José María Rosales, Política cívica. La experiencia de la ciudadanía en la democracia liberal, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, 285 páginas. Prólogo de José Rubio Carracedo.
El Centro de Estudios Políticos y Constitucionales acaba de editar -en su ya extensa colección “Cuadernos y debates”- Política cívica, de José María Rosales, profesor del área de filosofía moral y política en la Universidad de Málaga. Es esta una obra de enorme ambición filosófica, al menos si consideramos el alcance (académico y mundano) de las tesis que en ella se argumentan: se trata de reivindicar un liberalismo articulado sobre la idea de ciudadanía, mostrando como aquél es, a su vez, indisociable de nuestra concepción de la democracia, y permite interpretarla, además, en un sentido reformista.
El argumento de Política Cívica se despliega, por así decir, en dos partes (ocho capítulos), a las que se suma un capítulo inicial de carácter metodológico, imprescindible, creemos, para comprender el desarrollo de la obra. Allí se afirma, por ejemplo, que la política es lenguaje y el lenguaje es política, y esto le servirá a Rosales, en primer lugar, para señalar los dominios de la filosofía política respecto a los de la ciencia política, por una parte, y respecto a la política mundana, por otra. Así, ésta se definirá como actividad deliberativa de los ciudadanos en la esfera pública acerca del interés común. A su vez, el carácter contextual, contingente, de estas deliberaciones imposibilita, según Rosales, una definición unívoca de los conceptos que en ella aparecen: estas definiciones serían siempre convencionales, valorativas, y en consecuencia admitirán un tratamiento filosófico (“el lenguaje corriente sometido a una disciplina de precisión conceptual”, (p.31)) antes que científico.
Esto explica buena parte de la construcción argumental de Política cívica, puesto que si de conceptos se trata, es comprensible que el autor recurra a la idea de paradigma –tomada de Kuhn- para explicar, por un lado, su articulación, y por otro, el cambio conceptual, la misma Historia política. En efecto, los cuatro capítulos que componen la primera parte de Política cívica se dedican a trazar una genealogía de la noción liberal de ciudadanía desde sus orígenes griegos y, especialmente, medievales. El alcance de esta empresa exegética se nos muestra en los tres últimos capítulos (el sexto hace las veces de gozne entre éstos y los anteriores), donde Rosales intenta soldar democracia y liberalismo sobre este concepto de ciudadanía.
Más allá de su precisión conceptual, es imposible dejar de advertir las consecuencias mundanas de este experimento argumental, puesto que el interés de Política cívica no es, según su autor, meramente académico. Partiendo de la concepción deliberativa de la política a la que antes nos referíamos, Rosales nos indica cómo la “interpretación y reinterpretación” de nuestra experiencia democrática ofrece, de hecho, nuevos rumbos a la nave del Estado y, en este sentido, su aportación consistiría –creemos- en ofrecer una alternativa (interna) al neoliberalismo, basada en una lectura de la tradición liberal que antepone la ciudadanía al mercado.
Cabe apreciar, en efecto, dos registros argumentales diferenciados, correspondientes a esta doble dimensión de la obra: así, en la primera parte, se nos ofrece un análisis erudito de los antecedentes de esa tradición liberal, intentando mostrar su carácter originalmente cívico a partir de citas de los mismo clásicos; en la segunda, éstas decrecen y aparecen, en cambio, innumerables referencias a las disputas más actuales (desde Le Monde Diplomatique al escándalo Whitewater), acaso para que los conceptos de liberalismo y democracia queden soldados sobre los dilemas que se nos ofrecen en éste, contribuyendo de algún modo a su resolución.
El núcleo de la “propuesta discursiva” de Rosales se encuentra en la segunda parte de Política Cïvica: así, en el capítulo VII se discute la demarcación de liberalismo y neoliberalismo, defendiendo su “heterogeneidad irreductible de carácter normativo y pragmático”: el énfasis liberal en la igualdad de oportunidades como clave en el concepto de ciudadanía exigiría políticas redistributivas y una regulación estatal de los mercados, siquiera en un grado mínimo, inaceptables en cualquier caso para el neoliberal. Esta concepción de la ciudadanía se desarrolla en el capítulo VIII, a través de la figura del “contrato universalizable de derechos”, mediante la cual se pretende interpretar (a la vez que orientar) el desarrollo de los Estados democráticos desde sus mismo orígenes. En el IX y final, se discute la cuestión del pluralismo, i.e., los dilemas que actualmente plantea a nuestras democracias la extensión de este contrato de ciudadanía, por una parte, y el deficit de participación, por otra.
Sin embargo, creemos que la parte conceptualmente más original de este ensayo es la primera, donde se analiza la formación de la tradición liberal que el autor reivindica. En efecto, se trataría de mostrar cómo la idea de liberalismo propuesta en la segunda no es una mera construcción ad hoc. Para ello, se intenta trazar una genealogía de la constelación conceptual articulada en torno a su concepción del liberalismo.
Así, el capítulo II se refiere a las fuentes del contractualismo que articula su propia propuesta de ciudadanía: Rosales reivindica una tradición que se remontaría al voluntarismo de Hobbes (por oposición al iusnaturalismo), que pondría el origen de la asociación politica en el acuerdo racional de la ciudadaní, si bien Rosales rectificaría, con Arendt, a Hobbes en lo que al ejercicio del poder se refiere, optando por el pluralismo contra el poder único e indivisible del Leviathan. El capítulo III trata de los orígenes medievales del concepto de autoridad política, tratando de ver en germen la constitución de un orden autónomo respecto a la divinidad, de cuyo desarrollo surgiría la tradición contractualista que Rosales reivindica. Para ilustrar este proceso, comenta algunas obras de teólogos católicos (Santo Tomás, Juan de Salisbury, Ockham, etc.), más el “cambio de paradigma” operado por la Reforma, que origina la aparición de una pluralidad de discursos teológicos, fundamento a su vez de otros tantos discursos políticos. De la secularización subsiguiente resultaría el contractualismo moderno. El capítulo IV se ocupa precisamente de las Revoluciones inglesa y americana, puesto que en aquélla la lucha por la libertad religiosa abre el paso a otros derechos de ciudadanía; la moderna tradición republicana se busca, a su vez, en el constitucionalismo estadounidense. A partir de aquí, los capítulos Vy VI entran ya en los conceptos de ciudadanía y representación, incorporando análisis de Maquiavelo y Rousseau, así como del federalismo estadounidense. No cabe pedirle más a 140 páginas.
Política cívica es, en suma, un ensayo muy estimable por muy diversos conceptos: nos parece de mucho interés un tratamiento en perspectiva de la tradición liberal, como el que aquí se nos ofrece, y es particularmente acertado el intento de recuperar las fuentes medievales de las que parten muchas disputas modernas; resulta muy atractivo, por otra parte, su aspecto polémico, y en especial que el autor argumente en primera persona, sin refugiarse en la exégesis, que por lo demás –en especial, en la parte segunda- no se ignora.
Cabe discrepar, sin embargo, en cuanto a otros aspectos del ensayo: es obligado discutir, en primer lugar, la precisión conceptual de algunos de sus desarrollos. En general, cabría decir que si se trata de Historia de las ideas se trata, como ocurre en toda la primera parte, es importante establecer los nexos que median entre unas y otras para que el “cambio de paradigma” no resulte un deus ex machina (o no caer en anacronismos) ¿cómo se pudo pasar, por ejemplo, de la tradición milenaria del agustinismo político (o en general, la teocracia papal) a la constitución de un orden político autónomo? Si se pretende, por ejemplo, que hay un germen secular (el legado de Aristóteles o Ciceron) en la teología católica, a partir del cual explicaríamos el origen de la Modernidad política, ¿cómo explicar, a su vez, que algo tan alejado del siglo, en el orden de las ideas, como la libertad religiosa, pudiese llevar en el XVII al constitucionalismo moderno (pp.101-105)?
Probablemente esto tenga que ver con el postulado metodológico antes apuntado: es discutible que la política sea exclusivamente lenguaje (o en particular, deliberación) pero, en todo, caso, si se quiere tratar diacrónicamente el discurso político, debiera explicarse cómo (por qué) algunas “interpretaciones” prevalecen sobre otras: por ejemplo, por qué el neoliberalismo se impone a la tradición liberal reivindicada por el autor (máxime cuando se dice que la expansión del capitalismo “procede con independencia de teorías políticas o ideologías”, (pág. 192)). No es sólo un requisito historiográfico, pues también sería útil, filosóficamente, para entender cómo se puede dar el paso de una “propuesta discursiva” (la de este libro) a una propuesta materialmente política.
{Con Marta García Alonso, abril 1999}
{Éndoxa 13 (2000), pp. 255-258}
{Éndoxa 13 (2000), pp. 255-258}
De nuevo, un encargo. Pero el libro me reveló una cosa interesante: había autores españoles interesados en defender el liberalismo, cosa impensable en la generación anterior. Aun sin convencerme, los argumentos de Rosales me parecen hoy mejores que los de algunos otros que lo intentaron después.
ResponderEliminar