretación de los símbolos que compondrían los términos “sumados”, pues la totalización implícita en la operación aritmética suma no es la misma que en la suma lógica que Boole efectúa, pues en este caso el término resultante -la x, pongamos- sería de nuevo el que aparecía en los “sumandos”, pues en estos las diferencias (entre x2 y x3, por ejemplo, presentes en los términos tercero y cuarto) se anularían en virtud de la ley del índice ( pues x3 = x(x2) y como x2= x, x3= x2 = x). De acuerdo con la distinción de Bueno, Velarde entiende que la totalización aritmética sería atributiva, y la lógica, por su parte, sería una totalización distributiva.
Pues bien, en que la ley del índice nos permite reducir, como antes mostramos, toda potencia de x a x2 (y ésta, a su vez, a x), cabría interpretar, según Pérez Herranz, que las funciones electivas, en tanto que desarrolladas con arreglo a esta ley mediante la fórmula de Taylor-McLaurin, definirían conjuntos de dimensión cero si las interpretamos geométricamente en el espacio jet de los polinomios de la forma px2+qx3+rx4, puesto que cabría reducir esta expresión precisamente a x2 si p≠0.
Con esto obtendríamos, según Pérez Herranz, un argumento en favor de la teoría autogórica de la lógica defendida por Bueno. Las operaciones del lógico (las relaciones que obtiene) se explicarían atendiendo a la materialidad de los símbolos con los que opera: el significante tipográfico sería indispensable para la constitución del propio significado de los símbolos, i.e., de las relaciones distintivas de la lógica, puesto que las operaciones que con ellos se efectúan nos remiten internamente a identidades constituidas a la escala tipográfica (a=a). Pero, a su vez, la percepción de esta identidad (de la significación de este símbolo) resulta entonces indisociable de la propia constitución del significante, de modo que a se leerá como una constante y nos será una simple mancha de tinta en el papel. A partir de aquí, sostiene Bueno, cabría interpretar, mediante ulteriores desarrollos, la condición lógica, que no matemática, de la ley del índice.
Pues bien, puesto que en la disposición tipográfica de los símbolos sobre el papel se nos mostraría su significación lógica, Pérez Herranz se propone descubrirnos la topología de esta disposición morfológica representando geométricamente (el despliegue de codimensión cero) lo que estaría contenido en ejercicio en la ley del índice. Así, cabría analizar el esquema causal con arreglo al que se constituyen, como acabamos de ver, el significante y el significado de los símbolos lógicos atendiendo a la configuración geométrica en la cual se desenvuelven nuestras operaciones con ellos. De este modo, la teoría de Thom-Petitot sobre la semántica nos serviría para desarrollar los breves apuntes sobre la significación que subyacen a la concepción materialista de la lógica elaborada por Bueno. Y este capítulo filosófico de Lenguaje e intuición espacial se nos mostraría, al fin, como parte de las tesis sobre topología y semántica expuestas en los otros seis capítulos de la obra.
El apunte contenido en esta siete páginas es el objeto de un ensayo más extenso que actualmente prepara Fernando Pérez Herranz, del que con seguridad cabe esperar lo mejor. Sin embargo, las dificultades no son menores. En primer lugar, porque la interpretación que nos propone se apoya en una identidad que quizá sea aparente: la semejanza entre las expresiones que definen el germen topológico x2 y se encuentran en la ley del índice no debiera ocultarnos que la variable x que aparece en ésta se define sobre A={0,1}. En A cabe definir una topología muy elemental T = {Æ,{0},{1},{0,1}}, tal que (A,T) se convierta en un espacio topológico donde quepa definir nociones como entorno, continuidad, límite o derivada de la función dada. Pero la interpretación geométrica que nos propone Pérez Herranz se desdibuja, pues no cabe obtener en (A,T) las funciones que cabe aproximar mediante x2 en el espacio-jet mencionado.
Por otra parte, ¿cabe interpretar la identidad expresada en la ley del índice como modelo isológico distributivo de cualquier relación lógica o no sería sino un caso general de idempotencia? Haría falta decidir si esta intuición de Boole es algo más que un artificio o si es pieza indispensable para la comprensión de toda lógica., y quizá fuese de interés, en este sentido, que Pérez Herranz intentase probarnos este resultado topológico a partir de otros teoremas lógicos. Pues, en general, no podemos evitar la impresión de que su interpretación geométrica de la unidimensionalidad de las construcciones lógicas se apoya más en el carácter autogórico de estos símbolos, común a lógica y matemáticas, que en las disposiciones operatorios que distinguen ambas (que, por cierto, nos exigen la tridimensionalidad, respecto a la cual la bidimensionalidad del papel o la unidimensionalidad de las fórmulas serían más bien construcciones). En todo caso, de los trabajos de Pérez Herranz, cabe esperar soluciones que anularán, sin duda, todos estos interrogantes.
V. La semántica: entre lingüistas y filósofos
La lectura de estos dos ensayos permite, por último, alguna observación epilogal sobre el carácter oscilante de la semántica: si el lingüista-filósofo Pedro Santana se veía obligado a regresar sobre una teoría general de las operaciones para eludir las dificultades de aproximaciones pretendidamente positivas (pero no demasiado eficientes) como las de la lógica, el filósofo-lingüista Pérez Herranz nos propone interpretar la constitución de ese espacio apotético en el que se despliegan nuestras operaciones a partir de la teoría topológica de Thom y, de este modo, interpretar la teoría del lenguaje expuesta en el Crátilo a partir de la mímesis morfológica. I.e., si Santana iba sobre los ortogramas mismos, Pérez Herranz regresa sobre su contexto determinante. Lo que se aprecia en ambos casos es que, al tratar así la semántica, nos alejamos de la dimensión sintáctica a partir de la cual suelen considerar los lingüistas el análisis del discurso, a la cual nuestros dos autores se aproximan sólo en forma parcial. Con todo, se diría por el contenido de ambos ensayos que esta relación sintaxis/semántica tiene algo de dioscúrica, y en parte ello podría explicar la peculiaridad del género argumental que Santana y Pérez Herranz cultivan, creemos que con enorme acierto.
{Marzo 1999}
Escribí esta reseña pensando que estos dos libros eran de lo mejor que hasta entonces había producido el materialismo filosófico ovetense. Tomaban ideas de Bueno, pero iban mucho más allá en sus argumentos y su originalidad. Así que escribí esta reseña y la mandé a _El Basilisco_, que es donde tenía sentido servirse de tanto vocabulario buenista sin explicaciones. Su secretaría de redacción acusó recibo de la reseña, pero nunca la publicó, sin dar explicación alguna. Así que yo tampoco volví a escribir para ellos (procuro escribir para revistas que me explican por qué rechazan mis artículos). No fui el primero, tampoco el último... Me temo que en Oviedo nadie publicó después una palabra sobre los argumentos de los dos libros que aquí reseñaba.
ResponderEliminar(Los símbolos matemáticos están mal transcritos, por supuesto)