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27/8/16

Gustavo Bueno (1924-2016), el gran clasificador

“Crítica es clasificación”, decía Gustavo Bueno, el gran clasificador. Abra cualquiera de sus obras y lo más probable es que se encuentre una “teoría de teorías”, en la que sus propias ideas se oponen sistemáticamente a cualquier alternativa. Sólo un genio de la clasificación puede permitirse desafiar así las intuiciones de sus lectores. Bueno era materialista, pero, a diferencia de los materialistas vulgares, defendía la realidad de las ideas (un “género de materialidad”). El de Bueno era un ateísmo católico, en el que la tradición escolástica contaba tanto como la filosofía moderna (y bastante más que la contemporánea). A Bueno algunos le conocieron como falangista (en los 1940) y otros como marxista (en los 1970). De cualquier proyecto político a él le interesaba su implantación efectiva, y la universalidad de su alcance. Lo mejor: un Imperio. “De no ser por la Iglesia católica, el cristianismo habría sido una secta judía más”, decía. Caídas la Alemania nazi y la URSS, Bueno se las ingenió para argumentar que, en el siglo XXI, España es lo más parecido a un proyecto imperial que les quedaba a los filósofos sistemáticos-materialistas-ateos-católicos.

Nuestro gran clasificador era, por supuesto, inclasificable. Nadie se atrevió a mezclar tantas ideas como Bueno a propósito de tantos temas como tocó en su extensísima obra. Él se presentaba como un “compositor” en un medio académico de “intérpretes y arreglistas”, como el español. Suya fue la reivindicación de la Symploké ontológica (“No todo está relacionado con todo”), el cierre categorial (la verdad de la ciencia no es la correspondencia entre teoría y mundo: es una forma de organización del propio mundo a través de las operaciones del científico), el animal divino (el terror prehistórico ante el animal sin domesticar es el origen del sentimiento religioso), y un largo etc. Aunque Bueno no fue nunca demasiado cuidadoso al citar sus fuentes, muchos lectores adivinaban de dónde bebía. Pero eso no disminuye su mérito componiendo: ni en su generación ni en las siguientes encontramos semejante fusión de estructuralismo y escolástica, análisis lógico y fenomenología. Pretendiendo ser, todo el tiempo, más consistente que cualquiera de sus interlocutores, pues para eso –decía– sirve un sistema.

“Pensar es pensar contra alguien”, sostenía una y otra vez Bueno. Contra el propio Bueno, sin embargo, no ha pensado todavía nadie. Como sucede en cualquier escuela, los estudiosos de su materialismo filosófico suelen ser más arreglistas e intérpretes que compositores. Fuera de su escuela, nadie se ha tomado la molestia por ahora. Lo cual no dice mucho de sus méritos intelectuales. Así somos en España: ¿quién piensa hoy contra Zubiri, García Bacca, Amor Ruibal o García Calvo? Dice bastante, en cambio, de su implantación mundana. Como demuestran los obituarios publicados estos días, Bueno fue muy generoso con quienes se interesaban por su obra. Pero tenía también un talento enorme para excluirlos, si se distraían. Como a menudo le oí repetir a su hijo Gustavo, gestor de tantas de sus empresas académicas, al final “vale quien sirve”. Tan divertido como hiriente en el insulto, arbitrario en sus decisiones, atrabiliario en sus formas, muchos de sus colegas dejaron de tratar a Bueno (y de leerle) simplemente para evitarse disgustos. Yo entre ellos: duré dos números en el consejo editorial de su revista (El Basilisco), sin haber pedido ni entrar ni salir. “No se enfade usted, señor Bueno”, le rogaba el presentador en una de sus incendiarias intervenciones televisivas. “No me haga usted enfadar, que es muy distinto”, le respondía él, airado.

Gustavo Bueno podía enfadarse fácilmente y mucho. Lo cual, de nuevo, no prejuzga nada sobre el valor de sus ideas. El suyo no ha sido el único carácter difícil de la Historia de la filosofía y sus vaivenes políticos no son mayores que los de otras ilustres luminarias del XX. Bueno se quejaba de que él leía a todos sus colegas, pero ninguno le correspondía. Quizá les intimidase intelectualmente. Quizá temiesen su reacción si se atrevían a opinar. O quizá, simplemente, les aburriese. De lo que no se daba cuenta era de que no le pasaba sólo a él. Javier Muguerza, paradigma de la cortesía académica, decía a menudo eso de que “de los libros de los amigos no sólo hay que hablar bien; hay que leerlos”. Yo leí mucho a Bueno cuando era estudiante y sus tesis me parecieron siempre más interesantes que los de cualquier otro de sus coetáneos españoles, aunque sólo sea por menos aburridas/predecibles. Para una generación como la mía, que habla inglés y accede a Internet antes de salir de la Facultad, resultó fácil encontrar por ahí versiones mejores de casi cualquier argumento escrito en español en los últimos cincuenta años. Por una parte, porque somos muchos ya los filósofos de lengua española que usamos directamente el inglés para publicar. Por otro, porque al inglés se traduce más filosofía que a cualquier otra lengua. Entre todo lo que yo he leído, Bueno destacó siempre por la originalidad de sus argumentos.

Pero la originalidad no es todo lo que se debería buscar en un filósofo. Cualquier idea de las que interesaron a Bueno, y en particular todas las que se refieren a las ciencias, están discutidas con infinitamente más información y detalle en el mundo filosófico anglosajón. Tanta información y detalle que difícilmente darán lugar a un sistema tan ambicioso como el que pretendió construir Bueno. Aquí está el reto para su materialismo filosófico: ¿habrá entre sus discípulos algún otro compositor que acierte a ponerlo al día y obtener el eco académico que no obtuvo su fundador? ¿O como en tantos palacios de la antigüedad, los lectores de Bueno irán arrancando piezas de su sistema para levantar sus propios argumentos, ajenos ya a la composición original?

"El universo mudanza, la vida firmeza”, decía Bueno con los estoicos. Quizá algún día una biografía intelectual nos descubra cuánto cambió realmente Bueno en sus seis décadas de escritura académica. Hoy sólo podemos admirarnos de su fecundidad filosófica y recordar los buenos ratos que (a algunos) nos ha hecho pasar con sus diatribas. Si estáis contentos, aplaudid al actor.

{Contextos, agosto de 2016}

1/11/12

El oráculo gramatical de Agustín García Calvo



[Escribí este ensayo allá por 1998, intentando poner orden en mis muchas lecturas de nuestro oráculo zamorano. Quise publicarlo en Archipiélago, donde sólo supe que fue considerado "flojo". Sale hoy del cajón, a modo de obituario, en recuerdo de los buenos ratos pasados divagando sobre su obra]

1. Introducción
Agustín García Calvo es autor de una obra singular: para empezar, tan sólo por atribuírsela a su persona, muchos de sus lectores más fieles dirán que nos equivocamos en todo lo que a continuación diremos. Para ellos, como para el propio García Calvo, en los argumentos expuestos en sus Lecturas presocráticas, Contra el tiempo, o cualquier otra de las obras que aquí vamos a comentar, se expresa una razón común irreductible a la del individuo García Calvo o a la de cualquier otro que, llegado el caso, los defendiese. Se dirá entonces que, por pretender lo contrario, estamos presos de nuestro “pensamiento privado”, llenos de pedantería filosófica e ignorantes de las operaciones de tal razón común -aunque sujetos a ella[1]. A éstos, nuestro ensayo quizá ni alcance a divertirles, pero tampoco pretende, desde luego, convencerles.
Nuestras razones para escribirlo son otras. Por una parte, se refieren al interés de la propia obra de García Calvo, y en particular sus ensayos gramaticales, pues es mucho lo que se puede aprender en ellos, aunque no siempre lo que su autor quisiera enseñarnos. En este sentido, se echa en falta una discusión más cuidadosa de su obra por parte de los lingüistas, aunque, obviando ahora otros motivos, es probable que la apariencia especulativa de muchos de sus argumentos gramaticales les retraiga. Quizá un análisis de estas especulaciones como el que aquí proponemos anime a otros a intentarlo.
Por otra parte, si bien García Calvo no es, ni quiere ser, un autor de mayorías, es muy notable la influencia de sus escritos e intervenciones, particularmente entre muchos jóvenes que se ven afectados (!cómo evitarlo!) por aquel embrujo al que se refería una vez Savater[2] hace ya un cuarto de siglo. Quizá éstos, en su indecisión, sí agradezcan una interpretación alternativa de lo que se obra en los argumentos de García Calvo. Y puede, por último, que otros muchos lectores de cualquier edad encuentren en estas páginas ideas que ya ellos mismos desarrollaron en sus propias lecturas, y acaso alguna nueva.
Lo que queremos mostrar en este ensayo es que la pretendida razón común ejercitada por García Calvo en sus escritos encubre una concepción metafísica muy particular del lenguaje,  de la que dimanan sus análisis gramaticales de la Realidad; una concepción que no se defiende sino que se postula oracularmente: lo que hay es lenguaje. A ello sumaremos una breve consideración de las limitaciones de esos análisis, más allá de que se conceda o no la tesis metafísica de partida. De lo primero nos ocupamos en las cuatro secciones siguientes (§§ 2-6), y de lo segundo en las dos restantes (§§ 7-8). Puesto que nuestra intención es más ilustrativa que concluyente –sería imposible agotar la obra de García Calvo en unas pocas páginas-, nos concentramos en la crítica del núcleo gramatical de sus análisis, i.e., la estructura de la frase, y nos referimos en cada sección a textos breves para facilitar su consulta. El argumento comienza aquí.

2. Planteamiento de la discusión: Realidad/lenguaje
Iniciamos nuestro análisis considerando, por ejemplo, uno de los capítulos de una de las últimas obras especulativas de García Calvo, el tratado De Dios[3], a partir de lo que allí encontramos sobre la Realidad y el lenguaje.
La Realidad (por respetar las mayúsculas que el propio autor emplea) sería “el mundo de los significados”, el tesoro léxico de una lengua, o también ideas o entes semánticos aparentemente constituidos por “conjuntos de notas finitos y permanentes”. Pero la Realidad se vería afectada a cada acto de habla, en el que aparecerían nuevas notas que impedirían el “cierre” del vocabulario, y así también el de la definición de cada una de sus palabras semánticas. A la particularidad del vocabulario de cada lengua (a su Realidad) le correspondería en el lenguaje o razón común un “lugar vacío”, un “dispositivo en blanco”: es decir, no habría universales semánticos como sí los habría sintácticos, y por tanto no habría tampoco una Realidad en sí correlativa a la Realidad de cada lengua.
Por escaso que resulte, esto es todo lo que encontraremos en este séptimo capítulo sobre Realidad y lenguaje. A lo largo de la obra no hallaremos más que algunas indicaciones adicionales a este propósito, eso sí dispersas entre abundantísimas digresiones filológicas o gramaticales. No es obviamente su objeto, y es cierto que García Calvo sí apunta ocasionalmente algunos otros ensayos suyos donde se desarrolla este análisis.
Nuestra tesis aquí es que aun con estos análisis la tesis que nos presenta en este capítulo resulta literalmente ininteligible o, a lo más, un juego de evocaciones o sugerencias que serán interpretadas de modo más o menos aleatorio dependiendo de la formación del lector o de sus circunstancias anímicas. En el mejor de los casos, aquél en el que García Calvo sostiene su argumento, el lector lo entendería porque en él, en tanto que hablante, operaría también esa razón común que nos descubriría la mentira de la Realidad, i.e., la imperfecta definición  de su vocabulario[4].  
Por tanto, de ser este el caso, nosotros estaríamos tergiversando aquí la propia argumentación de la obra al referirla a un autor (Agustín García Calvo, Catedrático Emérito de la Universidad Complutense, etc.), y a su vez estaríamos también imposibilitados para entenderla por hablar desde nuestra condición personal, sin apercibirnos de la falsedad de las ideas a las que apelamos, etc..
Mas no creemos que esto ocurra: entendemos más bien que esa contradicción Realidad/lenguaje que García Calvo denuncia no se demuestra, como él pretende, sino que se postula. Los argumentos que, en apariencia, la descubren, dependen de la aceptación previa de esa misma dicotomía, de la que García Calvo parte pretendiéndola evidente. Pero, a nuestro entender, no lo es en absoluto.
Demostrar esto nos obligaría, en principio, a emprender una interpretación de la extensa obra del autor, y en particular de sus ensayos gramaticales. Muchos entenderán, en efecto, que es imprescindible toda ella para dar cuenta de esta contradicción que aquí apuntamos: no podrían faltar ni sus lecturas presocráticas, ni sus disquisiciones contra el tiempo, ni sus opúsculos políticos, ni, por supuesto, sus volúmenes Del lenguaje y De la construcción -y habría quien extendiese esta relación a su obra poética, a su teatro, etc.-.
Pero entendemos, por contra, que lo más valioso o mejor argumentado de sus ensayos se encuentra en torno a sus análisis de la estructura de la frase: de ellos dimana el enunciado más preciso de esta contradicción lenguaje/Realidad; ellos sostienen también tanto su formulación de las paradojas de Zenón o Heráclito como sus otros estudios filosóficos; y a estos análisis se adecua también un buen número de capítulos de sus obras lingüísticas (aunque su aportación diste mucho de reducirse a ellos). Articularemos, entonces, este comentario en torno a unos cuantos ensayos breves donde se encuentran ejemplarmente expuestos estos análisis, facilitando así su discusión. Quede después para el lector más curioso verificar si nuestras objeciones se extienden también al resto de la obra del filólogo zamorano.
3. Realidad/lenguaje o Semántica/gramática
Abandonemos, entonces, De Dios, y vayamos sobre uno de los artículos a los que en él se nos remite, las Tentativas...[5], ejemplar a estos efectos por su claridad y concisión. Allí, en efecto, aparece delineada la oposición semántica/gramática, reformulada luego como Realidad/lenguaje. La oposición como tal no se discute o analiza: tan apenas se modula mostrando que en algunos casos no es dicotómica, pero se parte del supuesto de que sí lo sería cuando de la  predicación se trata. I.e., la predicación sería “el acto asemántico por excelencia”, pues la operación o acto que se efectúa al decir -“pues predicación no es otra cosa que acción de decir o puesta en juego del mecanismo de la lengua”- desaparecería al nominalizarse, convirtiéndose en un semantema,  su sentido -“la operación que el acto de hablar realiza”. Como se mostró después en el primer volumen Del lenguaje, el sentido estaría depositado en la prosodia de la frase, en alguna de sus modalidades[6]. Por tanto, la oposición semántica/gramática se nos mostraría canónicamente en la dicotomía predicación (acción lingüística, sentido)/ significado.
¿Pero por qué la predicación sería como tal “asemántica”? En buena parte, creemos, porque la significación se haría consistir en la sola “identificación de un término del sistema léxico de la lengua con otro término” (Tentantivas..., p.42) y el vocabulario, a su vez, se entendería como un dominio ontológicamente exento. La predicación, considerada acaso como canon de las operaciones lingüísticas, se entendería ajena a la constitución del significado pues éste aparecería por “abstracción” a partir de aquélla, sin que García Calvo se extienda en explicaciones de esta operación abstractiva. De este modo, se cierran las Tentativas... con un aparente dilema que se ofrece ante nuestro autor y sus lectores, donde se evidencian ya sus opciones ontológicas: o “el contexto extralingüístico” está “lingüísticamente organizado” o no lo está, y es “algo no sabido ni ordenado”. Es decir, se resuelve la omnitudo rerum -de la que se separa el lenguaje- en “contexto extralingüístico” y se da a elegir entre una configuración lingüística (o bien semántica, o bien gramatical) y la ausencia de cualquier otra configuración.
Pese a la densidad argumental de este artículo, como la de tantos otros ensayos de García Calvo, se dan por resueltas sin discusión sus opciones fundamentales. Pues, como decíamos anteriormente, la cuestión no es si aceptamos o no la originalidad del  esquema frástico unimembre o si son ocho o diez sus modalidades (prosódicas) elementales. A la aceptación de estas tesis no va inevitablemente aparejado un compromiso con aquellas otras de García Calvo acerca de la significación o el mundo, como quizá él mismo da a entender.
4. Gramática y ontología
Acaso el nexo más sólido entre el análisis gramatical y la ontología (la tesis sobre la configuración lingüística del mundo) se encontraría en el argumento que nuestro autor nos ofrece en la discusión de las contradicciones presocráticas -zenonianas o heraclíteas-, y de éstas no se siguen las conclusiones que pretende García Calvo mas que si partimos de la dicotomía Semántica/gramática.
El análisis que García Calvo emprende de éstas es declaradamente gramatical, como se muestra con especial claridad -valga este ejemplo como cualquier otro de su obra- en una de las sesiones de discusión desarrolladas por los años setenta en la Universidad de Lila,  transcrita luego en sus Lecturas presocráticas[7]. Allí comenta, por ejemplo, el cuarto fragmento de Zenón atendiendo a “la implicación física de la aporía con la evidencia gramatical”:
Lo que se mueve no se mueve ni en el lugar donde está ni en el lugar donde no está (ni allí donde se encuentra ni allá donde no se encuentra).
García Calvo ensaya una interpretación a partir del enunciado “el móvil, no se mueve”. “El móvil”, indica, sería el sujeto o thêma y “no se mueve” el predicado o érgon. De acuerdo con el análisis expuesto en las Tentativas..., “el móvil” se referiría a un elemento del vocabulario de nuestra lengua, mientras que el predicado -la acción verbal- tendría su sentido expreso en la correspondiente modalidad frástica (de la que aquí nuestro autor no se ocupa). Le basta con la constatación de que el sujeto sería el término inactivo (el ser, dice, o ente semántico) y por tanto netamente distinto del predicado, término activo, cuya acción no cabría referirla al “móvil” sin quebrar la estructura bimembre de la frase (sus dos bloques de simultaneidad): si se tomase la parte activa “no se mueve” para referirla a la parte pasiva “el móvil”, en ese momento aquélla dejaría de ser érgon pasando a ser thêma de una nueva frase. El sentido se transformaría en significado.
Aquí se mostraría “la contradicción entre la pretensión de que pasen cosas y la de que esas cosas tengan un nombre o estén constituidas como ideas” (p.129), que cabría parafrasear como la contradicción entre que el mundo tenga una configuración semántica (que se supone inmutable) y que en él se den acciones (verbales).
Es decir, que García Calvo impugna la primera de las opciones del dilema con el que cerraba sus Tentativas... atendiendo a la oposición anteriormente formulada entre semántica y gramática: pese a que lo conocemos a través de nuestro vocabulario, el mundo no puede estar configurado semánticamente, pues la propia acción del lenguaje nos mostraría que esa configuración es contradictoria: no habría ideas en el mundo en el que se habla, donde se actúa -como, en rigor, no habría acción en el mundo del que se habla.
Mas, como decíamos antes, debe advertirse que esta interpretación de la disyuntiva es  consecuencia (y no causa) de la oposición anterior entre semántica y gramática, sobre la que nada se nos dice aquí tampoco. García Calvo asume que la realidad está semánticamente configurada por la sencilla razón de que la realidad sería tan sólo el vocabulario de cada lengua. Ahora bien, como nuestro autor entiende, por obra de la dialéctica, que el vocabulario no agota lo que hay en el mundo, aquello que no es vocabulario sería... gramática. Por tanto, todo ello se nos debe mostrar en el discurso, de modo que nos encontraremos reformulada la dicotomía en la estructura de la frase: el sujeto sería la semántica, y el predicado, la acción gramatical.
Advirtámoslo, si la lectura gramatical de la paradoja zenoniana tenía sentido físico era porque previamente se había supuesto que la física (la Realidad) no es más que el vocabulario (griego o castellano), y el movimiento era, a su vez, el propio decurso de la acción lingüística. Si García Calvo pudo resolver el dilema con el que cerraba sus Tentativas... era porque sencillamente parte del postulado de que todo –la Realidad y lo que no lo es, si cupiese totalizarlo- es lenguaje.
5. El gramático y el oráculo
Con todo ello no estamos diciendo que García Calvo pida el principio en su argumento. Más bien es que lo ignora, no se preocupa de explicar qué se quiere decir con que todo es lenguaje, concentrándose, en cambio, en el análisis gramatical donde ya está supuesto lo que debiera demostrarse. Toda objeción contra estos análisis es inútil, puesto que los argumentos que se puedan ofrecer en contra incluirán, con toda probabilidad, oraciones bimembres como las que acabamos de considerar, i.e., se referirán a la Realidad, y serán, por tanto, falsos.
Pero ello es a costa de reducir  cualquier argumento, y por extensión la realidad toda, a la oposición thêma/érgon: el contenido del argumento, o las cosas mismas, serían semántica, y su lógica, cualquiera que fuese, sería gramatical. Pero entendemos que ello no basta para dar cuenta críticamente de construcción alguna. Si García Calvo lo consigue es a costa de despreciar como insignificante o trivial extensísimos episodios de la Ciencia o el Estado: átomos, elementos químicos, células, organismos, especies, fratrías, monarquías, democracias.... todo esto serían nombres, semántica, y por tanto falsos; respecto a la organización del átomo, de cualquier elemento químico, de las células..., se dirá que su única lógica es gramatical. Pues lo que hay es lenguaje, y ese es el postulado del que, para García Calvo, se debe partir.
Muchos pensarán, desde luego, que no es ésta una tesis postulatoria, puesto que no son pocos sus defensores en este siglo -para unos, algún Wittgenstein, para otros, Whorf, etc.. Pero advirtamos que no cabe yuxtaponer los argumentos de ninguno de éstos a los de García Calvo, pues la sabiduría de nuestro autor se nos ofrece en contra de filósofos y científicos, incluidos aquellos que quisieron probar tesis análogas.  Al hacerlo, habrían reducido el lenguaje a una idea de sí mismo, da igual si científica o filosófica, pues lo cierto es que ya no sería el mismo que se expresa por boca de nuestro Heráclito[8].
La ausencia de otros argumentos que no sean los gramaticales para justificar ese desprecio engendra, creemos, la apariencia oracular de sus mensajes. Pues García Calvo no sería un filósofo, cosa que él mismo asume, pero tampoco será sólo un buen gramático: García Calvo es, en los más de sus escritos e intervenciones, un oráculo. Adviértase, sin embargo, que ésta no es una calificación intrínsecamente despectiva: la sabiduría gnómica u oracular ha acompañado secularmente a la filosofía, fundiéndose con ella con relativa frecuencia, pero no por ello debe menos el filósofo debelarla.
6. La absorción del mundo en el lenguaje
Quizá  se entienda mejor esta objeción si consideramos uno de los ensayos donde García Calvo más se aproxima al género de discusiones que consideramos filosóficas, que curiosamente es uno de los más antiguos publicados : “Estalín acerca del lenguaje” (datado entre 1958 y 1969) [9], donde discute la conocida refutación de las ideas de Marr sobre el lenguaje que Stalin efectuó en los años cincuenta. Dos son los aspectos que nos interesan de este ensayo: por una parte, es uno de los pocos en los que García Calvo da cuenta celosamente de las alternativas que discute en los propios términos en que están expuestas; por otra parte, y acaso tenga que ver con lo anterior, no introduce el análisis gramatical que aquí hemos ejemplificado, pero sí apela a la oposición más general thêma/érgon.
En efecto, tras una pulcra exposición comentada de la dicotomía, García Calvo pretende disolver en sus mismos fundamentos la distinción marxista base/superestructura:
[I]nsinuamos que todo medio de producción es a su vez lingüístico en tal sentido, que toda producción artificial o humana constituye una reflexión lingüística, que el homo faber es idéntico con el homo loquens. (p.36)
El alcance de este insinuación se desarrolla en cuatro cláusulas, de las que destacamos la última:
Como lengua en sentido sosiriano, como sistema de signos total, vigente, organiza y sistematiza todo, la sociedad usuaria del sistema y el mundo pretendidamente exterior, pero que en realidad le pertenece; y es así como igualmente da su ser a lo que no lo tiene, ya que el supuesto mundo exterior a la organización y al sistema no puede tener más ser que el de un mero flatus uocis, y en modo alguno se puede reconocer como siendo realmente algo aquello que se proclama al mismo tiempo incognoscible por definición. (p.37)
De la constatación de cómo la lengua media en el desarrollo de otras operaciones humanas (“como código de comunicación”), coadyuvando a su ejecución en un sentido que desbordaría con mucho la teoría epistemológica del reflejo defendida por el materialismo dialéctico soviético, García Calvo pasa a postular él mismo un Diamat invertido: en él los contenidos de la conciencia no reflejarían la dialéctica de los acontecimientos del mundo, sino que el mundo se resolvería por “abstracción” (p.38) en una imagen especular de los conflictos dialécticos de la lengua. Pero así como el Diamat -cuyas opciones, advirtámoslo, en absoluto asumimos- se forjó como una opción filosófica en minuciosa disputa con otras tantas epistemologías de los siglos XIX y XX, las tesis de García Calvo se nos ofrecen postulatoriamente apelando a su presunta evidencia (“se proclaman”), aunque, en realidad, no sean menos deudoras de otras tantas lecturas filosóficas por más que éstas no se citen.
El interés de estos pasajes se encuentra, por tanto, en mostrar cómo un García Calvo disminuido de registros oraculares y más cercano a los argumentos ajenos, obtiene conclusiones análogas a las de su obra ulterior sin mediar digresión gramatical alguna. Basta con postular la absorción de la omnitudo rerum en la lengua, declarando el resto incognoscible para borrar la distinción marxiana o cualquier otra que se oponga. 
7. La absorción del lenguaje en el mundo
Pero esto tiene un grave inconveniente que habrán apreciado sin duda muchos lectores de García Calvo, incluidos los más tempranos. Absorber el mundo del que hablamos en la lengua obliga a dar cuenta con ésta de todos sus fenómenos, obligando al gramático a ingeniar explicaciones tan artificiosas como traicioneras. Si volvemos al capítulo del De Dios, que comentábamos al principio, nos encontraremos con un buen ejemplo en sus disquisiciones sobre la aritmética y la geometría -desarrolladas desmedidamente antes en su monumental Contra el tiempo[10].
Allí se nos ofrece, entre otras cosas, una genealogía gramatical de los números: originalmente habrían sido una clase de cuantificadores, sin contenido semántico, que se habrían “cosificado” -i.e., se habrían convertido en parte de la Realidad, ajena a la gramática- al desarrollarse los cálculos matemáticos “al servicio de la Ciencia” (p.239). Los ejemplos que García Calvo menciona, sin desarrollarlos, son particularmente complicados (el cálculo infinitesimal, la geometría algebraica), pero indica también uno mucho más simple y no menos interesante que aquí vamos a comentar: la invención del cero en la escritura aritmética, al elevarse a significado la notación del lugar donde no hay cifra alguna (p.245).
Lo que en De Dios no es más que una indicación lapidaria se encuentra desarrollado mucho antes en un opúsculo suyo no demasiado conocido, De los números[11]. En un breve excurso sobre la condición gramatical del número (pp.118-ss), se nos explica cómo operarían a partir de su aparición en enunciados tales como “Los convidados son 13”: no añadirían notas a la comprensión del sujeto, pero tampoco serían un elemento semántico intercambiable con él -pues “los convidados” no querría decir “13”. Al decir “los convidados son 13” se constataría “la correspondencia entre las sucesivas veces de aplicación del concepto ‘convidado’ a ellos y el tramo de la serie de los índices numéricos que termina con el 13” (p.119). Esta sería una serie ordinal, una escala de índices destinada a definir la extensión de los conceptos, común a todas las lenguas “que participen de números propiamente dichos” (p.122).
Por tanto, sería “un mero abuso terminológico tomar ‘0’ como un número y, al hacerlo así, según las ideas de los que tal hacen, considerarlo como un objeto conceptualmente definido” (p.129), pues como signo indicaría solamente que “no hay”. No podría referirse a cosa alguna “pues para ello tendría que haber un concepto al que esa cosa perteneciera, y ese concepto sería el de ‘lo que no hay’”, que no sería un concepto pues la auténtica negación, en la gramática de García Calvo, no podría servir para definir positivamente (por exclusión) un concepto -a riesgo de positivizar o dar contenido semántico a predicaciones unimembres en las que ésta interviene.
Convendría primeramente examinar el fundamento de la distinción entre ordinalidad y cardinalidad. Pues García Calvo no pretende que la cardinalidad surja del solo paso del término 13 a sujeto de una frase bimembre. Opera más bien in medias res a partir de formulaciones ya de apariencia aritmética como a+a=2a, que él propio García Calvo se cuida de reinterpretar: ni ‘a’ sería una constante algebraica, ni ‘+’ la adición aritmética, ni ‘2’ miembro alguno de un conjunto numérico. Las dos menciones de ‘a’ serían el contenido de dos bloques de simultaneidad entre los que el signo ‘+’ haría las veces de coma mientras que ‘=‘ operaría como el “eje o corte de las predicaciones de tipo S-P”. Finalmente, ‘2a’ sería un tercer bloque de simultaneidad en el que ‘2’ no sería un índice numeral del tipo de los anteriormente descritos, sino un cardinal in fieri:
Se ha sacado la cuenta, no ciertamente de las ‘aes’, sino de las veces del único y mismo ‘a’. Es entonces cuando, al aparecer la idea ‘dos veces ‘a’’ aparece por primera vez el número cardinal 2. (p.30)
García Calvo no se arredra ante el caso “a+b=2x”, donde ‘x’ sería el resultado de contar “las veces de aplicación de una misma nota  (que en ello se reconoce como la misma) a situaciones diferentes” (p.49). Es decir, se evacuarían los contenidos algebraicos o aritméticos de la fórmula para proceder a su análisis gramatical según el esquema anteriormente esbozado: de una secuencia ordinal de signos -actos de producción- asemánticos se pasaría predicativamente a una ideación de la misma.
Encontramos aquí no una extensión infundada del análisis gramatical de nuestro autor, cuanto una expresión más de su misma estrategia analítica. Pues lo esencial tanto en el caso lingüístico ordinario como en este otro, de apariencia matemática, es que desde un dominio que se dice falto de configuración semántica se obtiene -apelando a la “abstracción” cual deus ex machina- la Realidad como producto lingüístico. Y así como en el ejemplo lingüístico “Hay ladridos” se nos pide que desconectemos “ladridos” de cualquier experiencia (semántica) del mundo del  que se habla para interpretarlo de acuerdo a la melodía que expresaría su sentido (que no el ladrido del perro), en el caso de “a+a” debiéramos evitar nuestra experiencia aritmética para atenernos a la noción formal de bloque de simultaneidad (vez). Pero, puestos a suspender el juicio, a ignorar lo que sabemos, ¿por qué debiéramos interpretar ‘=’ como marca predicativa y no como una nueva interrupción del decurso melódico? ¿Y por qué no luego ‘2a’ como dos nuevos elementos rítmicos, puesto que su yuxtaposición es meramente visual y en el decurso verbal aparecen como tales? ¿Por qué, en fin, ajustar esta fórmula a la estructura frástica que García Calvo nos propone, si no es para poder obtener la fórmula de la frase? Más bien diríamos que con la “abstracción” se reintroduce simplemente aquello de lo que ya se partía aparentando que antes no estaba.
8. La oscuridad del lenguaje sin el mundo
Cabría, por otra parte, preguntar (sin encontrar respuesta en el De los números o luego en Contra el tiempo) qué más nos aporta la Gramática así entendida en el análisis de las construcciones matemáticas. ¿Cómo opera, por ejemplo, la razón común para obtener una estructura de grupo en un conjunto numérico a partir también de la operación adición/abstracción? No se sabe muy bien si acaso éstas serían ya minucias semánticas (Ciencia/Teología) de las que García Calvo no tendría por qué ocuparse.
A este respecto ilustremos, finalmente, el caso del 0 al que antes nos referíamos. Ello nos obliga a dejar la obra del Heráclito zamorano, pero, por fortuna, contamos en nuestra lengua con un magnífico estudio que será sin duda conocido por los lectores de Archipiélago: el ensayo de Emmánuel Lizcano Imaginario colectivo y creación matemática.[12]
Entre los muchos análisis de interés que incluye, se cuenta un estudio sobre la aparición del cero en la resolución de ciertos sistemas de ecuaciones en la matemática china, tal como se documenta en textos datados alrededor de los primeros siglos de nuestra era. Sumariamente, diremos que los sistemas de ecuaciones se planteaban disponiendo en forma matricial palillos sobre una superficie -como, por ejemplo, un tapiz- representando, según un sistema decimal y posicional, lo que serían hoy los coeficientes de las incógnitas. A partir de esta disposición, los textos recogen ciertas reglas de manipulación de los palillos que conducen a la resolución de las ecuaciones prefigurando el que muchos siglos después sería el denominado método de Gauss. Pues bien, uno de los aspectos más notables (y no el que más) de este método era que suponía operar con el cero, número para el que no se disponía de representación con los palillos. El cero aparecía en el curso de las manipulaciones al desaparecer todos los palillos de una posición quedando vacía. Por abreviar el sutil y fecundo análisis de Lizcano, el wu con el que se refieren al cero algunos de los comentaristas del método plantea singulares dificultades de traducción: “es una partícula negativa que puede traducirse por ‘no’, ‘sin’, ‘no haber’, ‘no tener’, o por los sufijos privativos/negativos ‘a-’, ‘in-’,... (así wu jiang significa ‘i-limitado’)” (p.90).
Lo que nos importa aquí no es tanto la discusión filológica de si se ha semantizado una partícula que antes carecía de significado, o si en el uso común wu es aquí intercambiable por ‘hueco’ o ‘vacío’. Lo que importa es que la referencia a ese hueco o vacío no tendría valor matemático alguno por sí mismo y, de hecho, muchos intérpretes dudan de que el hueco sea como tal un cero aritmético. Pero, sin embargo, y éste es uno de los hallazgos de Lizcano, es obligado interpretarlo así si atendemos a cómo queda determinado este hueco por las propias reglas de representación y manipulación con palillos, y no ya por la estructura frástica de su formulación.[13]
Dicho de otro modo, la semantización de esa partícula sería indisociable de su uso en unos contextos operatorios (por lo demás, tan cotidianos en China como alejados de lo que entendemos por Ciencia o Razón común) que son los que dotan  al wu de contenido matemático. Contextos operatorios en los que media, desde luego, la formulación verbal de unas reglas que rigen las operaciones con los palillos, pero -y aquí está el desafío- ¿cuál sería su contenido matemático si las tomásemos una a una y analizásemos la semántica de sus términos, desentendiéndonos de lo que efectivamente se hace con los palillos?
Cualquiera que enfrente el problema con un mínimo de rigor (y para “no hacer trampa” lo mejor sería partir de una traducción donde las reglas aparezcan tan perfectamente polisémicas como son en chino, y sin la formulación algebraica occidental al lado [14]), verá cómo un análisis como el que García Calvo nos propone del cero no va más allá de un mero comentario de la etimología de ‘cero’ interpretada en las coordenadas de su dicotomía Realidad/lenguaje, en el que la enorme complejidad de la historia de la cifra se desprecia por insignificante. Si esto es así con el 0 -y discúlpesenos que huyamos de la prolijidad del comentario-, ¿qué decir del resto de cábalas matemáticas que llenan De los números o Contra el tiempo?
9. Final
¿Qué hemos querido probar con todo esto? Más que probar, hemos intentado ilustrar cuál es el núcleo gramatical en el que se apoyan los análisis de García Calvo (la oposición de la Realidad al lenguaje), y mostrar, por una parte, que los argumentos de García Calvo dimanan de uno que tan apenas se justifica –aunque muchos estén dispuestos a aceptarlo: todo es lenguaje. Por otra parte, hemos querido apuntar cómo, aun en el caso de aceptar sus tesis gramaticales, es muy poco lo que con ellas podemos saber del mundo, a menos que vayamos diluyendo el mundo en la gramática, en lo cual perdemos algo más que un residuo. En la medida en que este artículo es del todo inconmensurable en su extensión con el conjunto de la obra de García Calvo, no puede ser concluyente, pero, como ya dijimos, tampoco lo pretendíamos.
Quizá alguien haya echado en falta la consideración de la obra política de García Calvo, la más conocida para muchos de sus lectores. Habrá incluso quien afirme que, obviando ésta, no podremos entender nada sobre lo que García Calvo quiere decirnos. Nuestra posición es justamente la inversa: lo poco que se puede entender de su obra política es precisamente aquello que dimana de lo que aquí se ha expuesto. El resto es más bien un centón, declamado muy solemnemente, cuyo éxito radica en que por su propia indeterminación semántica, cada cual podrá interpretarlo como su razón le dé a entender –eso sí, convencido siempre de estar en una verdad común.
Es posible  que muchos juzguen este artículo a partir de este último párrafo, pero puede también que otros tantos acaben compartiéndolo después de leerlo. Como dijo el Oscuro, ajuste inaparente, mejor que el aparente.



[1] En el espíritu del conocido fragmento de Heráclito: “Que para los que están despiertos hay un mundo u ordenación único y común, mientras que de los que están durmiendo cada uno se desvía a uno privado y propio suyo” (fragmento 89 de la edición Diels-Kranz, y quinto de la del propio García Calvo, Razón Común. Lecturas Presocráticas II, Lucina, Madrid, 1985)
[2] "Tras frecuentarle [a García Calvo] los filósofos modernos parecen histriones o alucinados; su prosa puede llegar a ser un veneno paralizador, pues cabe la tentación de suspender el propio pensamiento y esperar a que él piense nuestros temas o dé forma a nuestras angustias." (F. Savater, "El pensamiento negativo: del vacío a los mitos", artículo recogido por M.A.Quintanilla en la primera edición de su Diccionario de Filosofía contemporánea, Sígueme, Salamanca, 1979)
[3] De Dios, Lucina, Zamora, 1996
[4] “Pues yo, mientras no se me refiera a algún puesto, cargo, sector o fechas de la Realidad ni se me fije por lo menos en una etiqueta de Nombre Propio o Número de Identificación,
                mientras no sea más que el que esté hablando y diga acaso ‘Yo’, ‘me’, ‘voy, ‘pienso’,
                no soy ciertamente nadie determinado,
                no soy una persona o cosa de la Realidad,
                y, por mucho que sea yo la Primera Persona Gramatical, en modo alguno se puede pretender que exista.” (De Dios, p.253)
[5] “Tentativas para precisar la imprecisión del uso de los términos significación, denotación y sentido, metalingüístico y abstracto, pragmático y modal”,  Revista Española de Lingüística 2, 1972, pp.145-67. Reeditado después en Hablando de lo que habla. Estudios de lenguaje, Lucina, Zamora, 1989, pp.33-56, por donde citamos.
[6] Del lenguaje, Lucina, Madrid, 1979, en particular del capítulo III en adelante. La cuestión de la sintaxis de la frase está ampliamente estudiada después en De la construcción (Del lenguaje II), Madrid, Lucina, 1983.
[7] “De una sesión en la Universidad de Lila”, en Lecturas presocráticas, Lucina, Madrid, 1981, pp.168-182.
[8] Sobre este particular, cf. la voz “Lenguaje” redactada por García Calvo para la Terminología científico-social (Anthropos, Barcelona, 1988) editada por R.Reyes y recogido luego en el ya citado Hablando de lo que habla. Por ejemplo, “Así es que se pueden hacer con el lenguaje una de dos: o bien se le toma como una cosa entre las cosas, y en este caso, diversas disciplinas, más o menos científicas se ocupan de él (...) o bien se deja que él recoja (en grabación, en escritura, en la memoria) un tramo de lo que él mismo ha producido, y examinándolo, trate en primer lugar de tomar conciencia de los elementos, discontinuos y abstractos, que lo forman y de sus relaciones en la sucesión (...)”
[9] Publicado en Lalia. Ensayos de estudio lingüístico de la sociedad, Siglo XXI, Madrid, 1973, pp.23-38.
[10] Véase, por ejemplo, el “Ataque 13” incluido en Contra el tiempo, Lucina, Zamora, 1993,
[11] De los números, La Gaya Ciencia, Barcelona, 1976.
[12] E.Lizcano, Imaginario colectivo y creación matemática. La construcción social del número, el espacio y lo imposible en China y en Grecia,Gedisa-UAM, Barcelona, 1993.
[13] Dice Lizcano: “Lo que define al cero-wu no es su ser o su no-ser, sino su relación, el modo singular en que opera sobre otros números/nombres. Concretamente, lo que hoy llamaríamos su función de elemento neutro del grupo aditivo de los enteros {Z,+}, si por tal entendemos el conjunto de los números/nombres zheng, los fu y wu, dotados de la operación adición sustracción.” (Op.cit., p.105) Pero para descubrirlo, debe desarrollarse un análisis de las operaciones con los palillos y el tapiz tal como Lizcano nos lo propone en el capítulo II de su ensayo.
[14] A partir de la sola formulación que ofrecemos (la traducción que nos ofrece Lizcano), sin conocimiento de la disposición de los palillos sobre el tapiz, etc., øquién podrá deducir que se trata de reglas que determinan una estructura algebraica? Así, pruébense a interpretar las siguientes reglas sobre la adición: (1ª), “Los [palillos] de nombres diferentes se contraen mutuamente”; (2ª), “Los [palillos] del mismo nombre se acrecientan mutuamente”; (3ª), ”Si un [palillo] positivo no tiene a qué enfrentarse (wu ru) se positiviza”; (4ª), “Si un [palillo] negativo no tiene a qué enfrentarse (wu ru)  se negativiza”. La solución en Lizcano, op.cit., p.88.

{Inédito, 1998}

10/7/11

Ángel Díaz de Rada, Cultura, antropología y otras tonterías, Trotta, Madrid

Durante años la divulgación científica más exitosa fue cosa de científicos naturales (principalmente físicos, a los que gradualmente se sumaron biólogos). Sólo en la última década los científicos sociales comenzaron a competir en popularidad como divulgadores gracias, sobre todo, a economistas y psicólogos (pensemos en Freakonomics o Stumbling on Happiness). Cabe sospechar que buena parte de su éxito se debe a cómo confirman o contradicen con sus datos algunas de nuestras intuiciones (o prejuicios) más arraigadas: por ejemplo, la de que somos capaces de anticipar nuestra felicidad futura (nos equivocamos sistemáticamente, según Gilbert). Sea explotando bases de datos con técnicas estadísticas o mediante experimentos (en el laboratorio o fuera de él), la evidencia que los científicos sociales están reuniendo sobre los fenómenos más diversos es digna de interés. Menos interesantes resultan las teorías de las que se sirven para explicarlos: la evidencia disponible ilustra más bien regularidades de carácter principalmente local, pero las ciencias sociales siguen sin leyes de aplicación general comparables a las de la física o la biología.

Ángel Díaz de Rada inaugura, creo, el género de la divulgación antropológica en nuestro país rebelándose contra estas convenciones literarias: Cultura, antropología y otras tonterías no pretende excitar nuestra curiosidad con la evidencia acumulada en trabajos de campo, sino aclarar la confusión reinante sobre el concepto de cultura. El libro se articula sobre una revisión de las principales teorías antropológicas sobre la cultura, a las que el autor opone su propia concepción, ilustrada de un modo decididamente coloquial. Díaz de Rada habla en primera persona y tutea al lector, recurriendo a ejemplos extraídos de la vida cotidiana con propósitos puramente didácticos. Díaz de Rada pretende convencerle de que su concepto de cultura es intelectualmente plausible y no se presta a usos políticos indeseables. Nuestro autor es un decidido adversario de las concepciones espiritualistas y esencialistas de la cultura, tanto en sus versiones académicas (entre antropólogos) como mundanas (entre nacionalistas, por ejemplo). El libro es abiertamente polémico: Díaz de Rada expone su propio concepto comparándolo críticamente con los de antropólogos clásicos y contemporáneos y aborda sus implicaciones prácticas (multiculturalismo o relativismo) sin temor a la controversia.

En su acepción más básica, la cultura sería, para Díaz de Rada, “el conjunto de reglas con cuyo uso las personas dan forma a su acción social”. Estas reglas no son primariamente enunciados verbales abstractos (“Hay que hacer...”), sino que se manifiestan corporalmente en la regularidad de nuestras acciones. Al describir tales reglas de un modo abstracto se pone en evidencia, en cambio, su carácter indeterminado: deben ser interpretadas contextualmente y, por tanto, no se prestan a un análisis causal de la acción. De ese juego de interpretaciones, que es parte de la propia interacción cultural, emerge la antropología como análisis sistemático de la conexión entre reglas. El principio que preside este análisis es el holismo: no es posible separar categorialmente unas reglas de otras, ya que el juego de interpretaciones puede conectar, potencialmente, cualquiera de ellas.

Para Díaz de Rada, las reglas son convenciones que van siendo reformuladas a medida que los sujetos les dan uso. De ahí su nominalismo sobre la cultura: el antropólogo sólo puede referirse a interpretaciones puntuales de cada una de sus reglas, señalando su aquí y ahora. Reificarlas, pretendiendo que una interpretación particular constituye la cultura de un grupo, es, ante todo, un error metodológico. Se trata, de hecho, del primero de los muchos errores que el autor denuncia en la parte final del libro: no puede haber gente sin cultura; no hace falta la escuela para “tener” cultura; la diversidad cultural no se reduce a diversidad lingüística; la cultura es una propiedad de cualquier forma de acción social (y no de una clase particular de ellas); la cultura no es tampoco propiedad distintiva de un individuo ni de un grupo de ellos.

Los capítulos finales abordan sin ambigüedad alguna los aspectos más declaradamente políticos del concepto: el multiculturalismo o el relativismo ya citados, por ejemplo. Como el lector podrá ya imaginarse, Díaz de Rada es abiertamente crítico con los usos reificadores (por ejemplo, en “Ministerio de Cultura”) y responsabiliza de ellos principalmente a nuestros prejuicios, sean etnocéntricos o puramente narcisistas. Al fin y al cabo, buena parte de lo que se denuncia en este libro es que nos servimos del concepto de cultura de un modo parcial e interesado, normalmente el que nos resulta de mayor conveniencia. Y de ahí la originalidad de este libro como empresa divulgativa: si triunfase entre el público y adoptase su propuesta, podríamos empezar a hablar de la cultura en un sentido menos confuso y algo más neutral.

Aun simpatizando con todas las consecuencias prácticas que Díaz de Rada extrae de su concepto, este lector es más bien escéptico respecto a su propósito de persuadirnos de que es mejor no renunciar al concepto de cultura. No es, desde luego, porque su propia versión no resulte intelectualmente atractiva: a mí al menos me lo parece, digamos que por afinidad filosófica. Pero uno esperaría algo más de una ciencia social: los economistas, por ejemplo, ven mercados por todas partes, pero si aceptamos este concepto no es por lo precisa que resulte su definición, sino por el tipo de análisis que posibilita. Un viejo debate entre científicos sociales enfrenta a quienes defienden un uso instrumentalista de sus modelos y teorías en contra de quienes defienden que el realismo es necesario. Los primeros dirían que no importa tanto qué sea la cultura, sino qué podemos sacar de nuestro trabajo de campo con uno u otro concepto. Para los realistas, en cambio, es necesario que nuestros conceptos se refieran adecuadamente a las cosas como condición indispensable para su análisis. Pese a su nominalismo, Díaz de Rada parece alinearse con estos segundos pero, leyendo su libro, se diría que los antropólogos pueden realizar su trabajo incluso sin ponerse de acuerdo sobre la definición de cultura. Da la impresión de que uno no hará mejor o peor antropología según cuál sea su concepto de cultura. Posiblemente, Ángel Díaz de Rada no lo crea así, pero su libro no se detiene en argumentarlo.

Soy igualmente escéptico respecto a su propuesta de reformar nuestros usos cotidianos del concepto, por distintas razones. Por un lado, creo que se necesitaría una fuerza policial desproporcionada para lograrlo: los teólogos llevan siglos dictándoles a los católicos cómo debe rezarse el credo, pero se necesita toda una Iglesia para lograrlo. Cuando la disciplina es simplemente educativa, ni los físicos aciertan a reformar nuestro entendimiento: aunque un estudiante domine la teoría de la relatividad, los psicólogos han puestos de manifiesto cómo, en su vida diaria, ese mismo estudiante razonará sobre física igual que un griego de hace dos mil años. ¿Bastaría con formarnos adecuadamente en antropología para escapar a la confusión cultural?

No obstante, ya que inevitablemente estamos sumidos en ella, el lector ilustrado hará bien en leer este ensayo de Díaz de Rada para, si no escapar a la confusión, sí al menos no abandonarse completamente a ella. Como su autor bien nos advierte, las consecuencias cuando uno se deja llevar por algunos conceptos de cultura suelen ser indeseables.

18/1/11

Jean-Claude Passeron, Le raisonnement sociologique. Un espace non-poppérien de l’argumentation, París, Albin Michel, 2006.

En el prefacio a la segunda edición francesa, Jean-Claude Passeron nos advierte de los múltiples malentendidos que lastraron el debate en torno a Le raisonnement sociologique (LRS ). Creo que la densidad conceptual de la obra explica, si no justifica, muchos de ellos, al menos en mi caso. Pese a las aclaraciones añadidas a esta nueva edición, me temo que sólo puedo contribuir a este debate aportando nuevos malentendidos que le den al autor la oportunidad de elucidarlos. La novedad de estos malentendidos, si es que hay alguna, radica en la diferencia de perspectivas entre Passeron y el autor de estas líneas, muy probablemente generacional. Yo comenzaba mis estudios universitarios cuando se publicaba la primera edición de LRS y leo ahora la segunda después de tan solo una década dedicado a la filosofía de las ciencias sociales. De ahí mi sorpresa no ya ante las tesis metodológicas de LRS, sino ante la justificación que Passeron nos propone.

Una de sus tesis principales, según la (mal)interpreto, es que las ciencias sociales tienen que servirse necesariamente de argumentos informales, pues es imposible aislar de modo unívoco y dar una definición general todas las variables pertinentes para analizar matemáticamente una situación eminentemente singular. Como justificación, Passeron apela a la inviabilidad del ideal científico defendido originalmente por el Círculo de Viena, de un lado, y por Popper, de otro. Como es sabido, este ideal se basaba en una concepción formal de las teorías que se demostró indefendible, por razones que Passeron desarrolla con amplitud en un epílogo que recapitula su propia posición en LRS. Y de ahí mi sorpresa, y quizá el primer malentendido: ¿quién sostenía en 1991 las tesis que Passeron critica?

Me temo que se trata de una querella de sociólogos, más que un debate estrictamente filosófico. A la altura de 1960, autores como Carl Hempel o Ernst Nagel sabían ya de las dificultades de justificar la superioridad del conocimiento científico (frente a la metafísica) a partir de la estructura de sus teorías y ensayaron una nueva vía que es, aparentemente, la que aquí quiere seguir Passeron: analizar en qué condiciones resultan aceptables los distintos tipos de explicación científica, concebidos como otras tantas formas de argumentación. Es decir, pasos inferenciales, no siempre deductivos desde un conjunto de premisas a una conclusión. Durante los últimos 40 años, la filosofía de las ciencias sociales se sirvió ampliamente de esta estrategia generando un cuerpo de debates sobre la potencia argumental de las explicaciones que nos vienen ofreciendo economistas, sociólogos, antropólogos, etc. Y esto es lo que un lector de mi generación/educación habría esperado encontrar en LRS: no tanto la crítica del proyecto positivista original, como una tipología de los argumentos que, según Passeron, caracterizarían el razonamiento sociológico, junto con una discusión de su fortaleza .

Pero se diría que a Passeron le interesa más bien mostrar, a través de sus críticas al formalismo logicista del positivismo, el carácter necesariamente incompleto del formalismo matematizante en ciencias sociales. Y la fuerza de su propio argumento se apoya en las dificultades semánticas de semejantes proyectos: e.g., la imposibilidad de construir un “vocabulario observacional” en el que volcar sin ambigüedad los datos que arroje la investigación empírica, de modo que su acumulación sirva como base para contrastar teorías sociológicas o construir generalizaciones legiformes. Este sería mi segundo malentendido: ¿tienen alguna vigencia estos argumentos o se reeditan, como indica el autor (p. 22), simplemente para documentar la Historia de los debates metodológicos en Francia? En una época en la que la explotación sistemática de bases de datos y los experimentos sobre decisiones individuales son ya objeto de conversación popular gracias a éxitos de venta como Freakonomics o Predictably irrational, ¿cabe sostener todavía las posiciones de LRS tal como se formularon en 1991? Los más críticos con semejantes empresas son justamente los teóricos más formalistas en las ciencias sociales (los economistas), pues ponen de manifiesto cómo con un aparato teórico mínimo es posible extraer conclusiones interesantes a partir de datos estadísticos ajenos a la propia teoría. Por usar el famoso ejemplo de Levitt, los patrones de respuesta observados en los miles de cuestionarios realizados en las escuelas de Chicago permiten conjeturar qué profesores hacen trampa y rectifican los exámenes de sus alumnos para evitar ser penalizados por sus bajos resultados. ¿Por qué no habríamos de aceptar el contenido de esta base de datos como un vocabulario observacional de uso común en ciencias sociales?

La respuesta no está, creo, en el Círculo de Viena o en sus más inmediatos epígonos, sino en la tradición hoy más viva en filosofía de la ciencia, cuyos orígenes se remontan nuevamente a la década de 1960. Fue entonces cuando autores como Patrick Suppes se preguntaron si las dificultades que plantea el problema de la carga teórica de la observación (extensamente discutido en LRS) no se atenuarían si se recurre al álgebra, antes que a la lógica, para analizar las teorías científicas. Con ello se abandonaría, por un lado, la perspectiva lingüística que dominó la tradición positivista y, por otro, se podría tratar con mayor fidelidad la práctica científica en la que predomina el uso de modelos. Suppes llamó la atención sobre la existencia de modelos centrados exclusivamente en el procesamiento de datos empíricos (e.g., estadísticos) y, por tanto, independientes de las teorías que se aplican sobre ellos. Es decir, no absolutamente independientes respecto de cualquier teoría, pero sí respecto del aparato conceptual que se ha de aplicar sobre tales modelos de datos. Su intuición fue ampliamente desarrollada tanto en la escuela de Stanford (Cartwright, Hacking, etc.) como, formalmente, por el enfoque estructuralista (Sneed, Moulines, etc.). Así, en el caso de las bases de datos utilizadas por Levitt no pueden presumirse sesgos de la teoría económica en su generación (aunque haya otros) y en esa medida es interesante su análisis económico, por minimalista que sea el aparato teórico del autor.

Una de las principales virtudes de estos modelos de datos es la de exhibir regularidades fenomenológicas que aparecen en los datos obtenidos a partir de experimentos y otros estudios empíricos. Puede que no contemos todavía con teorías generales para dar cuenta de tales regularidades y su alcance es, desde luego, contextual. Pero su sola existencia permite el tipo de debates metodológicos que LRS parece declarar impracticables :
La vulnerabilidad y, por tanto, la pertinencia empíricas de los enunciados sociológicos sólo pueden ser definidas en una situación de extracción de información sobre el mundo que es la de la observación histórica, nunca la de la experimentación (LRS, p. 554, traducción de J. L. Moreno Pestaña).

Una réplica inmediata a mi objeción es que me este tipo de regularidades quizá existan en otros dominios de las ciencias sociales, pero no en sociología. Como antes apuntaba, Passeron defiende la historicidad del análisis sociológico de un modo tal que parece no haber lugar para aislar regularidades en los datos agregados o las decisiones individuales. Creo que esta posición se deriva, en buena parte, de una actitud anti-naturalista muy arraigada en sociología (e.g., p. 81), para la cual la universalidad que podemos encontrar en ciertos patrones de decisión de un agente no sería objeto propio de la disciplina. Pero la oleada naturalista sobre las ciencias sociales provocada por el desarrollo de la etología y la neurología durante las dos últimas décadas está poniendo de manifiesto que dentro de la Historia hay espacio para explicaciones que parten directamente de nuestra constitución biológica. Por ejemplo, nuestra miopía para estimar en qué medida se renuevan los recursos ecológicos de los que dependen nuestras sociedades, documentada sistemáticamente a lo largo de los siglos en los casos reunidos por Jared Diamond en Colapso . Los efectos sociales de este déficit cognitivo han sido ampliamente discutidos por los historiadores, pero sólo cuando incorporamos una perspectiva evolucionista sobre nuestra psicología podemos entender con precisión el mecanismo generador de esta miopía ―en lugar de atribuírselo a nuestra irracionalidad, rapacidad, etc. Cuál sea su alcance de este tipo de análisis para la Historia está todavía en discusión, pero su impacto parece suficiente como para reconsiderar si la historicidad debe cifrarse tan sólo en la ausencia de repeticiones espontáneas o en la imposibilidad de aislar las variables relevantes en un laboratorio .

No sé si acierto en mi lectura de LRS, pero no estoy en desacuerdo con las tesis de Passeron: las ciencias sociales se han de servir necesariamente de argumentos informales, cuyo alcance depende, generalmente, del contexto y su aplicación empírica está condicionada por la dificultad de controlar los factores causales que controlan los acontecimientos analizados. El problema es que, así enunciadas, no se me ocurren hoy muchos partidarios de las tesis contrarias. Y, por otro lado, los argumentos de los que se sirve para justificarlas me resultan menos convincentes que las alternativas que vengo enumerando. Los argumentos importan, pues señalan el auténtico alcance del desacuerdo: si actualizamos las referencias de Passeron para incluir el enfoque semántico en filosofía de la ciencia y limamos su anti-naturalismo, tendríamos un espacio argumental “anti-popperiano” en el que cabe una sociología que se apoyase en regularidades empíricas construidas a partir de análisis estadísticos y experimentos para construir explicaciones apelando, entre otros, a mecanismos biológicos propios de toda la especie. No es precisamente la que Passeron practica y defiende en LRS, ni tampoco pretendo yo ahora defender tal alternativa sociológica. Simplemente creo que sus argumentos no son lo suficientemente poderosos para excluir semejante alternativa y, me temo, que si uno concede más peso al debate metodológico actual que a Windelband y el Círculo de Viena no queda más remedio que tomarla en consideración. Otra cosa es que a los sociólogos les interese, pero eso no me corresponde a mí juzgarlo.

[Debate en la RES a propósito de la versión castellana de J. Moreno Pestaña, de próxima aparición en Siglo XXI con F. Aguiar y F. Vázquez y respuesta del propio Passeron]

20/1/10

H.D. Thoreau, Sobre el deber de la desobediencia civil (1849), Edición crítica bilingüe de Antonio Casado da Rocha, Iralka, Irún, 1995.

Acaba de ver la luz una nueva edición en castellano de la obra que el estadounidense Henry David Thoreau diese originalmente a la imprenta, en 1849, como Resistence to Civil Government y que, por deseo de sus editores, acabaría después publicándose como Civil Disobedience (1866) para evitar así cualquier asociación con el recentísimo levantamiento de los Estados del sur contra la Unión. Aún en la actualidad, se diría que los ecos de las obras de Thoreau no dejan de resonar en el día a día de los Estados Unidos de América: ¿cómo no recordar la cabaña de la laguna de Walden ante la imagen de esa otra en Lincoln (Montana) -El País, 8/4/1996-, sin agua corriente ni electricidad, donde vivía el matemático Ted Kaczynski, alias Unabomber, y en la cual preparaba, al parecer, los explosivos que luego remitía a cuantas instituciones (Universidades, aeropuertos, &c.) representaban para él el avance de las ciencias -acaso por creer, como nuestro autor, que "las oportunidades de vivir disminuyen proporcionalmente al aumento de los llamados medios de vida"-?

"¿Cómo le conviene comportarse a un hombre con este gobierno americano hoy?", se preguntaba Thoreau en su Resistence...: "Respondo que no puede asociarse con él sin deshonra" ¿No es un mismo dilema el suyo y el de los miembros de esas 441 milicias repartidas hoy por los EE.UU.(según El Mundo 19/4/1996), mundialmente conocidas a raíz del atentado, en abril del pasado año, contra el edificio del Gobierno federal en Oklahoma? Desde luego, no sería nada extraño que este opúsculo de Thoreau se leyese en los medios libertarios estadounidenses, aunque sería ciertamente injusto olvidarnos de sus restantes lectores, pues según algunos observadores (D.Walker Howe), éste es uno de los libros desde siempre más difundidos entre los estudiantes norteamericanos -ese fue el caso, por ejemplo, de M.Luther King-. Lo cual se corresponde, en efecto, con las ochenta y ocho ediciones impresas sólamente en los EE.UU. antes de 1977 (National Union Catalogue), por dar uno solo de los datos que encontramos en la Introducción de ésta que ahora comentamos. Ello, por supuesto, sin olvidar a sus incontables incondicionales a lo largo y ancho del mundo -v.gr., Gandhi-, España incluida, donde al menos se conocen ya cinco ediciones de Resistence to Civil Government.

Antonio Casado da Rocha, becario del Departamento de Filosofía de los Valores en la UPV, nos ofrece ahora, por su parte, una cuidada versión castellana según el original inglés de 1849, que va igualmente incluido en la obra, más su introducción, un extenso aparato crítico -que comprende las variantes de 1866-, un apéndice en el que se recogen interesantes comentarios de muy distintos autores, un índice de términos, cronología y bibliografía. Una magnífica edición crítica, en suma, con otro encabezamiente consagrado por el uso ya desde 1903, Sobre el deber de la desobediencia civil. Su actualidad, como vemos, no puede ser mayor: considerando, además, la importancia de lo que en ella se discute, a la vez que su inmensa difusión, es obligado para El Basilisco enfrentarla con su mirada.

El contenido de las apenas veinticinco páginas de la obra es el siguiente: a causa de la guerra de su país con Méjico en 1846 y de la legalidad de la esclavitud, Thoreau entiende que al verdadero americano no le queda otra opción que desobedecer la ley si no quiere perder su condición de Hombre, si no quiere actuar contra su conciencia y degradarse en máquina. Así, forzaría al gobierno a elegir entre "mantener en prisión a todos los hombres justos o acabar con la guerra y la esclavitud". "La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que creo justo", declara Thoreau y, consecuentemente, exige un gobierno que deje las decisiones de justicia a las conciencias, al individuo, pues su convicción era que los gobiernos, particularmente el norteamericano, no son otra cosa que obstáculos para el desarrollo de los pueblos. En cualquier caso, dice, "no soy el responsable del buen funcionamiento de la maquinaria de la sociedad. No soy el hijo del ingeniero", y si el Estado no atiende sus demandas, le "retirara su apoyo" -objeción fiscal, &c.-, convencido de que la verdadera vida se vive más allá de su ley (¿Walden?). Su propia desobediencia, relatada en la obra, consistió en su negativa a pagar un impuesto de capitación durante seis años: pasó por ello arrestado una noche en la carcel y salió al día siguiente cuando una familiar, contra la voluntad de Thoreau, pagó la deuda.

Ahora bien, conviene advertir que en este opúsculo no se encontrará la menor explicación, ni siquiera por alusiones, de las ideas que lo articulan, las de individuo, conciencia, justicia, &c., ni análisis alguno acerca de la esclavitud o la guerra con Méjico -los motivos de su desobediencia-, ni, desde luego, ningún desarrollo de sus alternativas. El discurso, que no argumentación, de nuestro autor es un discurso vacío. Pero en ello radican, creemos, las auténticas razones de su inmensa difusión: cabrá reinterpretarlo infinitas veces, apelando a motivos análogos -genéricamente: guerras, opresión, &c.- para asignar luego los valores que cada cual asuma a las funciones justicia, Estado, conciencia, &c.. La clave de lectura (la forma de la función), nos la ofrece el eje que articula el discurso, su idea de sujeto, o individuo, interpretado desde su atributo conciencia, que nos indica a su vez, creemos, cuál es la escala a la que acontece -masivamente, por cierto- su recepción.

En cuanto a esta clave, y ateniéndonos a las coordenas empleadas para el análisis de la idea de conciencia expuestas por "Pedro Belarmino" en estas mismas páginas (El Basilisco, 2aépoca, 2 (1989):73-88), es obvio que la de Thoreau es una concepción absoluta de la conciencia, desligada del cuerpo, de su comunidad y, por supuesto, del Estado: las masas sirven al Estado con sus cuerpos, dice, y no con sus conciencias, se vuelven así "máquinas" y su dignidad es la de "un monton de estiercol"; a sus conciudadanos les niega mayoritariamente la condición humana (i.e., la conciencia): "¿Cuántos hombres hay en este país por cada mil millas cuadradas? Difícilmente uno."; &c.

Y en cuanto la recepción de este opúsculo, vaya por nuestra parte la siguiente propuesta para su análisis: nos parece que sería interesante estudiarla mediante la investigación de la constitución de la misma subjetividad de su autor, apelando para ello a una figura antropológica que alguna vez nos proponía Gustavo Bueno ("Psicoanalistas y epicúreos", El Basilisco, 1aépoca, 13 (1982): 12-39): el individuo flotante. Creemos, en efecto, que lo esencial en la construcción de Thoreau no son las ideas que pueda recoger de su amigo Emerson (la doctrina de la realidad como proyección de la "Super-Alma" o Dios, &c.), pues su discurso, aunque contenga filosofemas, no es, desde luego, filosófico -no es siquiera crítico, no considera o discute alternativa alguna: ¿no será, más bien, la doctrina de una hetería?-. Es cierto que su difusión sería inexplicable de no atender a los materiales que Thoreau recoge de las fuentes cristianas de la idea de conciencia y su relación con la desobediencia civil (y aquí cabría analizar su raíz puritana: el congregacionalismo, &c.), pero lo esencial aquí es que apela a ellas en un momento su sentido político es ya, en los EE.UU., muy otro que el que reciben de nuestro autor: el de un modelo de gobierno, la democracia de raíz puritana de los Estados del norte, enfrentado al que defendía la Confederación sudista. Un momento en el que los Estados Unidos alcanzan ya las proporciones imperiales que actualmente le conocemos (la guerra con Méjico, &c.), y cabe que los fines particulares de algunos de sus ciudadanos resulten "desconectados" de los planes o programas colectivos, para moldearse ahora sus contenidos a la escala de la individualidad, una individualidad exenta, "flotante".

¿No será este el caso del Thoreau que declara: "No es asunto mío andar solicitando al gobernador o a la legislatura más de lo que ellos me solicitan a mí; si no escuchasen mi solicitud ¿qué haría yo entonces? Pero en este caso el Estado no ha provisto medio alguno: su propia Constitución es el mal"?. ¿Hasta qué punto no es ésta la situación de muchos de sus lectores? ¿Hasta qué punto no es la de muchos de los desobedientes o insumisos que actualmente conocemos?

Tales son, aunque expuestas apresuradamente, las impresiones que nos causa la lectura de este opúsculo de Thoreau, absolutamente incomprensibles sin una edición de la riqueza de esta de Antonio Casado da Rocha, a la que únicamente se podría objetar, atendiendo a la lectura que aquí sugerimos, que no ahonde más en la inscripción del autor en su época. En cualquier caso, de la valía del carácter filosófico de Antonio Casado cabe esperar una magnífica Tesis doctoral sobre Thoreau y la cuestión de la desobediencia civil que venga a renovar su discusión académica.

{¿1996?}
{El Basilisco 20 (1996)}


DESOBEDIENCIA CIVIL E INDIVIDUOS FLOTANTES: O DE LAS DIFICULTADES DEL INSUMISO CON LOS PIES SOBRE LA TIERRA

Antonio Casado da Rocha
20 de junio de 1996

EN 1989, las páginas de la revista El Basilisco acogían un minucioso y documentado artículo de Pedro Belarmino sobre una controvertida cuestión de ética y moral: la “objeción de conciencia”. En él, el autor concluía que tal fórmula es, como concepto y como figura legal, contradictoria. Y que, en la práctica, se resuelve en (1) un “mero trámite de declaración de exceptuación de la norma” (es el caso del prestacionista), (2) en la “rebelión o desobediencia civil” (es el caso del objetor fiscal, un contribuyente que se niega a ingresar en el Tesoro la cantidad que le corresponde según el Impuesto), o (3) en “en una impugnación de una norma constitucional que, de no cursarse por la vía de reforma de la Constitución, se convertirá en una impugnación, por vía de hecho, antidemocrática, si razonamos en el supuesto de que la mayoría de los ciudadanos aceptan la norma” (es el caso, siempre según este autor, de los insumisos agrupados en el MOC).

En consecuencia —y aquí el estado de guerra es invocado como situación límite aunque del todo pertinente—, esta contradictoria objeción de conciencia no debiera ser, no ya regulada, sino ni siquiera tolerada por el Estado. Pedro Belarmino sugiere la justicia de fusilar a los sedicentes objetores de conciencia, o al menos de privarles de derechos civiles tales como el acceso a la función pública, etc. Al fin y al cabo, se nos dice, tales objetores no deberían aceptar ninguna clase de complicidad con un Estado que definen como militarista ni con una Constitución que consideran manchada de sangre. De modo que lo que Pedro Belarmino parece exigir es únicamente coherencia para que, si se admite esa contradicción de la “objeción de conciencia”, se la lleve hasta las últimas consecuencias.

El tiempo le ha dado, si no la razón, al menos cumplida prueba de su capacidad profética. Al día de hoy los insumisos son inhabilitados (e.e., privados de ciertos derechos civiles) merced al nuevo código penal; y el servicio militar obligatorio tiene los años contados (siempre que el Presupuesto, nuestro nuevo “Dios mortal”, nos lo permita). Sin embargo, y en el ínterin, la controversia dista mucho de estar resuelta. Al menos en lo que a mí respecta, la ha venido a renovar una amable reseña que David Teira dedica a mi edición del clásico de Henry David Thoreau sobre la desobediencia civil. Siempre es de agradecer que la gente se tome su tiempo para leer las cosas que uno, mal que bien, va pergeñando. Mas, de entre las que he recibido hasta la fecha, es ésta la primera reseña que merece el adjetivo de crítica, y por ello me es doblemente valiosa. Así que trataré de estar a la altura intentando a mi vez una réplica medianamente crítica, poniendo de relieve, en pro de la discusión, más puntos de desacuerdo que de acuerdo (que también los hay).

Para empezar, y continuando con el artículo de Pedro Belarmino, ya en el inicio de su lectura se nos advierte que en el planteamiento del problema se procederá analizando por separado sus partes, para considerar a continuación su mutuo engarce haciendo abstracción de cualquier “sentido global originario” que la fórmula pudiera tener. Admitiendo que esta estrategia analítica se revela harto fértil en su desarrollo, no puedo dejar de apuntar aquí que el todo de la fórmula “objeción de conciencia” tiene, como mínimo, una unidad de sentido que es, en este siglo, históricamente anterior al uso que de sus partes se hace hoy. Me refiero a la que para algunos constituye la primera vez que se utilizó la expresión conscientious objection, hacia 1906, en la actual Sudáfrica durante las campañas de “desobediencia civil” de Gandhi (que conocía esta fórmula gracias a su lectura de Thoreau) en contra de la legislación racista. Como señala Rafael Sainz de Rozas, “resulta revelador constatar que [el equivalente a nuestra “objeción de conciencia”] no fue acuñado por los desobedientes sudafricanos que exigían sus derechos civiles, sino por el militar inglés encargado de su represión.” De modo que, ciñéndonos a este siglo, primero está la desobediencia civil y sólo después —intentando asimilar este “cuestionamiento de una situación injusta de militarización mediante la movilización coordinada y pública de los que estaban destinados a sostenerla mediante su colaboración” (ibid.)— surge la fórmula “objeción de conciencia”. Este dato ya invitaría a examinar la primera “desobediencia civil” de Thoreau; por otro lado, los propios miembros del MOC (Sainz de Rozas es de los más destacados) han reaccionado al intento de “integración de la disidencia” que supone la legislación española sobre objeción de conciencia acuñando a su vez el término insumisión y definiéndolo repetidamente en claves de desobediencia civil muy alejadas de la definición de objetor que se desprende de la legislación vigente —“persona que, por razones de conciencia, se muestra contrario [sic] a la prestación del servicio militar”— y que es la que Pedro Belarmino critica de manera, por lo demás, impecable.

(Valga esto como preámbulo, y pasemos a desarrollar brevemente algunos comentarios.)

1. La reseña comienza con el inestimable acierto de relacionar el contenido del libro con sucesos recientes de indudable importancia. El caso del Unabomber es —en estos tiempos y lugares en los que los paquetes bomba son cosa próxima— muy digno de ser tenido en cuenta. El detalle de la cabaña de Ted Kaczynski no es gratuito, ya que se corresponde con total exactitud a los bocetos que nos han quedado de la de Thoreau en Walden. De modo que es muy probable que exista una relación directa; por lo que me cuentan, en los EE.UU. pueden adquirirse por correo hasta reproducciones “listas para montar” de esa cabaña, y es que Thoreau se ha convertido en un “caso” célebre y su chabola ha pasado a formar parte del imaginario norteamericano. Y, como también se ha dicho, numerosos escolares de enseñanza secundaria leen el panfleto “sobre el deber de la desobediencia civil” que nos ocupa.

Acierta también la reseña al destacar el carácter vacuo del discurso de Thoreau, y su consiguiente universalidad:

El propio gobierno, que es sólo el medio elegido por el pueblo para ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de abuso y corrupción antes de que el pueblo pueda servirse de él. Vean si no la presente guerra de X, obra de relativamente unos pocos individuos que usan el actual gobierno como instrumento a su servicio; pues, de entrada, el pueblo no habría consentido esta medida. (p. 1)

Basta sustituir la variable X (que en el texto de 1849 contenía el valor “Méjico”) por los valores “Vietnam”, “Bosnia”, o incluso “Itoiz”, para advertir la inmediata aplicabilidad de este discurso, su enorme capacidad mimética.

2. Admito que el término conciencia, tal como es empleado por Thoreau, remite a un “concepto espiritualista y mentalista de estirpe claramente teológico cristiana, y más concretamente protestante”, conciencia subjetiva que se erige, tal como dice G. B., en un “Tribunal Supremo que reclama ante todo el respeto incondicionado de todos los demás” (ibid.)

Mas no sé yo si la concepción de la conciencia de Thoreau merece el calificativo de absoluta, más que nada porque Gustavo Bueno señala como paradigmas históricos de esa concepción el Dios aristotélico o la conciencia trascendental de Kant. Y esas son palabras mayores... Más bien, creo que la argumentación de Thoreau en torno a la conciencia merece los calificativos de teleológica y circular, pues apela a una supuesta finalidad inscrita en lo específicamente humano: “¿Para qué tiene cada hombre su conciencia?” (p. 3), se pregunta. Y la respuesta dada es: como para algo la tendrá, será para algo que le constituya como humano (ya que no se conoce conciencia moral entre los animales), con lo que Thoreau concluye que “debiéramos ser primero hombres [con conciencia] y después súbditos [sin ella]” (ibid.). La conciencia queda instalada como ultima ratio moral.

Parafraseando a Pedro Belarmino (1982:77-8), podría decirse que la conciencia moral de Thoreau habría despertado —si analizamos en estos términos el relato de su estancia en prisión— en el momento en el que los principios (ortogramas) que regulaban su acción (conducta) en Walden (su palacio ) se encontraron, al intentar salir de él, no ya con el dolor y con la muerte, sino con la esclavitud y la alienación de los esclavos negros y de sus propios vecinos.

3. Ya que de discursos se trata, espero que se me perdone que me ponga algo filológico. El discurso de Resistance es susceptible de ser utilizado por las heterías, no cabe duda. Que el propio Thoreau fuera adepto a una de ellas, o que el MOC lo sea, es más discutible.

Creo que lo que ocurre con el individuo Thoreau (como paradigma) no es que se halle flotando a fuerza de perder conexión con los programas colectivos, sino que tiene que elegir entre un programa genérico que le dice que todos los hombres son libres e iguales y un plan universal que provoca esclavitud e injusticias. El problema de la desobediencia se traduce en un conflicto entre obediencias mutuamente excluyentes, entre fidelidades contrapuestas.

Me explico. La declaración de independencia es el perfecto “programa genérico”, así como la famosa doctrina del “destino manifiesto” es buen ejemplo de “plan universal” siguiendo la terminología de G. B. Como sabéis, el 4 de julio de 1776 (Independence Day, fiesta nacional), es adoptada la Declaración de Independencia (redactada en su mayor parte por Thomas Jefferson) que, en su segundo párrafo —su fragmento más célebre— reza así: “We hold these Truths to be self-evident, that all Men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty, and the Pursuit of Happiness — That to secure these Rights, Governments are instituted among Men, deriving their just Powers from the Consent of the Governed, that whenever any Form of Government becomes destructive of these Ends, it is the Right of the People to alter or abolish it, and to institute new Government, laying its Foundation on such Principles, and organizing its Powers in such Form, as to them shall seem most likely to effect their Safety and Happiness. Prudence, indeed, will dictate that Governments long established should not be changed for light and transient Causes; and accordingly all Experience hath shewn, that Mankind are more disposed to suffer, while Evils are sufferable, than to right themselves by abolishing the Forms to which they are accustomed. But when a long Train of Abuses and Usurpations, pursuing invariably the same Object, evinces a Design to reduce them under absolute Despotism, it is their Right, it is their Duty, to throw off such Government, and to provide new Guards for their future Security”

Asumiendo parte del utillaje conceptual de Bueno, podría aventurarse como hipótesis que el caso Thoreau se resuelve en el desarraigo provocado por el conflicto entre la fidelidad al relato fundacional de los EE.UU. y la obediencia a la política vigente en 1848: destino manifiesto, guerra con Méjico, etc. (En realidad, esto no hace si no daros la razón.)

4. Que los anteriores fines sean metafísicos, o que se basen en una concepción del individuo irreal (porque el individuo aislado será algo imposible, porque el principio de todo planteamiento político no será el “yo”, sino el “nosotros”) no eliminan el hecho de que existe un país, los EE.UU. de América, cuyo relato fundacional descansa en esas ficciones. Y un país, por cierto, que ostenta una envidiable eutaxia (o supervivencia de la propia unidad política, medida a través de su duración temporal). Eutaxia que, según tengo entendido, es el único criterio objetivo que reconoce el Materialismo Filosófico para medir la fuerza de un modelo político.

Relato fundacional que viene a ser el de un “nosotros” (We hold...) que deciden instituir un gobierno con el fin de asegurar esos derechos a todos los “yoes” (varones, eso sí: all Men). Efectivamente, en la declaración de Independencia es el “nosotros” el principio de todo planteamiento político (y aquí estoy de acuerdo con Bueno), pero lo peculiar de ese “nosotros” es que instituye un programa colectivo en el que convierten a los “yoes” en los sujetos políticos. Y en el que, precisamente, se trata de hacer abstracción de los enclasamientos de esos “yoes”:

“Individuo flotante”, ese pleonasmo. El individuo, tal como sociológicamente se concibe en nuestra sociedad, es flotante por definición. La gente se considera “individuo” en la medida en que puede sustraer energías y fidelidad a los fines, planes y programas colectivos. Que eso sea moralmente bueno o no, es otro cantar. Pero ¿quién se atreve a decir hoy que sus fines se hallan perfectamente integrados en los planes o programas colectivos? Sólo algunos exaltados, probablemente mucho más peligrosos que cualquier individuo que, mal que bien, vaya flotando por ahí.