20/1/10

H.D. Thoreau, Sobre el deber de la desobediencia civil (1849), Edición crítica bilingüe de Antonio Casado da Rocha, Iralka, Irún, 1995.

Acaba de ver la luz una nueva edición en castellano de la obra que el estadounidense Henry David Thoreau diese originalmente a la imprenta, en 1849, como Resistence to Civil Government y que, por deseo de sus editores, acabaría después publicándose como Civil Disobedience (1866) para evitar así cualquier asociación con el recentísimo levantamiento de los Estados del sur contra la Unión. Aún en la actualidad, se diría que los ecos de las obras de Thoreau no dejan de resonar en el día a día de los Estados Unidos de América: ¿cómo no recordar la cabaña de la laguna de Walden ante la imagen de esa otra en Lincoln (Montana) -El País, 8/4/1996-, sin agua corriente ni electricidad, donde vivía el matemático Ted Kaczynski, alias Unabomber, y en la cual preparaba, al parecer, los explosivos que luego remitía a cuantas instituciones (Universidades, aeropuertos, &c.) representaban para él el avance de las ciencias -acaso por creer, como nuestro autor, que "las oportunidades de vivir disminuyen proporcionalmente al aumento de los llamados medios de vida"-?

"¿Cómo le conviene comportarse a un hombre con este gobierno americano hoy?", se preguntaba Thoreau en su Resistence...: "Respondo que no puede asociarse con él sin deshonra" ¿No es un mismo dilema el suyo y el de los miembros de esas 441 milicias repartidas hoy por los EE.UU.(según El Mundo 19/4/1996), mundialmente conocidas a raíz del atentado, en abril del pasado año, contra el edificio del Gobierno federal en Oklahoma? Desde luego, no sería nada extraño que este opúsculo de Thoreau se leyese en los medios libertarios estadounidenses, aunque sería ciertamente injusto olvidarnos de sus restantes lectores, pues según algunos observadores (D.Walker Howe), éste es uno de los libros desde siempre más difundidos entre los estudiantes norteamericanos -ese fue el caso, por ejemplo, de M.Luther King-. Lo cual se corresponde, en efecto, con las ochenta y ocho ediciones impresas sólamente en los EE.UU. antes de 1977 (National Union Catalogue), por dar uno solo de los datos que encontramos en la Introducción de ésta que ahora comentamos. Ello, por supuesto, sin olvidar a sus incontables incondicionales a lo largo y ancho del mundo -v.gr., Gandhi-, España incluida, donde al menos se conocen ya cinco ediciones de Resistence to Civil Government.

Antonio Casado da Rocha, becario del Departamento de Filosofía de los Valores en la UPV, nos ofrece ahora, por su parte, una cuidada versión castellana según el original inglés de 1849, que va igualmente incluido en la obra, más su introducción, un extenso aparato crítico -que comprende las variantes de 1866-, un apéndice en el que se recogen interesantes comentarios de muy distintos autores, un índice de términos, cronología y bibliografía. Una magnífica edición crítica, en suma, con otro encabezamiente consagrado por el uso ya desde 1903, Sobre el deber de la desobediencia civil. Su actualidad, como vemos, no puede ser mayor: considerando, además, la importancia de lo que en ella se discute, a la vez que su inmensa difusión, es obligado para El Basilisco enfrentarla con su mirada.

El contenido de las apenas veinticinco páginas de la obra es el siguiente: a causa de la guerra de su país con Méjico en 1846 y de la legalidad de la esclavitud, Thoreau entiende que al verdadero americano no le queda otra opción que desobedecer la ley si no quiere perder su condición de Hombre, si no quiere actuar contra su conciencia y degradarse en máquina. Así, forzaría al gobierno a elegir entre "mantener en prisión a todos los hombres justos o acabar con la guerra y la esclavitud". "La única obligación que tengo derecho a asumir es la de hacer en cada momento lo que creo justo", declara Thoreau y, consecuentemente, exige un gobierno que deje las decisiones de justicia a las conciencias, al individuo, pues su convicción era que los gobiernos, particularmente el norteamericano, no son otra cosa que obstáculos para el desarrollo de los pueblos. En cualquier caso, dice, "no soy el responsable del buen funcionamiento de la maquinaria de la sociedad. No soy el hijo del ingeniero", y si el Estado no atiende sus demandas, le "retirara su apoyo" -objeción fiscal, &c.-, convencido de que la verdadera vida se vive más allá de su ley (¿Walden?). Su propia desobediencia, relatada en la obra, consistió en su negativa a pagar un impuesto de capitación durante seis años: pasó por ello arrestado una noche en la carcel y salió al día siguiente cuando una familiar, contra la voluntad de Thoreau, pagó la deuda.

Ahora bien, conviene advertir que en este opúsculo no se encontrará la menor explicación, ni siquiera por alusiones, de las ideas que lo articulan, las de individuo, conciencia, justicia, &c., ni análisis alguno acerca de la esclavitud o la guerra con Méjico -los motivos de su desobediencia-, ni, desde luego, ningún desarrollo de sus alternativas. El discurso, que no argumentación, de nuestro autor es un discurso vacío. Pero en ello radican, creemos, las auténticas razones de su inmensa difusión: cabrá reinterpretarlo infinitas veces, apelando a motivos análogos -genéricamente: guerras, opresión, &c.- para asignar luego los valores que cada cual asuma a las funciones justicia, Estado, conciencia, &c.. La clave de lectura (la forma de la función), nos la ofrece el eje que articula el discurso, su idea de sujeto, o individuo, interpretado desde su atributo conciencia, que nos indica a su vez, creemos, cuál es la escala a la que acontece -masivamente, por cierto- su recepción.

En cuanto a esta clave, y ateniéndonos a las coordenas empleadas para el análisis de la idea de conciencia expuestas por "Pedro Belarmino" en estas mismas páginas (El Basilisco, 2aépoca, 2 (1989):73-88), es obvio que la de Thoreau es una concepción absoluta de la conciencia, desligada del cuerpo, de su comunidad y, por supuesto, del Estado: las masas sirven al Estado con sus cuerpos, dice, y no con sus conciencias, se vuelven así "máquinas" y su dignidad es la de "un monton de estiercol"; a sus conciudadanos les niega mayoritariamente la condición humana (i.e., la conciencia): "¿Cuántos hombres hay en este país por cada mil millas cuadradas? Difícilmente uno."; &c.

Y en cuanto la recepción de este opúsculo, vaya por nuestra parte la siguiente propuesta para su análisis: nos parece que sería interesante estudiarla mediante la investigación de la constitución de la misma subjetividad de su autor, apelando para ello a una figura antropológica que alguna vez nos proponía Gustavo Bueno ("Psicoanalistas y epicúreos", El Basilisco, 1aépoca, 13 (1982): 12-39): el individuo flotante. Creemos, en efecto, que lo esencial en la construcción de Thoreau no son las ideas que pueda recoger de su amigo Emerson (la doctrina de la realidad como proyección de la "Super-Alma" o Dios, &c.), pues su discurso, aunque contenga filosofemas, no es, desde luego, filosófico -no es siquiera crítico, no considera o discute alternativa alguna: ¿no será, más bien, la doctrina de una hetería?-. Es cierto que su difusión sería inexplicable de no atender a los materiales que Thoreau recoge de las fuentes cristianas de la idea de conciencia y su relación con la desobediencia civil (y aquí cabría analizar su raíz puritana: el congregacionalismo, &c.), pero lo esencial aquí es que apela a ellas en un momento su sentido político es ya, en los EE.UU., muy otro que el que reciben de nuestro autor: el de un modelo de gobierno, la democracia de raíz puritana de los Estados del norte, enfrentado al que defendía la Confederación sudista. Un momento en el que los Estados Unidos alcanzan ya las proporciones imperiales que actualmente le conocemos (la guerra con Méjico, &c.), y cabe que los fines particulares de algunos de sus ciudadanos resulten "desconectados" de los planes o programas colectivos, para moldearse ahora sus contenidos a la escala de la individualidad, una individualidad exenta, "flotante".

¿No será este el caso del Thoreau que declara: "No es asunto mío andar solicitando al gobernador o a la legislatura más de lo que ellos me solicitan a mí; si no escuchasen mi solicitud ¿qué haría yo entonces? Pero en este caso el Estado no ha provisto medio alguno: su propia Constitución es el mal"?. ¿Hasta qué punto no es ésta la situación de muchos de sus lectores? ¿Hasta qué punto no es la de muchos de los desobedientes o insumisos que actualmente conocemos?

Tales son, aunque expuestas apresuradamente, las impresiones que nos causa la lectura de este opúsculo de Thoreau, absolutamente incomprensibles sin una edición de la riqueza de esta de Antonio Casado da Rocha, a la que únicamente se podría objetar, atendiendo a la lectura que aquí sugerimos, que no ahonde más en la inscripción del autor en su época. En cualquier caso, de la valía del carácter filosófico de Antonio Casado cabe esperar una magnífica Tesis doctoral sobre Thoreau y la cuestión de la desobediencia civil que venga a renovar su discusión académica.

{¿1996?}
{El Basilisco 20 (1996)}


DESOBEDIENCIA CIVIL E INDIVIDUOS FLOTANTES: O DE LAS DIFICULTADES DEL INSUMISO CON LOS PIES SOBRE LA TIERRA

Antonio Casado da Rocha
20 de junio de 1996

EN 1989, las páginas de la revista El Basilisco acogían un minucioso y documentado artículo de Pedro Belarmino sobre una controvertida cuestión de ética y moral: la “objeción de conciencia”. En él, el autor concluía que tal fórmula es, como concepto y como figura legal, contradictoria. Y que, en la práctica, se resuelve en (1) un “mero trámite de declaración de exceptuación de la norma” (es el caso del prestacionista), (2) en la “rebelión o desobediencia civil” (es el caso del objetor fiscal, un contribuyente que se niega a ingresar en el Tesoro la cantidad que le corresponde según el Impuesto), o (3) en “en una impugnación de una norma constitucional que, de no cursarse por la vía de reforma de la Constitución, se convertirá en una impugnación, por vía de hecho, antidemocrática, si razonamos en el supuesto de que la mayoría de los ciudadanos aceptan la norma” (es el caso, siempre según este autor, de los insumisos agrupados en el MOC).

En consecuencia —y aquí el estado de guerra es invocado como situación límite aunque del todo pertinente—, esta contradictoria objeción de conciencia no debiera ser, no ya regulada, sino ni siquiera tolerada por el Estado. Pedro Belarmino sugiere la justicia de fusilar a los sedicentes objetores de conciencia, o al menos de privarles de derechos civiles tales como el acceso a la función pública, etc. Al fin y al cabo, se nos dice, tales objetores no deberían aceptar ninguna clase de complicidad con un Estado que definen como militarista ni con una Constitución que consideran manchada de sangre. De modo que lo que Pedro Belarmino parece exigir es únicamente coherencia para que, si se admite esa contradicción de la “objeción de conciencia”, se la lleve hasta las últimas consecuencias.

El tiempo le ha dado, si no la razón, al menos cumplida prueba de su capacidad profética. Al día de hoy los insumisos son inhabilitados (e.e., privados de ciertos derechos civiles) merced al nuevo código penal; y el servicio militar obligatorio tiene los años contados (siempre que el Presupuesto, nuestro nuevo “Dios mortal”, nos lo permita). Sin embargo, y en el ínterin, la controversia dista mucho de estar resuelta. Al menos en lo que a mí respecta, la ha venido a renovar una amable reseña que David Teira dedica a mi edición del clásico de Henry David Thoreau sobre la desobediencia civil. Siempre es de agradecer que la gente se tome su tiempo para leer las cosas que uno, mal que bien, va pergeñando. Mas, de entre las que he recibido hasta la fecha, es ésta la primera reseña que merece el adjetivo de crítica, y por ello me es doblemente valiosa. Así que trataré de estar a la altura intentando a mi vez una réplica medianamente crítica, poniendo de relieve, en pro de la discusión, más puntos de desacuerdo que de acuerdo (que también los hay).

Para empezar, y continuando con el artículo de Pedro Belarmino, ya en el inicio de su lectura se nos advierte que en el planteamiento del problema se procederá analizando por separado sus partes, para considerar a continuación su mutuo engarce haciendo abstracción de cualquier “sentido global originario” que la fórmula pudiera tener. Admitiendo que esta estrategia analítica se revela harto fértil en su desarrollo, no puedo dejar de apuntar aquí que el todo de la fórmula “objeción de conciencia” tiene, como mínimo, una unidad de sentido que es, en este siglo, históricamente anterior al uso que de sus partes se hace hoy. Me refiero a la que para algunos constituye la primera vez que se utilizó la expresión conscientious objection, hacia 1906, en la actual Sudáfrica durante las campañas de “desobediencia civil” de Gandhi (que conocía esta fórmula gracias a su lectura de Thoreau) en contra de la legislación racista. Como señala Rafael Sainz de Rozas, “resulta revelador constatar que [el equivalente a nuestra “objeción de conciencia”] no fue acuñado por los desobedientes sudafricanos que exigían sus derechos civiles, sino por el militar inglés encargado de su represión.” De modo que, ciñéndonos a este siglo, primero está la desobediencia civil y sólo después —intentando asimilar este “cuestionamiento de una situación injusta de militarización mediante la movilización coordinada y pública de los que estaban destinados a sostenerla mediante su colaboración” (ibid.)— surge la fórmula “objeción de conciencia”. Este dato ya invitaría a examinar la primera “desobediencia civil” de Thoreau; por otro lado, los propios miembros del MOC (Sainz de Rozas es de los más destacados) han reaccionado al intento de “integración de la disidencia” que supone la legislación española sobre objeción de conciencia acuñando a su vez el término insumisión y definiéndolo repetidamente en claves de desobediencia civil muy alejadas de la definición de objetor que se desprende de la legislación vigente —“persona que, por razones de conciencia, se muestra contrario [sic] a la prestación del servicio militar”— y que es la que Pedro Belarmino critica de manera, por lo demás, impecable.

(Valga esto como preámbulo, y pasemos a desarrollar brevemente algunos comentarios.)

1. La reseña comienza con el inestimable acierto de relacionar el contenido del libro con sucesos recientes de indudable importancia. El caso del Unabomber es —en estos tiempos y lugares en los que los paquetes bomba son cosa próxima— muy digno de ser tenido en cuenta. El detalle de la cabaña de Ted Kaczynski no es gratuito, ya que se corresponde con total exactitud a los bocetos que nos han quedado de la de Thoreau en Walden. De modo que es muy probable que exista una relación directa; por lo que me cuentan, en los EE.UU. pueden adquirirse por correo hasta reproducciones “listas para montar” de esa cabaña, y es que Thoreau se ha convertido en un “caso” célebre y su chabola ha pasado a formar parte del imaginario norteamericano. Y, como también se ha dicho, numerosos escolares de enseñanza secundaria leen el panfleto “sobre el deber de la desobediencia civil” que nos ocupa.

Acierta también la reseña al destacar el carácter vacuo del discurso de Thoreau, y su consiguiente universalidad:

El propio gobierno, que es sólo el medio elegido por el pueblo para ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de abuso y corrupción antes de que el pueblo pueda servirse de él. Vean si no la presente guerra de X, obra de relativamente unos pocos individuos que usan el actual gobierno como instrumento a su servicio; pues, de entrada, el pueblo no habría consentido esta medida. (p. 1)

Basta sustituir la variable X (que en el texto de 1849 contenía el valor “Méjico”) por los valores “Vietnam”, “Bosnia”, o incluso “Itoiz”, para advertir la inmediata aplicabilidad de este discurso, su enorme capacidad mimética.

2. Admito que el término conciencia, tal como es empleado por Thoreau, remite a un “concepto espiritualista y mentalista de estirpe claramente teológico cristiana, y más concretamente protestante”, conciencia subjetiva que se erige, tal como dice G. B., en un “Tribunal Supremo que reclama ante todo el respeto incondicionado de todos los demás” (ibid.)

Mas no sé yo si la concepción de la conciencia de Thoreau merece el calificativo de absoluta, más que nada porque Gustavo Bueno señala como paradigmas históricos de esa concepción el Dios aristotélico o la conciencia trascendental de Kant. Y esas son palabras mayores... Más bien, creo que la argumentación de Thoreau en torno a la conciencia merece los calificativos de teleológica y circular, pues apela a una supuesta finalidad inscrita en lo específicamente humano: “¿Para qué tiene cada hombre su conciencia?” (p. 3), se pregunta. Y la respuesta dada es: como para algo la tendrá, será para algo que le constituya como humano (ya que no se conoce conciencia moral entre los animales), con lo que Thoreau concluye que “debiéramos ser primero hombres [con conciencia] y después súbditos [sin ella]” (ibid.). La conciencia queda instalada como ultima ratio moral.

Parafraseando a Pedro Belarmino (1982:77-8), podría decirse que la conciencia moral de Thoreau habría despertado —si analizamos en estos términos el relato de su estancia en prisión— en el momento en el que los principios (ortogramas) que regulaban su acción (conducta) en Walden (su palacio ) se encontraron, al intentar salir de él, no ya con el dolor y con la muerte, sino con la esclavitud y la alienación de los esclavos negros y de sus propios vecinos.

3. Ya que de discursos se trata, espero que se me perdone que me ponga algo filológico. El discurso de Resistance es susceptible de ser utilizado por las heterías, no cabe duda. Que el propio Thoreau fuera adepto a una de ellas, o que el MOC lo sea, es más discutible.

Creo que lo que ocurre con el individuo Thoreau (como paradigma) no es que se halle flotando a fuerza de perder conexión con los programas colectivos, sino que tiene que elegir entre un programa genérico que le dice que todos los hombres son libres e iguales y un plan universal que provoca esclavitud e injusticias. El problema de la desobediencia se traduce en un conflicto entre obediencias mutuamente excluyentes, entre fidelidades contrapuestas.

Me explico. La declaración de independencia es el perfecto “programa genérico”, así como la famosa doctrina del “destino manifiesto” es buen ejemplo de “plan universal” siguiendo la terminología de G. B. Como sabéis, el 4 de julio de 1776 (Independence Day, fiesta nacional), es adoptada la Declaración de Independencia (redactada en su mayor parte por Thomas Jefferson) que, en su segundo párrafo —su fragmento más célebre— reza así: “We hold these Truths to be self-evident, that all Men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty, and the Pursuit of Happiness — That to secure these Rights, Governments are instituted among Men, deriving their just Powers from the Consent of the Governed, that whenever any Form of Government becomes destructive of these Ends, it is the Right of the People to alter or abolish it, and to institute new Government, laying its Foundation on such Principles, and organizing its Powers in such Form, as to them shall seem most likely to effect their Safety and Happiness. Prudence, indeed, will dictate that Governments long established should not be changed for light and transient Causes; and accordingly all Experience hath shewn, that Mankind are more disposed to suffer, while Evils are sufferable, than to right themselves by abolishing the Forms to which they are accustomed. But when a long Train of Abuses and Usurpations, pursuing invariably the same Object, evinces a Design to reduce them under absolute Despotism, it is their Right, it is their Duty, to throw off such Government, and to provide new Guards for their future Security”

Asumiendo parte del utillaje conceptual de Bueno, podría aventurarse como hipótesis que el caso Thoreau se resuelve en el desarraigo provocado por el conflicto entre la fidelidad al relato fundacional de los EE.UU. y la obediencia a la política vigente en 1848: destino manifiesto, guerra con Méjico, etc. (En realidad, esto no hace si no daros la razón.)

4. Que los anteriores fines sean metafísicos, o que se basen en una concepción del individuo irreal (porque el individuo aislado será algo imposible, porque el principio de todo planteamiento político no será el “yo”, sino el “nosotros”) no eliminan el hecho de que existe un país, los EE.UU. de América, cuyo relato fundacional descansa en esas ficciones. Y un país, por cierto, que ostenta una envidiable eutaxia (o supervivencia de la propia unidad política, medida a través de su duración temporal). Eutaxia que, según tengo entendido, es el único criterio objetivo que reconoce el Materialismo Filosófico para medir la fuerza de un modelo político.

Relato fundacional que viene a ser el de un “nosotros” (We hold...) que deciden instituir un gobierno con el fin de asegurar esos derechos a todos los “yoes” (varones, eso sí: all Men). Efectivamente, en la declaración de Independencia es el “nosotros” el principio de todo planteamiento político (y aquí estoy de acuerdo con Bueno), pero lo peculiar de ese “nosotros” es que instituye un programa colectivo en el que convierten a los “yoes” en los sujetos políticos. Y en el que, precisamente, se trata de hacer abstracción de los enclasamientos de esos “yoes”:

“Individuo flotante”, ese pleonasmo. El individuo, tal como sociológicamente se concibe en nuestra sociedad, es flotante por definición. La gente se considera “individuo” en la medida en que puede sustraer energías y fidelidad a los fines, planes y programas colectivos. Que eso sea moralmente bueno o no, es otro cantar. Pero ¿quién se atreve a decir hoy que sus fines se hallan perfectamente integrados en los planes o programas colectivos? Sólo algunos exaltados, probablemente mucho más peligrosos que cualquier individuo que, mal que bien, vaya flotando por ahí.

10/5/09

T. Bayne and J. Fernández, Delusion and Self-Deception. Affective and Motivational Influences on Belief Formation, New York-Hove, Psychology Press, 2009.

In 2004, Macquarie Centre for Cognitive Science and the philosophy department at Macquarie University (Sydney) organized a conference on “Delusion, Self-Deception and Affective Influences on Belief Formation”, in which many of the papers of this volume were first presented. As the editors warn in their introduction, their aim was to foster empirical and conceptual connections between current research on delusion and self-deception. For this, they brought together a group of scholars in various disciplines, most of them with a remarkable competence for interdisciplinary discussion. The connecting thread in their analyses features in the title of the book: the role played by affects and emotions in the formation of delusional or self-deceptive beliefs. However, the unity of this compilation lies mostly in the extraordinary editorial work of Tim Bayne and Jordi Fernández, who have not only provided thorough author and subject indexes, but also encouraged cross-references between papers and wrote an introduction intended as a map for the terrain explored thereafter.

In my view, this volume hinges on five papers on two delusions: the Capgras delusion (the belief that a familiar person has been replaced by an impostor) and anosognosia for hemiplegia (the delusional belief of being able to move your paralysed limbs). These five papers present the standard theories of delusion, with special emphasis on the role of emotions in the explanation of the two cases in point, but with very few mentions of its connections to self-deception. Three additional papers bridge this gap, exploring possible connection between the explanation of these delusions and Mele’s theory of self-deception. Three more papers discuss the role of emotion in belief formation with no explicit link with any of the theories above. Following this division, I will provide a quick overview giving just a glimpse of the topics discussed. The reader is warned that the book is incredibly rich in ideas and evidence on every topic discussed and I am afraid many will be missing here.

The most successful empirical approach (so far) to explain the Capgras delusion focuses on the cognitive mechanisms of face recognition drawing on research on prosopagnosia. The Capgras delusion would arise when the subject is somehow able to recognize a familiar face but without experiencing the usual emotional response to it (as measured by skin conductance response). The damaged mechanisms in the brain explaining this diverging response are still under discussion, as Philip Gerrans informs us in ch. 7. There are different approaches to modelling the belief distortion in this delusion, namely two: endorsement models and explanationist models. In the former, the patient believes in the content of her experience, where the delusion lies. In the latter, the delusion is an attempt to explain an usual experience (e.g., the lack of emotional response). Gerrans develops an endorsement account focused on a purely cognitive misidentification (failure to acknowledge the numerical identity between the familiar face and the person the patient knows). Elisabeth Pacherie (ch. 6) considers alternative accounts of the Capgras delusion, pondering to what extent they support the endorsement approach. She is inclined to think that the delusion arises from the inability to process dynamic information about the emotions expressed by familiar faces. Pacherie furthers this approach with an argument for the modularity of the feelings of familiarity. If the delusion lies in the perceived experience, it is important to demarcate it from belief and Fodor claims that modularity is one such demarcation criterion. An additional argument against the explanationists provided by Pacherie is that, even if the subject forms a delusional belief, she applies correctly the usual checking procedures (further observation, background knowledge, testimony) but they fail to yield disconfirming evidence.

A second division in the approaches to delusion can be made between one and two-factor approaches. The former invoke a perceptual and/or affective deficit that generates the belief and the latter add a second deficit to explain why such belief is not rejected. Brian McLaughlin (ch. 8) takes issue with the standard one-deficit account of Brian Maher, according to whom delusional beliefs “function to explain anomalous experiences resulting from neuropsychological anomalies” and this would be a rational response. In the Capgras delusion, argues McLaughlin, this would not be the case by any standard of epistemic justification, since the delusional belief coheres badly with our background knowledge. McLaughlin proposes a model for the Capgras delusion in which two types of beliefs would be acquired by separate routes: a linchpin belief (about the unfamiliarity of the face) and a thematic belief (about the impersonation). It is epistemically irrational on the part of the patient not to reject this second belief, arrived at by paranoid-driven reasoning. McLauglin develops the concept of existential feelings, among which familiarity would feature. Given the characteristics of these feelings, McLaughlin is skeptical about our natural ability to override them. So much for the Capgras delusion

Anne Aimola Davies and co-authors (ch. 10) analyse anosognosia for hemiplegia in the two-factor framework for delusions presenting a broad review of the available empirical evidence (including their own data) about the role played by motivational and cognitive factors. The first factor would be here “an impairment that prevents the patient’s paralysis or weakness from making itself known to the patient through immediate experience of motor failure”. The second factor, in turn, would be “an impairment that prevents the patient from making appropriate use of other available evidence of his or her motor impairments”. The authors present their own conjectures about the functional nature (“an impairment of working memory or executive process”) and neural basis (“the right frontal region of the brain”) of this second factor. Frédérique de Vignemont (ch. 12) systematically compares hysterical paralysis and anosognosia, the former apparently being the mirror image of the latter: patients feel paralyzed although they are physically able to move. De Vignemont points out that hysterical paralysis is grounded in delusional beliefs about the extent and source of their inability to move. It is a local paralysis and does not arise from organic damage. However, the experience of being paralysed generates the delusion as a normal response. Their anxiety at the paralysis keeps them frozen: this explains their inability to reject the original delusion without the intervention of a second factor. They are indeed paralysed.

So much for the study of delusions. As for its connection with self-deception, Alfred Mele (ch. 3) presents a brief summary of his own deflationary theory of this latter and an analysis of a few delusions in this perspective. Since Mele’s account of self-deception hinges on the influence of motivational factors in lay hypothesis testing and such factors do not necessarily feature in the explanation of, e.g., the Capgras delusion, he concludes (tentatively) that deluded subjects may not be deceiving themselves. Martin Davies (ch. 4) makes the more significant effort in the volume to bring together the analysis of deception and self-delusion. After a brief review of the standard one- and two-factor accounts of this latter and a summary of Mele’s theory on the former, Davies discusses how motivational biases can feature in either factor or in the route from experience to belief. When they affect the second factor, Davies concludes that we have the clearest cases of an overlap of delusion with Mele’s self-deception. Neil Levy (ch. 11) argues, against Mele, that there is one real case of self-deception in which the subject believes a proposition and its negation. This would be anosognosia for hemiplegia, where subjects –in a certain sense that Levy specifies– simultaneously believe that their limb is healthy and significantly impaired

The remaining three chapters are somehow at odds with the theoretical approaches presented so far. In chapter 1, Peter Ditto provides a brief overview of fifty years of psychological research on motivated cognition, which serves as an introduction to his own contribution, the quantity of processing view. According to this view, we would we react more sceptically and invest more time and resources in the cognitive processing of those pieces of information inconsistent with our preferences. As the editors notice in their introduction, this view does not seem to encompass delusions, where it often happens that the subject cannot reject a delusional belief despite its negative affects. Drawing on recent research in cognitive neuroscience (namely, appraisal theory and the somatic marker hypothesis), Michael Spezio and Ralph Adolphs (ch. 5) substantiate the claim that emotions mediate in the processing of information in the brain. As an illustration, they briefly show how emotional processing underlies our moral judgments. The editors observe here that it is an open question whether this account may apply to belief formation in general. In the final chapter of the book, Andy Egan proceeds to a philosophical discussion of the status of delusions and self-deception as mental states. Invoking a functional role conception of mental states, Egan argues that delusions are intermediate states between belief and imagination whereas self-deception is an intermediate state between belief and desire. As the editors point out, this is at variance with the assumption that now orientates empirical research on both phenomena: they are just beliefs.

Despite the effort of the editors, this volume is often difficult to read. The different theories and empirical findings about the two delusions analysed are presented time and again throughout the eight core papers. However, were it not for Davies’ paper, I guess I would be lost as to the connection between the two phenomena. Or more precisely between the standard theories of delusion and Mele’s theory of self-deception: no alternative approach is discussed in the book. This volume features in a series that “provides readers with a summary of the current state-of-the-art in a field”. The disunity in the two fields of study covered in this volume is adequately captured in the papers compiled.

26/4/09

Luis Enrique Alonso, La mirada cualitativa en sociología, Fundamentos, Madrid, 1998, 268 pp.

Aún no son muchas las aportaciones españolas a las técnicas de investigación sociológicas, y no es de extrañar, por tanto, que en nuestro país todavía sea raro, aunque no inexistente, el debate sobre tales métodos. Cabe decir, entonces, que La mirada cualitativa en sociología es un libro excepcional, pues su objeto no es otro que la discusión de las técnicas desarrolladas por la escuela madrileña de los Jesús Ibáñez, Ángel de Lucas, Alfonso Ortí, etc., a la que el propio Alonso es afín. Ahora bien, como el propio autor nos advierte, no es este un libro de metodología, i.e., no contiene una reexposición de las técnicas analizadas, ni tampoco una casuística acerca de sus usos más convenientes.

Luis Enrique Alonso es, sin duda, un sociólogo en ejercicio, pero en este ensayo quiere situarse más allá de la práctica sociológica, en “el ámbito de la mirada”, sinónimo -se nos dice- de aproximación o enfoque, tal y como éstos se interpretan en las distintas ciencias sociales. Sin embargo, al examinar el contenido de La mirada..., recordaremos que también mirar está en la raíz griega de theorein, y se diría, en efecto, que lo que aquí se nos ofrece es un ensayo sobre la teoría que corresponde a las técnicas cualitativas, radicalmente distinta, en muchos aspectos, a la elaborada por el propio Ibáñez.

Tres de seis capítulos que componen La mirada... se dedican, así, a la interpretación de algunos emblemas de la sociología cualitativa madrileña: el grupo de discusión (cap.3), la entrevista (cap.2) y los estudios sobre el consumo (cap.5). La teoría aplicada en éstos se desarrolla en los tres capítulos restantes, los más ambiciosos y originales de la obra, sin olvidar una introducción y un epílogo no menos interesantes. Para Luis Enrique Alonso, el objeto de la sociología cualitativa sería el análisis del discurso, puesto que a través de la acción comunicativa se obraría la construcción social de la realidad. Ante la diversidad de acepciones de discurso, Alonso nos propone una concepción hermenéutica (con Ricoeur y otros muchos autores) mediante la cual cupiese reformular, por una parte, la dicotomía cuantitativo/cualitativo (cap.1), distinguiendo así los distintos dominios de la sociología, y dotar de una interpretación social a la propia acción comunicativa, por otra, evitando a un tiempo el relativismo pansemiologista y el determinismo estructuralista (cap.4).

En efecto, nuestro autor pretende interpretar las técnicas cualitativas como núcleo de una pragmática en la que se articulen constricciones sociales y lingüísticas, de modo que ni aquéllas se resuelvan en las ilimitadas opciones exegéticas que nos ofrece el Texto, ni éstas se agoten en una expresión más del Poder. Alonso nos propone operar a una escala intermedia, la del sujeto, a partir de la reconstrucción siempre contextual de su práctica discursiva, pues en ella se manifestaría tanto el sentido intrínseco de su acción (conjugando aquí su acepción intencional (finalidad) y semántica (representación)), como sus determinaciones extrínsecas, propiamente sociales.

Pero ¿cómo dar cuenta de esta articulación? Quizá sea éste el nudo argumental de la obra, al menos para el lector, pues, por una parte, la apelación de L.E.Alonso a las condiciones materiales que explicarían en cada caso el desarrollo de la acción comunicativa no puede ser más explícita (cap.6). Pero también lo es su aspiración de edificar una macropragmática “referida a los espacios y conflictos sociales que producen y son producidos por los discursos”, y no a cada acto comunicativo en particular. Buena parte de la obra se desarrolla a esta escala macroscópica, considerando las abundantes alternativas teóricas que se nos ofrecen hoy para construir tal suma sociológica. De ello dan cuenta sus más de veinte páginas de bibliografía, y no podemos dejar de anotar, por cierto, uno de los mayores defectos de la edición: la ausencia de índices de autores y temas, que a menudo dificulta la consulta de una obra tan enjundiosa.

La solución ensayada por Alonso es dúplice: en principio, adopta una posición constructivista en lo que se refiere a los mecanismos cognitivos de formación de conceptos (cap.1), intentando recorrer a través de la hermenéutica la vía abierta por Durkheim (i.e., la organización social del cosmos, y su expresión simbólica: metáforas, etc.). No obstante, superada ya la genealogía, aparece la dificultad de explicar la acción comunicativa, una vez constituido y en marcha el campo discursivo. No es una dificultad menor si consideramos que las técnicas cualitativas como el grupo de discusión se refieren antes al análisis de la estructura de los discursos que a su génesis, y se diría, por ello, que acaso sea éste el motivo central de la obra.

Aparentemente, Alonso intenta superar este paso, soldando los modelos comunicativos centrados en la negociación (pongamos Bourdieu) con aquellos otros basados en el consenso (sea Habermas): aquélla cargaría con el peso de las constricciones sociales en las que se inscribe la acción, y éste con la capacidad para superarlas; i.e., una vía media entre pansemiologistas y estructuralistas, y aún entre las mismas posiciones de los citados Bourdieu y Habermas. Mas ¿es posible este equilibrio?

Es aquí donde aparece el tópico cualitativo de la reflexividad, o bien, la presentación de la sociología como “epistemología de lo cotidiano”. Pues por más que se apele a las condiciones materiales en las que se inscribe, en cada caso, la acción, lo cierto es que el canon hermenéutico no sería solamente una guía para su análisis sociológico: proveería también un ideal comunicativo, valores éticos que orientarían el desarrollo de la acción, y que al sociólogo le cabría promover con su intervención, más allá de las constricciones partidistas que su análisis descubriese (cf. el prólogo y especialmente el epílogo a este respecto). Así, el sociólogo no sólo afirmaría la libertad del sujeto para decir el curso de sus actos, sino que contribuiría él mismo a ejercitarla.

La inversión operada por Alonso en lo que a la concepción de la sociología cualitativa se refiere es muy notable, si volvemos a la comparación con Ibáñez: si en éste aparecía como una “física social de segundo orden”, con un sesgo manifiestamente estructuralista y postmoderno, Alonso opta, en cambio, por la hermenéutica y la modernidad: Habermas se impone a Deleuze. Lo que para muchos ganará en inteligibilidad el discurso, para otros lo perderá quizá en radicalidad política. A los sociólogos comprometidos en su desarrollo les corresponde, sin duda, decidirlo.

Pero puede que no sean muchos los que se sientan aludidos por los argumentos de Alonso, que acaso perciban como excesivamente filosóficos. Recordarán quizá aquella anécdota transmitida por Diógenes Laercio (Vidas..., VIII.8), según la cual la vida se parecería a unos juegos: unos acuden para competir; otros por el comercio, pero los mejores, asistirán como espectadores (theoroi), y éstos serían los filósofos. En España, se puede ya competir académicamente con las técnicas cualitativas y, por supuesto, se puede obtener de ellas un notable rendimiento comercial, pero ¿a quién interesará la mirada de un espectador?

Contra tales dudas, buena parte de los argumentos que se ofrecen en La mirada... clamarán por una interpretación sociológica de algunas tesis característicamente filosóficas, aunque sirven más, creemos, para ilustrar las dificultades de la empresa, que para llevarla a buen puerto. Pues una vez rendidas las armas sociológicas a la hermenéutica, ¿cómo explicar que “el discurso no se explica por el discurso mismo” (pág.78)? Después de asumir la crítica sociológica al idealismo lingüístico, ¿por qué detenerse ante la comunidad ideal de habla (pág.232)?

En realidad, los dilemas enfrentados en La mirada... son muy antiguos, y quién sabe si irresolubles: algunos presocráticos, como Demócrito, defendieron que el ojo era una superficie reflectante en la que se proyectaban pasivamente las imágenes de los cuerpos; a éstos se oponían otros que, como los pitagóricos y también algunas veces el propio Alonso (e.g., pág.17), afirmaron que el ojo, agua y fuego, veía por sí mismo emitiendo rayos que alumbraban los objetos. Otras veces (e.g., pág.242), Alonso nos recordará más a Empédocles, quien sostuvo, al parecer, la actividad de ambos elementos, ojo y objeto, en el acto de la visión. ¿Habrá quizá una cuarta alternativa? ¿Será el constructivismo sociológico capaz de proporcionárnosla?

{Septiembre 1999}
{Revista Española de Investigaciones Sociológicas 91 (2000), pp.196-199}

16/4/09

Pierre-Charles Pradier, La notion de risque en économie, Paris, La Découverte, 2006

Encore un ouvrage sur l'économie du risque ! Celui-ci choisit une optique assez originale, entre histoire économique et histoire des théories économiques. Si l'histoire des faits et de leurs représentations sociales constitue une tradition française, déjà illustrée dans le domaine du risque par François Ewald, héritier de Foucault et de l'école des Annales, on est moins habitué à voir un économiste s'essayer au même exercice. Doyen d'Économie de la Sorbonne, Pierre-Charles Pradier déploie toute son érudition pour brosser une fresque où le paysage des contrées du Nord, hébergeant les fondateurs du calcul des probabilités, succède à l'Italie des marchands médiévaux.

Précisément, le récit articule trois temps forts : l'apparition du mot, du concept et des pratiques du risque au Moyen-Âge ; le développement des mathématiques du hasard, de la gestion assurantielle et de la statistique mathématique à l'époque des Lumières ; enfin, l'essor récent de la théorie économique et financière - que ce soit du point de vue décisionnel a priori ou du point de vue macroéconomique a posteriori (avec l'énigme de la prime de risque et l'inflation des actifs patrimoniaux en conclusion). Ces temps forts permettent d'illustrer une thèse assez audacieuse : contre ceux qui pensent - comme on le croit souvent - que l'économie a emprunté les mathématiques du hasard aux sciences de la nature, Pradier montre au contraire que « le calcul des probabilités se développe comme solution à des questions sociales et politiques », solution apportée par des mathématiciens intéressés à la vie de la Cité. Hervé Le Bras avait déjà éclairé la vie de William Petty d'une telle lumière dans Naissance de la mortalité ; voici quelques exemples nouveaux qui font système.

À côté de cette thèse centrale, l'auteur propose des points de vue originaux sur des thèmes que l'on croyait convenus : ainsi, le parallèle entre, d'une part, le développement des mathématiques de la décision depuis l'après-guerre et, d'autre part, les recherches de la fin du dix-huitième siècle. Cette comparaison s'appuie sur les travaux d'historiens des mathématiques menés ces quinze dernières années et conduit à penser différemment l'articulation entre économie et mathématiques, leur histoire commune et leur épistémologie. De même, l'étude critique de la distinction entre risque et incertitude chez Knight, et surtout Keynes, met en perspective l'évolution de la théorie économique au cours du dernier siècle et les limites de son domaine d'application. Cette perspective d'histoire longue - la prise en compte de nombreux aspects et champs théoriques (finance, assurance, macroéconomie) - conduit évidemment à des raccourcis ; mais la thèse est remarquable et la bibliographie abondante. Signalons enfin, pour ceux que les « hiéroglyphes effarouchants » intimident, que des encadrés contiennent les signes les plus virulents : la lecture de l'argument est donc fluide. Étonnamment même pour un livre d'économie qui devrait donc convenir à ceux qui abordent l'économie du risque comme à ceux qui la connaissent déjà et cherchent un regard nouveau.

{Septembre 2006}
{Risques 67 (2006)}

15/4/09

Jill Fisher, Medical Research for Hire. The Political Economy of Pharmaceutical Clinical Trials, Rutgers University Press, 2009

In Medical Research for Hire: The Political Economy of Pharmaceutical Clinical Trials, Jill Fisher presents the results of 12 months of fieldwork conducted around 2003 in two major cities in the southwestern United States. During this period, the author analyzed "more than twenty" for-profit research organizations performing clinical trials for the pharmaceutical industry. The main output is an ethnography of the identities adopted by the different participants in those trials. On this basis, Fisher denounces how unfair to patients this system is.

A clinical trial is a medical experiment in which a new drug is compared to the standard treatment or a placebo administering them to two groups of patients in order to test its efficacy. The American Food and Drug Administration (as most other regulatory agencies around the world since the 1960s) requires statistical evidence derived from clinical trials in order to authorize the commercialization of new drugs. Whereas until the 1990s a majority of these experiments were conducted in public medical centers, nowadays the pharmaceutical industry is contracting most of them with a variety of private companies. In exchange for many billions of dollars, these companies promptly deliver trial results that generate early profitable patents for their sponsors. The protocol of the experiment is pre-arranged by the pharmaceutical company, so the contractor can only play with the efficiency of the implementation, particularly in the recruitment and involvement of patients.

Fisher analyzes through interviews and direct observation the different roles involved in the management of these private trials. According to Fisher, driven by purely financial incentives, the physicians in these organizations adopt both of these two distinct roles (chapter 3): entrepreneurial agents (they run their companies) and pharmaceutical emissaries (they implement their sponsors' experimental design). Fisher shows that these two roles set very strict limits on their therapeutic obligations with their patients. Chapter 4 is devoted to research coordinators, whose assignment in the trial is namely to deal with patients (recruiting, screening, obtaining consent) and manage part of the trial bureaucracy. Their professional identity is defined mostly in terms of their obligation to care for the patients (many of them are former nurses and a majority are women). Again, their corporate responsibilities often constrain their care duties. In chapter 5, Fisher analyses the monitors appointed by the pharmaceutical sponsors to audit the trial and prevent frauds. This is a feminized profession too, with a very demanding administrative task and a multifaceted symbolic role, often contradictory: "protector of the public health, coordinator's 'best friend,' and scapegoat for the problems of outsourcing".

In chapter 6 Fisher profiles the types of patients most likely to be involved in private trials. In research conducted on healthy subjects to test the safety of a new drug, most of the volunteers are men from a minority (very often Hispanic), seeking a financial reward. In efficacy trials on patients, there is an increasing participation of white middle class women, who are sought by the companies because they are available and compliant with the protocol. According to Fisher, most of them are "neoliberal subjects motivated by their social and economic positions to benefit the best they can from the system of drug development" (p. 178). In the two following chapters Fisher tries to show that the informed consent that such patients sign is often conditioned by the weakness of their positions in American society (poor, uninsured, uneducated). Moreover the therapeutic benefit they derive from their participation in the trial is often minimal. This hinders their compliance with the trial protocol and puts the "managers in a difficult ethical position to persuade them to comply.

Medical research for hire combines indeed ethnography and ethics. The former prevails: the book is rich in quotations from the many interviews conducted by the author and we get to know how the participants in the private clinical trials studied perceive themselves. However, the author only visited a minor fraction of the many organizations conducting trials in the USA and had unequal access to the different types of participants. Her description may ring true, but I am afraid further studies are necessary to confirm that it is representative of a broader pattern. Informative as this ethnography is, its theoretical analysis is not satisfactory, at least in my view (the authoritative endorsements in the cover say otherwise). A substantial part of the analysis consists in glosses over the quotations, in which the author generalizes about her subjects as if they represented the "social and economic positions" of participants in trials across America. Her analysis is very local though (just two major southwest cities) and I would have appreciated a situated analysis in which the particular circumstances of the participants explained their testimonies. The author appeals instead to the "political economy" of "medical neoliberalism", understanding these concepts in a vaguely Foucaultian sense: pharmaceutical capitalism would be constraining the choices of trial participants to a point that often distorts their perception of their own actions. Perhaps it is just an effect of my excessive exposure to experimental social sciences (or actual political economy), but I miss an actual explanation of how this is happening.

I do not find the ethical analysis much deeper. Fisher shows that the discourses of the professionals involved in clinical trials often misrepresent the situation, making it better for the patients than it actually is. I will not dispute this (and it is certainly good to try to inform them). But I guess that Fisher's ethical target is more the for-profit conduction of clinical trials than the discursive misrepresentations of their conductors. Is there an ethical standard for private clinical trials? I guess the author is not very confident about it, but I would have appreciated a more explicit and articulated answer.