Mostrando entradas con la etiqueta política. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta política. Mostrar todas las entradas

15/4/09

Luis Martínez de Velasco, Mercado, planificación y democracia. Madrid: Utopías/ Nuestra Bandera, 1997.

Luis Martínez de Velasco es un autor singular en la filosofía española contemporánea: no es en absoluto ajeno a la Universidad, pero desarrolla su labor docente e investigadora en la enseñanza secundaria, en un Instituto de la periferia de Madrid, desde donde viene ofreciéndonos, a lo largo de las dos últimas décadas, una notable obra filosófica, particularmente en los dominios de la ética y la política. Pero ello no es, en este caso, sinónimo de mera erudición o especulación académica (aunque cuente, entre sus ensayos, con una completa y rigurosa interpretación nada menos que de Kant), pues Luis Martínez de Velasco se distingue, además, en su afán de ir “a las cosas mismas”, a la cosa pública, como se muestra, entre otras, en su reciente intervención en el debate sobre la desobediencia civil (La democracia amenazada, 1996) y, en especial, en su ya dilatada defensa de una economía normativa, es decir, una doctrina económica éticamente fundada. Así se muestra ya en Ideología liberal y crisis del capitalismo (1988), una ácida revisión de los clásicos de aquélla, y después, junto a J.M. Martínez Hernández, en La casa de cristal (1993), un ensayo insólito en castellano, donde se aplica de un modo original la ética dialógica de Jürgen Habermas a la crítica de las doctrinas económicas actualmente imperantes .

Todo ello confluye ahora en Mercado, planificación y democracia, donde el lector falto de tiempo, pero deseoso de nuevas ideas desde la izquierda acerca de los actuales conflictos entre ética y economía, encontrará, entre otras cosas, una concisa exposición de las distintas alternativas ahora mismo en discusión, de las que Martínez de Velasco se muestra un excelente conocedor: desde el socialismo de mercado de John Roemer al salario universal garantizado de Philippe van Parijs, sin omitir, entre otras, la discusión sobre el reparto del empleo o las distintas opciones ante el dilema ecológico. Aunque el aspecto quizá más sobresaliente de este ensayo (y sorprendente, incluso, si consideramos sus mínimas dimensiones) es que su autor nos ofrece, a partir de sus obras anteriores, una idea general de democracia, con arreglo a la cual evaluar estas alternativas y avanzar, a su vez, en la construcción de otras, i.e., en la superación del capitalismo. Pues la tesis defendida en este ensayo por Luis Martínez de Velasco es que capitalismo y democracia son ética- y fácticamente contradictorios.

Para nuestro autor, Democracia sería, en su acepción más estricta, aquel orden social donde el consenso entre el cuerpo electoral (la ciudadanía) se apoyara en valores universales -como en última instancia lo serían los Derechos Humanos- aceptados además dialógicamente, sin coacción alguna. Contra esta idea de democracia obraría, en consecuencia, cualquier otra fundada en el interés particular, como es el de los individuos maximizadores de su sola utilidad en el caso de las doctrinas liberales discutidas en este ensayo. Avanzar en la realización de este concepto de democracia supondría la superación del egoísmo individual mediante un “proceso de educación moral de sentimientos y preferencias”, pues se entiende -con arreglo a la teoría sobre el desarrollo psicológico del individuo desarrollada por Piaget y Kohlberg y asumida por Habermas y nuestro autor- que el individualismo liberal sería una etapa aún inmadura en la formación de la conciencia ética. De este modo, la economía, en una democracia plena, debiera dejar de estar al arbitrio de interés individual, y desarrollarse conforme a intereses universales dialógicamente consensuados, es decir, debiera planificarse.

Aunque Martínez de Velasco no nos ofrece (sería imposible en tan pocas páginas) un programa económico acorde con su concepción de la democracia, cabe apreciar la fecundidad de sus ideas por la discusión efectuada de otras alternativas como la anteriormente mencionadas. Pues nuestro autor interpretaría, a su modo, la idea de justicia de Marx recusando, en general, cualquier mecanismo de redistribución de la riqueza que no se atendiese a la satisfacción de unas necesidades fundamentales comunes a las partes enfrentadas. Así, por ejemplo, el reparto del empleo mediante rotación en los puestos (en la formulación, por ejemplo, de Ormerod) es impugnada al recaer enteramente el sacrificio sobre el trabajador, que ve mermada su renta -y por tanto, sus opciones- sin una disminución equivalente de la del empresario que le paga.

¿Qué decir de todo ello? Pese a la brevedad de la obra, es imposible negar su actualidad e interés, y su notable originalidad, que aconsejan indudablemente su lectura. Ahora bien, como es natural, es también imprescindible su discusión. Pues, en realidad, es a menudo inevitable la impresión de que Luis Martínez de Velasco da por resulto precisamente aquello que con sus argumentos debiera resolver. Nuestro autor reconoce, en efecto, la condición utópica de su idea de democracia (que califica de ideal), pero propone a la vez emplearla como “vara de medir” de las democracias reales, efectivamente existentes. Pero para el lector queda descubrir los nexos que unen una y otra dimensión.

Por nuestra parte, diríamos que Martínez de Velasco, como los autores que sigue (Habermas &c.), construye su ideal democrático desarrollando algunos factores ya existentes en las democracias actuales, y omitiendo otros, causa acaso de la imperfección o degradación de éstas. Aquéllos serían los sujetos (individuos, personas) cuya educación moral (la consecución de la madurez psicológica) constituiría, para nuestro autor, la clave del tránsito a una democracia verdadera. ¿Qué lo impediría? Si nos atenemos a la exposición de Martínez de Velasco, el mayor obstáculo se encontraría en la misma oposición entre intereses intersubjetivos, y no en tanto que causada por factores impersonales (como es la escasez, en los manuales de economía), pues estos no serían por sí mismos un obstáculo ante la planificación racional (fundada en intereses universales): es la ausencia de esa racionalidad moral lo que impide el paso a formas democráticas más perfectas.

En resolución: el ideal democrático que Martínez de Velasco nos propone vale porque obedece a nuestra condición personal más madura, pero es nuestra misma incapacidad para alcanzarla la causa de que vivamos en democracias éticamente imperfectas. Pero ¿ello no nos obligaría, más bien, a sospechar de aquel ideal, de los fundamentos psicológicos en los que se sustenta su universalidad? Plantear los conflictos económicos, y la misma cuestión de la planificación, reduciéndolos a un dilema moral, que contendría en su mismo enunciado la clave de su solución ¿es otra cosa que la inversión del clásico esquema marxiano sobre base y superestructura? Tales son los interrogantes que suscita este ensayo, que a nadie a la izquierda le resultarán ajenos.

{Noviembre 1998}
{Anábasis, 2ªépoca, 1 (2000), pp.87-9}
José María Rosales, Política cívica. La experiencia de la ciudadanía en la democracia liberal, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, 285 páginas. Prólogo de José Rubio Carracedo.

El Centro de Estudios Políticos y Constitucionales acaba de editar -en su ya extensa colección “Cuadernos y debates”- Política cívica, de José María Rosales, profesor del área de filosofía moral y política en la Universidad de Málaga. Es esta una obra de enorme ambición filosófica, al menos si consideramos el alcance (académico y mundano) de las tesis que en ella se argumentan: se trata de reivindicar un liberalismo articulado sobre la idea de ciudadanía, mostrando como aquél es, a su vez, indisociable de nuestra concepción de la democracia, y permite interpretarla, además, en un sentido reformista.

El argumento de Política Cívica se despliega, por así decir, en dos partes (ocho capítulos), a las que se suma un capítulo inicial de carácter metodológico, imprescindible, creemos, para comprender el desarrollo de la obra. Allí se afirma, por ejemplo, que la política es lenguaje y el lenguaje es política, y esto le servirá a Rosales, en primer lugar, para señalar los dominios de la filosofía política respecto a los de la ciencia política, por una parte, y respecto a la política mundana, por otra. Así, ésta se definirá como actividad deliberativa de los ciudadanos en la esfera pública acerca del interés común. A su vez, el carácter contextual, contingente, de estas deliberaciones imposibilita, según Rosales, una definición unívoca de los conceptos que en ella aparecen: estas definiciones serían siempre convencionales, valorativas, y en consecuencia admitirán un tratamiento filosófico (“el lenguaje corriente sometido a una disciplina de precisión conceptual”, (p.31)) antes que científico.

Esto explica buena parte de la construcción argumental de Política cívica, puesto que si de conceptos se trata, es comprensible que el autor recurra a la idea de paradigma –tomada de Kuhn- para explicar, por un lado, su articulación, y por otro, el cambio conceptual, la misma Historia política. En efecto, los cuatro capítulos que componen la primera parte de Política cívica se dedican a trazar una genealogía de la noción liberal de ciudadanía desde sus orígenes griegos y, especialmente, medievales. El alcance de esta empresa exegética se nos muestra en los tres últimos capítulos (el sexto hace las veces de gozne entre éstos y los anteriores), donde Rosales intenta soldar democracia y liberalismo sobre este concepto de ciudadanía.

Más allá de su precisión conceptual, es imposible dejar de advertir las consecuencias mundanas de este experimento argumental, puesto que el interés de Política cívica no es, según su autor, meramente académico. Partiendo de la concepción deliberativa de la política a la que antes nos referíamos, Rosales nos indica cómo la “interpretación y reinterpretación” de nuestra experiencia democrática ofrece, de hecho, nuevos rumbos a la nave del Estado y, en este sentido, su aportación consistiría –creemos- en ofrecer una alternativa (interna) al neoliberalismo, basada en una lectura de la tradición liberal que antepone la ciudadanía al mercado.

Cabe apreciar, en efecto, dos registros argumentales diferenciados, correspondientes a esta doble dimensión de la obra: así, en la primera parte, se nos ofrece un análisis erudito de los antecedentes de esa tradición liberal, intentando mostrar su carácter originalmente cívico a partir de citas de los mismo clásicos; en la segunda, éstas decrecen y aparecen, en cambio, innumerables referencias a las disputas más actuales (desde Le Monde Diplomatique al escándalo Whitewater), acaso para que los conceptos de liberalismo y democracia queden soldados sobre los dilemas que se nos ofrecen en éste, contribuyendo de algún modo a su resolución.

El núcleo de la “propuesta discursiva” de Rosales se encuentra en la segunda parte de Política Cïvica: así, en el capítulo VII se discute la demarcación de liberalismo y neoliberalismo, defendiendo su “heterogeneidad irreductible de carácter normativo y pragmático”: el énfasis liberal en la igualdad de oportunidades como clave en el concepto de ciudadanía exigiría políticas redistributivas y una regulación estatal de los mercados, siquiera en un grado mínimo, inaceptables en cualquier caso para el neoliberal. Esta concepción de la ciudadanía se desarrolla en el capítulo VIII, a través de la figura del “contrato universalizable de derechos”, mediante la cual se pretende interpretar (a la vez que orientar) el desarrollo de los Estados democráticos desde sus mismo orígenes. En el IX y final, se discute la cuestión del pluralismo, i.e., los dilemas que actualmente plantea a nuestras democracias la extensión de este contrato de ciudadanía, por una parte, y el deficit de participación, por otra.

Sin embargo, creemos que la parte conceptualmente más original de este ensayo es la primera, donde se analiza la formación de la tradición liberal que el autor reivindica. En efecto, se trataría de mostrar cómo la idea de liberalismo propuesta en la segunda no es una mera construcción ad hoc. Para ello, se intenta trazar una genealogía de la constelación conceptual articulada en torno a su concepción del liberalismo.

Así, el capítulo II se refiere a las fuentes del contractualismo que articula su propia propuesta de ciudadanía: Rosales reivindica una tradición que se remontaría al voluntarismo de Hobbes (por oposición al iusnaturalismo), que pondría el origen de la asociación politica en el acuerdo racional de la ciudadaní, si bien Rosales rectificaría, con Arendt, a Hobbes en lo que al ejercicio del poder se refiere, optando por el pluralismo contra el poder único e indivisible del Leviathan. El capítulo III trata de los orígenes medievales del concepto de autoridad política, tratando de ver en germen la constitución de un orden autónomo respecto a la divinidad, de cuyo desarrollo surgiría la tradición contractualista que Rosales reivindica. Para ilustrar este proceso, comenta algunas obras de teólogos católicos (Santo Tomás, Juan de Salisbury, Ockham, etc.), más el “cambio de paradigma” operado por la Reforma, que origina la aparición de una pluralidad de discursos teológicos, fundamento a su vez de otros tantos discursos políticos. De la secularización subsiguiente resultaría el contractualismo moderno. El capítulo IV se ocupa precisamente de las Revoluciones inglesa y americana, puesto que en aquélla la lucha por la libertad religiosa abre el paso a otros derechos de ciudadanía; la moderna tradición republicana se busca, a su vez, en el constitucionalismo estadounidense. A partir de aquí, los capítulos Vy VI entran ya en los conceptos de ciudadanía y representación, incorporando análisis de Maquiavelo y Rousseau, así como del federalismo estadounidense. No cabe pedirle más a 140 páginas.

Política cívica es, en suma, un ensayo muy estimable por muy diversos conceptos: nos parece de mucho interés un tratamiento en perspectiva de la tradición liberal, como el que aquí se nos ofrece, y es particularmente acertado el intento de recuperar las fuentes medievales de las que parten muchas disputas modernas; resulta muy atractivo, por otra parte, su aspecto polémico, y en especial que el autor argumente en primera persona, sin refugiarse en la exégesis, que por lo demás –en especial, en la parte segunda- no se ignora.

Cabe discrepar, sin embargo, en cuanto a otros aspectos del ensayo: es obligado discutir, en primer lugar, la precisión conceptual de algunos de sus desarrollos. En general, cabría decir que si se trata de Historia de las ideas se trata, como ocurre en toda la primera parte, es importante establecer los nexos que median entre unas y otras para que el “cambio de paradigma” no resulte un deus ex machina (o no caer en anacronismos) ¿cómo se pudo pasar, por ejemplo, de la tradición milenaria del agustinismo político (o en general, la teocracia papal) a la constitución de un orden político autónomo? Si se pretende, por ejemplo, que hay un germen secular (el legado de Aristóteles o Ciceron) en la teología católica, a partir del cual explicaríamos el origen de la Modernidad política, ¿cómo explicar, a su vez, que algo tan alejado del siglo, en el orden de las ideas, como la libertad religiosa, pudiese llevar en el XVII al constitucionalismo moderno (pp.101-105)?

Probablemente esto tenga que ver con el postulado metodológico antes apuntado: es discutible que la política sea exclusivamente lenguaje (o en particular, deliberación) pero, en todo, caso, si se quiere tratar diacrónicamente el discurso político, debiera explicarse cómo (por qué) algunas “interpretaciones” prevalecen sobre otras: por ejemplo, por qué el neoliberalismo se impone a la tradición liberal reivindicada por el autor (máxime cuando se dice que la expansión del capitalismo “procede con independencia de teorías políticas o ideologías”, (pág. 192)). No es sólo un requisito historiográfico, pues también sería útil, filosóficamente, para entender cómo se puede dar el paso de una “propuesta discursiva” (la de este libro) a una propuesta materialmente política.

{Con Marta García Alonso, abril 1999}
{Éndoxa 13 (2000), pp. 255-258}
Antonio Escohotado, Caos y Orden, Madrid: Espasa, 1999, 390 pp.

Premio Espasa de Ensayo 1999 y cinco ediciones en poco más de seis meses: pocos libros pueden compararse a Caos y Orden en su arrollador éxito «de crítica y público». Es probable que muchos lectores de esta reseña conozcan ya el libro y, sin embargo, creemos que vale la pena volver de nuevo sobre su contenido, siquiera sea para intentar explicar por qué despierta tanto interés. No es, desde luego, evidente, si consideramos que se abre con una primera parte (seis capítulos) dedicada a la exposición del «cambio de paradigma» que produjo la teoría del caos, es decir, a una disquisición filosófica sobre la posibilidad de predecir el «orden del cosmos» (desde las partículas elementales a los cuerpos negros) apoyada en conceptos muy alejados de los actuales programas científicos del Bachillerato (atractores extraños o estructuras disipativas, por ejemplo).

Por el afán pedagógico de Escohotado, podemos suponer que muchos lectores se toparán por vez primera con estos conceptos en su libro, y quizá en ello se encuentre una de las claves de su éxito. Pues si la cultura científica del lector de Escohotado fuese algo más sólida, quizá su reacción hubiese sido más parecida a la de Antonio Fernández-Rañada: «Al leer el libro fui marcando en el margen los lugares donde había imprecisiones, despistes o errores de bulto. Dejé de hacerlo al llegar a las sesenta marcas» . Si pensamos que esta primera parte ocupa 127 páginas, la media de equívoco por página no deja en buen lugar como divulgador a Escohotado, pese a que él mismo invocase a Sokal y Bricmont para mostrar «hasta que punto la jerga técnico-científica sirve hoy para velar una falta de nociones precisas, envolviendo banalidades e incoherencias en un abstruso ropaje de seudo-información» (p.22).

Pese a todo, y por paradójico que resulte, el libro no pierde interés. Pues el objeto de estas 127 primeras páginas es mostrar –algo enrevesadamente, eso sí– cómo el indeterminismo es parte de la imagen de la Naturaleza en la física actual, cosa que cabe conceder, desde luego. Tampoco son necesarias muchas más precisiones, creemos, pues en la segunda y última parte de la obra sólo encontramos los conceptos expuestos en la primera ocasionalmente, a modo de metáforas que a menudo el lector podrá captar sin necesidad de volver sobre los capítulos anteriores. En realidad, la tesis del libro admite una formulación sencilla: así como la física clásica, con Newton, nos ofrecía una imagen determinista y pasiva de la Naturaleza (la materia) que, analógicamente, serviría de fundamento para el absolutismo político, la teoría del caos nos exigiría, según Escohotado, «asumir el cambio de paradigma a nivel político y ético» (p.126), proyectando esta nueva imagen del cosmos en nuestras sociedades.

La analogía no es nueva. Durante el siglo XVIII, abundaban los partidarios de extender las ideas de Newton a los dominios de la sociedad (siendo ocasionalmente denunciados en un tono cercano al que hoy emplea Sokal, según advierte F.Lefebvre). Dos de las obras fundacionales de la moderna sociología de la ciencia tienen, precisamente, este objeto: de 1903 data el clásico ensayo de Durkheim y Mauss sobre algunas formas primitivas de clasificación, donde se intentaba mostrar cómo en el orden del cosmos se proyectaba la organización de la sociedad; en 1931, Boris Hessen presentaba su famosa ponencia sobre las raíces socioeconómicas de la mecánica de Newton, en la que se pretendía poner de manifiesto cómo las opciones ideológicas (en particular, teológicas) del autor de los Principia determinaban la concepción de la materia en su mecánica. En sentido inverso, podría decirse que la física social de Comte constituía la expresión más acabada del newtonianismo moral. Del mismo modo, la sociología de Jesús Ibáñez podría interpretarse como física social de segundo orden, según indicó alguna vez Emmánuel Lizcano, y en ella encontramos, desde luego, la traslación sociológica más acabada de esos mismos principios caóticos que ahora invoca Escohotado.

A diferencia de Ibáñez, nuestro autor no pretende construir una teoría sociológica, sino dotar de un fundamento filosófico a una serie de propuestas políticas ya esbozadas anteriormente . A estos efectos, se trataría de mostrar, en primer lugar, que el fracaso del marxismo como proyecto revolucionario es consecuencia de su inspiración determinista, según el ideal de Newton. Así, el fracaso de la Revolución soviética se explicaría (caps. VIII y IX) por una voluntad de planificación ignorante de la naturaleza indeterminista de la evolución social. A modo de contraejemplo, la imposibilidad de predecir los fenómenos sociales se nos mostraría claramente en los mercados financieros («un prototipo de sistema volátil que concentra buena parte de la inventiva contemporánea»), analizados mediante las nuevas herramientas caóticas (caps. X y XI). A partir de aquí, en los siete capítulos restantes, Escohotado nos propondrá las líneas maestras de su propia concepción de la sociedad (más allá, se nos advierte, de la oposición entre izquierda y derecha [p.230]).

Así, puesto que el progreso sería un resultado del propio despliegue de la libertad (la impredecible espontaneidad), el libertario debería aceptar el ejercicio posibilista del poder (en particular, el Estado: pp.227-ss). El Derecho aparece así como «instrumento del control sobre el control» (p.278), adecuadamente dotado de una policía judicial. En consecuencia, debieran eliminarse los demás cuerpos policiales, y el propio ejército, pues quizá las armas atómicas (p.233) bastasen para garantizar la paz en un mundo en el que ya sólo estaría seriamente amenazada por el fundamentalismo islámico. En todo caso, el Estado debiera perder muchas de sus actuales competencias: la descentralización sería la vía regia para el desarrollo de la libertad, y en particular, para la resolución de los conflictos nacionalistas. En un mercado mundial, las naciones serían libres de escindirse constituyendo sus propios Estados, como en general, cualquier grupo (pp.255-6). En virtud de este mismo principio, debiera restringirse la acción del Estado y los partidos, a favor del mandato imperativo de los representantes populares y el referéndum como mecanismo preferente de decisión política (gracias a las amplias posibilidades que ofrecen las redes electrónicas de comunicación), tal y como propugna el Partido Radical italiano.

¿No serán estas propuestas la auténtica clave del éxito de Caos y orden? Podría ser, pero si el atractivo de la parte primera se explicaba, decíamos, por el desconocimiento de la teoría del caos entre el público español, tentados estamos de preguntarnos si el eco que encuentra esta propuesta política no admitiría una explicación análoga. Basta con retroceder a 1944 y hojear Camino de servidumbre, el clásico ensayo de Friedrich von Hayek, para advertir concomitancias que a muchos parecerán sorprendentes. También allí se defendía, contra la planificación revolucionaria socialista, una concepción de la libertad basada en la imposibilidad de predecir el curso futuro de una sociedad. Este era también el argumento de Frank Knight y los primeros economistas de Chicago, o del Karl Popper de La miseria del historicismo. La incertidumbre debía dejar paso a la espontaneidad de la acción individual, que se desplegaría en la objetividad de un orden jurídico, asegurado por un Estado mínimo y descentralizado.

Quizá entre nosotros esta tradición libertaria sea más conocida por su defensa del libre mercado, que a muchos parecerá amenazante para la propia libertad. En este punto, Escohotado vacila: deberíamos confiarnos «a la estructura disipativa del mercado» (p.323), aunque reconozca que puede provocar un estallido social (p.237). Por lo demás, los libertarios americanos (Milton Friedman, nada menos) se han distinguido en la lucha por la abolición del servicio militar, la legalización de las drogas y otras muchas causas del agrado de nuestro autor (y quien piense que con distinto fundamento, debiera confrontar los textos). No se ve motivo, en efecto, para que Escohotado sólo cite a Adam Smith y Thomas Jefferson, cuando podría encontrar clásicos muchos más cercanos, que, como él, piensan que la empresa de Reagan o Thatcher fracasó por no reducir el gasto público (el ya citado Friedman, por ejemplo). En efecto, ¿por qué citar al más conspicuo especulador bursátil, G.Soros, y no a su maestro Popper? Quizá pueda alegarse devoción por Hegel (cuyo «todo lo real es racional» se asume en la p. 230) u otros autores continentales (como Jünger). Pero ¿cambiaría eso el signo político de su interpretación? ¿No era también Hegel, leído a través de Kojève, la fuente de Francis Fukuyama (también citado por nuestro autor) al proclamar el fin de la historia?

En suma, diríamos que la operación de Escohotado consiste en traducir a términos caóticos una concepción neoliberal de la sociedad, por lo demás bien conocida. Esto explica que su concepción de la libertad resulte inteligible, aun cuando fracase en su empeño de divulgar la teoría del caos, pues, en realidad, no es nueva. Se trata de una reexposición parcial de un programa político que, en sus últimas versiones, tiene ya medio siglo, reinterpretando algunos aspectos (¿los más atractivos?) y oscureciendo otros (en particular, económicos). Su éxito nos parece, en cualquier caso, dudoso. Pues si el neoliberal podía servirse de la economía neoclásica para asegurar que de la interacción individual espontánea resultaría un equilibrio, en principio benéfico, a Escohotado el análisis caótico de la ingeniería financiera (el único aspecto auténticamente original del libro) sólo le permite afirmar que el mercado, como el propio curso de la sociedad, es impredecible. No se entiende muy bien por qué el autor se obstina en pensar que su espontaneidad será tan benéfica, cuando, en rigor, los resultados podrían resultar igualmente perversos («Del Caos nacieron Erebo y la negra Noche», cantaba Hesiodo). ¿No es ésta una opción fideista?

Así lo creemos. En cierto modo, y pese a sus propias intenciones, diríamos que Escohotado nos hace retroceder en política hasta el estadio teológico, aquel en que, como apuntaba René Thom en su debate con Prigogine, el azar se concibe como la posibilidad de que un Dios omnipotente intervenga en cualquier momento cambiando el curso de las cosas de modo impredecible. Por ejemplo, esa deidad protestante a la que Newton apelaba en el Escolio general de sus Principia (tan repetidamente invocado por el autor de Caos y orden). Contra esta divinidad arbitraria, Thom proponía recuperar la tradición aristotélica del racionalismo tomista (sin «h»: la del dominico Tomás de Aquino). A quien la conozca, puede resultarle divertido observar como nuestro descreído Escohotado acaba inadvertidamente del lado del voluntarismo escotista (sin «h»: el del franciscano Duns Scoto). ¿Qué partido tomaremos entonces los ateos?

{Mayo 2000}
{Anábasis 2ªépoca, 3-4 (2000), pp. 175-178}
Ignacio Sánchez-Cuenca, ETA contra el Estado. Las estrategias del terrorismo, Barcelona, Tusquets, 2001

A menudo se comenta la escasez de enfoques analíticos en la ciencia social española. Quizá por eso resulte una sorpresa encontrarse con un ensayo como ETA contra el Estado en el que la teoría de la elección racional se aplica al análisis de la estrategia terrorista en el conflicto vasco durante estos últimos veinticinco años. La sorpresa se atenúa al conocer al autor, Ignacio Sánchez-Cuenca, profesor en el Instituto Juan March, una de las instituciones de referencia en la aplicación de este enfoque a cuestiones sociales y políticas. No obstante, ETA contra el Estado no es un tratado académico, sino un ensayo polémico, perfectamente asequible para cualquier lector culto. Por una parte, se presenta en él un análisis bien distinto de la politología folk que tanto abunda a propósito de ETA. Por otro lado, la obra se cierra con una propuesta para acabar con ETA sobre la base de un pacto entre el Estado y el PNV, que indudablemente invita al debate.
Trataremos de comentar aquí los principales elementos del análisis, a saber: la caracterización de ETA como actor racional, el estudio de su enfrentamiento al Estado como una guerra de desgaste y la propuesta de pacificación final. La cuestión abierta por esta reseña pretende ser la del alcance científico de la aplicación de este enfoque: esto es, si se trata de un análisis propiamente causal o bien de un enfoque hermenéutico . Una cuestión metodológica que por una vez, esperamos, no parecerá ociosa, pues dependiendo de la opción que tomemos, probablemente confiaremos en distinto grado en la solución del conflicto que Sánchez-Cuenca nos propone.

1. LA CONSTRUCCIÓN DEL ACTOR RACIONAL

«ETA es un actor racional que actúa para conseguir un fin político». Ésta es la premisa de la que parte (p.11) el ensayo y, a sabiendas de que serán muchos los que se sirvan de ella para poner en cuestión su análisis, Sánchez-Cuenca inicia su argumentación con un preámbulo —el primer capítulo— que trata de convencer al lector de que el planteamiento no es de por sí absurdo.
Por una parte, Sánchez-Cuenca presenta al terrorista antes como un fanático que como un perturbado, esto es, alguien que subordina su vida (y la de los demás) a un único objetivo, en vez de carecer de ellos. Por otra parte, este objetivo será propiamente político (a saber la independencia vasca) pues, desconectado de éste, la actividad terrorista sería inviable. Así, según Sánchez-Cuenca, nadie apoyará a una organización cuyos miembros secuestran y asesinan en busca de ingresos o prestigio, si no lo hiciesen por un objetivo común. Y si este objetivo se creyese imposible, la organización se descompondría (pp.44-45).

Ahora bien, que ETA como organización persiga un objetivo político con su actividad terrorista no quiere decir que todos sus miembros lo compartan con igual grado de fanatismo. Así se explica en el capítulo quinto, sobre la psicología organizativa de ETA, en el que el autor analiza cómo selecciona a sus dirigentes, a saber: escogiendo a quienes se adhieran con mayor convicción a su planteamiento fundacional —i.e., obtener la independencia por la vía del terror. Esto es, los denominados duros, quienes, además, se ocuparán de que nadie en la organización lo cuestione.
Como advierte el propio Sánchez-Cuenca (p.27), no basta con discutir sus premisas para evaluar el rendimiento analítico de la teoría de la elección racional, pero conviene atender a su formulación para poder apreciar cómo se desarrolla el análisis. Desde este punto de vista, es, desde luego, obvio que si pretende aplicar al caso un enfoque de elección racional, tenga que caracterizarse previamente a ETA como actor racional. En cambio, no vemos con igual claridad si la estructura de los objetivos de ETA está igualmente constreñida por el modelo o está decididamente simplificada por el autor. Así, aun cuando el lector acepte que ETA persiga un objetivo político, Sánchez-Cuenca no explica apenas cómo se articula este objetivo con esas otras motivaciones espurias que quizá animen una parte de sus miembros. La ausencia de esta explicación condiciona, creemos, el curso ulterior del análisis —y particularmente su propuesta de pacificación—, pues por los mismos datos que el autor proporciona se infiere que a una organización como ETA no sólo le importa la consecución de la independencia vasca, sino la situación en la que entonces quedarán sus propios «afiliados».

Por ejemplo, supongamos (groseramente) que el Estado español le propone al Gobierno Vasco concederle el derecho a la secesión a cambio de que juzgue a los etarras aún en libertad en sus propios tribunales y les obligue a cumplir la condena o pagar las multas correspondientes: ¿aceptaría ETA esta propuesta? Probablemente, considerase esta exigencia un sacrificio excesivo o un tratamiento poco respetuoso con su condición de patriotas. Un terrorista que asesina por la independencia vasca y, al mismo tiempo, autointeresado, no verá contradicción en aplicarse a matar para llegar algún día a ostentar un grado en un futuro ejército vasco «por méritos de guerra».

Como es bien sabido, a menudo es posible articular objetivos políticos e intereses personales, sin que estos aparezcan como espurios. La cuestión es cómo ponderar unos y otros, y cómo afectará esta ponderación al enfoque estratégico de ETA, al que se dedican la mayor parte de los capítulos del libro. Veremos después su importancia, pero constatemos ya que no está muy claro si Sánchez-Cuenca simplifica para poder aplicar su modelo al análisis de la estrategia etarra, o si opta simplemente por prescindir del matiz. En todo caso, esto tiene su importancia a efectos de establecer su propio punto de vista, si —como decíamos al principio—busca una explicación causal propiamente científica o si en realidad nos está proponiendo una hermenéutica filosófica (de corte analítico) de la interacción ETA-Estado. Volveremos de nuevo sobre este aspecto.

2. EL ACTOR RACIONAL EN EJERCICIO

«La mayor parte de la historia de ETA ha transcurrido en una guerra de desgaste con el Estado» (p.73). Tal es la clave del análisis que Sánchez-Cuenca nos propone y, así enunciada, pocos apreciarán su originalidad. En cambio, si pensamos que la guerra de desgaste se refiere a un modelo de teoría de juegos que originalmente se aplicó a la competencia entre animales por un territorio y después a la competencia entre empresas por un monopolio natural, aplicarlo ahora a la actividad terrorista resulta, por lo menos, novedoso.

Matemáticamente, el juego consta de dos agentes que juegan n rondas compitiendo por un premio v. Cada ronda tiene para agente un coste c, que va disminuyendo con el número de rondas jugadas, a la vez que aumenta el valor de v. En el momento en que uno de los agentes no soporta más costes y decide retirarse, el otro recibe el premio, descontándose los costes que para él haya supuesto llegar a esa ronda. La estrategia de equilibrio, tal como la enuncia Sánchez-Cuenca, es «si el rival no se ha retirado en la ronda anterior, retírate en ésta con probabilidad p», donde p es una proporción entre coste y recompensa.

Si se acepta que ETA y el Estado operan como agentes racionales, tal y como se argumentaba en capítulos anteriores, ambos seguirán esta estrategia, pero ninguno de ellos sabe cómo valora el otro sus costes (c) y la recompensa (v) —técnicamente, la información es incompleta. Tanto ETA como el Estado podrán calcular en qué momento del juego les conviene retirarse, pero no pueden predecir en qué momento lo hará el otro.

El análisis de Sánchez-Cuenca se basa, justamente, en una estimación de estas dos variables, c y v. Con Max Weber, para Sánchez-Cuenca el premio (v) es «el ejercicio monopolístico de la violencia en un territorio», es decir, el ejercicio de la autoridad estatal en el País Vasco. El coste (c) se mide por el número de víctimas (muertes, detenciones, ...) en ambos lados (p. 87). Como el propio autor reconoce, la definición de ambas variables resulta problemática: por una parte «podría parecer, dada la experiencia de ETA en España, que la organización terrorista siempre tiene las de perder en una guerra de desgaste» (ibid.). O de otro modo, desde un punto de vista puramente cuantitativo, el Estado siempre podrá asumir un mayor número de víctimas que ETA. «Sólo desde el mundo de creencias deformadas de los etarras puede tener sentido pensar que van a conseguir ganar en la guerra de desgaste» (ibid.), advierte Sánchez-Cuenca.

Tras la exposición del modelo toda la segunda parte del tercer capítulo, así como el cuarto, se dedica al análisis de la aplicación de esta estrategia por parte de ETA en los aproximadamente veinte años que transcurren entre la instauración de la democracia y la última tregua etarra, con especial atención a las conversaciones de Argel. El espíritu del análisis parece ahora decididamente hermenéutico: no se trata tanto de analizar el desarrollo del conflicto estableciendo controles estadísticos sobre las variables previstas en el modelo, como de estimar en qué medida los actores enfrentados —particularmente, los dirigentes etarras— aprecian los costes del contrario —más que los propios— a partir de documentación ya publicada.

Aunque este ejercicio analítico tiene de por sí interés, es imposible dejar de preguntarse si la guerra de desgaste es algo más que la cualificación matemática de una metáfora ya empleada por los propios agentes. A falta de alguna relación estadísticamente precisa entre la evolución de la variable costes, durante esos veinte años y las distintas rondas del juego, la superioridad del análisis de Sánchez Cuenca radicará antes en su precisión conceptual que en su alcance empírico. Frente a la politología periodística que tanto abunda a propósito de ETA, el modelo de Sánchez-Cuenca una incomparable acuidad expositiva, aunque probablemente sólo apreciarán su valor metodológico quienes compartan su opción por la teoría de la elección racional.

No obstante, la acuidad que aporta el modelo no siempre se compadece con la confusión del conflicto, pues ¿cómo interpretar sin cifras la percepción etarra del desgaste —por más que se califique de deforme? Por una parte, la documentación de ETA examinada en el libro sugiere que los terroristas estiman que un alto número de vascos estaría dispuesto a colaborar con la organización —esto es, podrían resistir un amplio número de bajas. Por otro lado, ETA parece atentar desde el supuesto de que para provocar la rendición del Estado, el número de asesinatos debe ser proporcional no al número de españoles que eventualmente podrían participar en una guerra abierta, sino al cardinal de ciertos subconjuntos de la población española (militares de cierta graduación, agentes policiales, políticos). ¿Cuántas bajas pudo soportar ETA antes de llegar a la tregua de 1998? ¿Cuántos asesinatos más creía que debía aún cometer para alcanzar su objetivo?

Probablemente, muchos duden de que alguna vez se pueda dar respuesta a estas preguntas. Pero, en ese caso, la aplicación del modelo que nos propone Sánchez-Cuenca será ya inevitablemente hermenéutica, por matemática que sea su formulación. La cuestión entonces es si bastará este enfoque para aceptar la racionalidad de la propuesta política que a continuación se nos ofrece.

3. LOS ACTORES RACIONALES NEGOCIANDO

La tesis del capítulo sexto del libro es que la tregua de 1998 debe interpretarse como la retirada etarra en la guerra de desgaste, sin que por ello renunciase a sus fines. Simplemente, ETA habría reconocido la imposibilidad de vencer por sí sola al Estado, lo cual no le dejaba más alternativa que buscar la alianza de aquellos que pudiesen compartir su objetivo secesionista: esto es, los partidos nacionalistas vascos. Así se puso de manifiesto en el pacto secreto difundido en 1999. Sánchez-Cuenca analiza en este capítulo el desarrollo de los acontecimientos antes de la declaración de la tregua y después de su ruptura, desde el siguiente supuesto declaradamente contrafáctico: sin su alianza con los nacionalistas, ETA no habría sobrevivido.

En esto se basa la propuesta formulada en el epílogo en forma de matriz de pagos de un juego: puesto que ETA es un actor racional sabe que no puede volver a la guerra de desgaste y que su única alternativa pasa por aliarse con el PNV; para acabar rápidamente con ETA, el Estado tendrá que impedir tal alianza. Para ello, Sánchez-Cuenca propone que se le ofrezca al PNV un pacto que le ofrezca garantías de que, aislando a ETA, obtendrá un referéndum sobre la independencia tras su desaparición. De este modo, se vencería la tentación peneuvista de servirse de la actividad etarra en su propio interés y se le convencería de que, una vez desaparecida, aún tendrá medios para alcanzar sus objetivos secesionistas.

Como indica el propio autor (p. 208), el contrafáctico “ETA se vería abocada a disolverse si no hubiese encontrado el apoyo del PNV” será tanto más fiable cuanto mejor conozcamos la estructura causal del conflicto. Pero como apuntábamos en el epígrafe anterior, resulta dudoso que tengamos tal conocimiento. No cabe duda de que la explicación intencional de la actividad del etarra cuenta como factores causales con sus deseos secesionistas y sus creencias sobre los medios a su disposición para alcanzarlos (el número de bajas que puede soportar y el número de asesinatos que debe cometer, principalmente). Ahora bien, como veíamos en los epígrafes anteriores, el etarra que nos presenta Sánchez-Cuenca es un fanático racional con una percepción deforme de los costes de su actividad. Aun en el caso de que ETA reconociese su derrota en la guerra de desgaste, y supuesto que el PNV contribuyese a su aislamiento, ¿qué seguridad tenemos de que no encontrará motivos, por delirantes que resulten, para seguir con sus atentados?

Por otro lado, resulta curioso que en la propuesta de Sánchez-Cuenca el Estado deje de operar como un agente autointeresado y empiece a razonar en términos exclusivamente democráticos. Parece, en efecto, que el pacto se proponga para resolver un problema de credibilidad unilateral (la desconfianza del PNV ante el Estado), y no bilateral. Se argumentará, por un lado, la existencia de un pacto constitucional previo, que aparentemente el PNV no tuvo escrúpulos en transgredir en su acuerdo secreto con ETA. Y quizá algunos recuerden las desmedidas ambiciones territoriales de los independentistas vascos: ¿por qué concederle el derecho a fundar un Estado a un movimiento político con declaradas intenciones expansionistas sobre tu propio país? Y todavía una duda, a la vez democrática y autointeresada: ¿qué tratamiento penal se reservaría a los etarras en el pacto con el PNV? Lo que interrogantes como éstos ponen de manifiesto es que, si bien contamos ya con un modelo para analizar la estrategia etarra, por imperfecto que resulte, nuestra comprensión de la estrategia del PNV dista mucho de satisfacer las expectativas analíticas creadas por este ensayo.

¿Quiere decir esto que el ensayo es de por sí defectuoso? Muy al contrario, todo lo más se diría incompleto, si es que cabe exigirle tanto a una obra que es declaradamente se concibe como un ensayo mundano antes que como un tratado académico. Buena parte de las limitaciones aquí enumeradas son inherentes a la aplicación de la teoría de la elección racional a cuestiones políticas, antes que a al ejecución de Sánchez-Cuenca. En todo caso, el mérito del autor radica en ofrecer una presentación sumamente asequible de este enfoque analítico, cuya principal virtud es la de esclarecer considerablemente el debate sobre ETA. Puede ser que su alcance sea ante todo hermenéutico, pero eso es más que suficiente en un debate en el que la mayor parte de las voces aspiran a ser simplemente interpretativas... a costa de aumentar la confusión.

{Febrero 2002}
{Revista Internacional de Filosofía Política 19 (2002), pp. 242-247}

Juan Urrutia, Economía en porciones, Madrid, Prentice Hall, 2003.

Caveat lector! Quien acostumbre a disfrutar del mejor ensayo probablemente desconfíe de un volumen editado por Prentice Hall con una innegable paradoja pragmática en portada: al frontispicio «Donde las grandes ideas encuentran expresión» acompaña una imagen con ocho quesitos cuya distribución evoca una ficha del Trivial Pursuit. No es serio, claro, ni tampoco es seria una edición que carece de lo más elemental que cabría esperar en un libro de estas características (e.g., índices de nombres, origen de los textos, etc.) y abunda, en cambio, en las erratas más detestables. Pero tanto descuido plantea un interrogante: ¿cómo es posible que un texto sobreviva de este modo a su editor?

La respuesta, claro, la encontraremos en el autor, pues da la impresión de que Juan Urrutia se decidió a recopilar sus columnas en Expansión para probar su capacidad para desafiar las convenciones del género: escribir para un lector que busca ideas originales y pregnantes a propósito de la actualidad económica. A diferencia de muchos columnistas, Urrutia es un catedrático bien informado intelectualmente –y no ya sólo a propósito de la economía (su especialidad)– y escribe para un público que también querría estarlo, pero no sabe cómo. ¿Qué profundidad hay en cuestiones tales como las subastas de teléfonos móviles, las disputas sobre la propiedad intelectual o las burbujas bursátiles? Es difícil apreciarlo en un país donde los asuntos exquisitos de economía académica no son del dominio del público culto. Pero Urrutia se atreve a más: no se trata de divulgar simplemente tales exquisiteces, sino de someterlas a un tratamiento ensayístico apoyándose en un tema de actualidad. Y todo esto en apenas tres páginas por columna, hasta sumar setenta y tantas.

Sabemos, por ejemplo, que el mundo digital se articula en redes, pero ¿por qué una red provoca la explosión empresarial que dio origen a la Nueva Economía? Hace algunas décadas ya que los sociólogos discuten sobre redes pero Urrutia nos mostrará en cambio cómo el economista, al explicárnoslas, nos obligará a repensar ideas tales como identidad y confianza; cómo los efectos red nos obligan a pensar de distinto modo sobre la competencia no ya desde el individualismo estricto, sino sobre la constitución de comunidades; y, finalmente, cómo este nuevo enfoque obliga a plantearse el tejido de redes (netweaving) como la actividad más característica de este nueva era empresarial. Todo esto en las 14 páginas de su serie sobre La lógica de la abundancia.
Hubo un tiempo no muy lejano en que toda crítica solvente lo era, ante todo, de la economía política. Hoy, en cambio, muchos se sorprenderán de que pueda decirse crítica una reflexión que tuvo como primer destinatario a los lectores de diarios editados en papel salmón. Quienes todavía no adviertan qué allí están germinando los debates en los que se dilucidarán las grandes disputas de nuestro presente (el tamaño del Estado, la regulación de la propiedad, la existencia de grandes monopolios...) tendrán hoy en Economía en porciones su guía para descubrir en qué consiste hoy la crítica. Si, como les suele ocurrir a los libros mal editados, también éste se acaba saldando y usted, amable lector, se lo encuentra algún día en su visita al supermercado, no deje de comprarlo: tendrá entre sus manos un auténtico underground classic de nuestro tiempo.

{Septiembre 2003}
{Libro de notas}
María Cruz Seoane y Susana Sueiro, Una historia de El País y del Grupo Prisa, Plaza y Janés, Barcelona, 2004.

Un periodista pretende ser objetivo al transmitir una noticia, pero a estas alturas es difícil saber en qué consiste tal objetividad. ¿Qué objetividad podrá pretender entonces el científico social que estudie la actividad del periodista? Este es el dilema que plantea el reciente trabajo de M. Cruz Seoane y S. Sueiro, Una historia de El País y del grupo Prisa. ¿Cómo contar el éxito empresarial de un diario que afirma su independencia (suponemos que de cualquier interés particular) en su misma cabecera? Desde el punto de vista de sus protagonistas más inmediatos (periodistas y lectores), tal éxito probablemente se deba a su independencia: compramos El País por transmitirnos la información desinteresadamente. Sus adversarios dirán quizá que su éxito indica más bien el poder de los intereses a los que sirve: ¿o se puede ser desinteresado cuando están en juego inversiones millonarias de los propios dueños del diario?

La solución de Seoane y Sueiro probablemente dejará insatisfechas a ambas partes. La suya es una posición escéptica. Por un lado, documentan abundantemente los intereses que convergen en el desarrollo empresarial de El País, y tratan de evaluar sus efectos sobre sus informaciones, contrastándola con las que transmiten otros medios de la competencia. Pero, por otro lado, asumen también que esta se ve igualmente afectada por sus propios intereses. De modo que nuestras autores optan por suspender el juicio. Veamos cómo.

La obra se inicia con un relato de la gestación del diario, que conjuga principalmente el análisis de la evolución de su accionariado (tal y como se recoge en sucesivas actas) con el eco que tuvo en la prensa de la época. A partir de aquí se estudia cómo se establecen sus coordenadas ideológicas, respecto a los propósitos de sus accionistas (a menudo traicionados por la redacción) y a los principales temas abordados en sus páginas. Si lo primero es menos controvertido (pues los accionistas dejaron a menudo constancia escrita de sus pretensiones y manifestaron su conformidad con la compra o venta de sus participaciones), lo segundo resulta mucho más discutible. ¿Fue, por ejemplo, El País un periódico prosoviético, según dijeron tantos de sus críticos? Para dilucidar la cuestión Sueiro y Seoane parten de tales críticas, tal como originalmente se expresaron, y las contrastan con lo publicado en el diario. Se aprecia así que El País es un medio complejo en el que suelen aparecer posiciones encontradas: elogios de algunos logros de la Unión Soviética, pero también críticas de otros, por ejemplo. ¿Cuáles predominan? Al analizar el desarrollo del diario se aprecia que esto depende a menudo del momento, pues el periódico cambia con los acontecimientos que narra, de modo que resulta difícil adjudicarle una posición concluyente.

Incluso la parte dedicada a la era socialista le descubre al lector paradojas de su propia memoria. Pues el apoyo a los sucesivos gobiernos de González resulta retrospectivamente mucho menos uniforme de lo que suele recordarse. No ser el primero en informar sobre los distintos casos de corrupción que se sucedieron no supuso no informar o dejar de criticar. Más que con la propia información contenida en el periódico, el dilema parece estar en cómo se organiza nuestra propia percepción: dada la cantidad de noticias sobre corruptelas gubernamentales publicadas por otros diarios, que El País publicase muchas menos pudo sugerir una intención oculta de no dañar al PSOE. Pero puede igualmente interpretarse como un efecto del Libro de estilo: el grado de confirmación exigido por El País para publicar una noticia resulta comparativamente mayor que el de otros medios (y un repaso retrospectivo a sus páginas muestra que publicó muchas menos noticias falsa). Las autoras eligen a menudo no pronunciarse. De hecho, y de modo también paradójico, es en la cuarta parte del libro, dedicada a los años de “oposición”, cuando mejor se aprecian cómo los intereses empresariales de Prisa pueden afectar más decididamente a lo que se publica en El País (el caso Sogecable, etc).

En suma, tanto sus críticos como sus defensores no dejaran de reconocer sus argumentos a lo largo de las más 600 páginas de la obra, y encontrarán abundantes datos para sostenerlos. Pero probablemente descubran que sus respectivas posiciones simplifican una institución tan compleja (y descomunal ya) como es El País. De hecho, las autoras no pretenden en momento alguno agotar su análisis, pues ello supondría pronunciarse que desbordan con mucho al diario (como son los propios asuntos sobre los que informa). Se diría que su admiración por éste se deriva a menudo más de la magnitud de su esfuerzo para darles sentido, incorporando su complejidad a la noticia, que de la propia simplificación con la que se juzgan (dentro y fuera del periódico) para avanzar en el debate de nuestros intereses particulares.

Una perspectiva así de escéptica no resulta muy aconsejable para escribir editoriales o crónicas parlamentarias, que probablemente dejarían insatisfecho a un lector ávido de un juicio claro, como cualquiera de nosotros al leer prensa diaria. Pero si por un momento nos abstraemos de nuestra condición de periodistas o lectores de El País, sólo un escepticismo como el de las autoras nos permitirá apreciar en toda su dimensión la excepcionalidad de su empresa.

{Marzo 2005}
{Historia Contemporánea 31 (2005), pp. 685-587.}

14/4/09

Serena Olsaretti, ed., Preferences and Well-Being [Royal Institute of Philosophy Supplement: 59], Cambridge, Cambridge University Press, 2006.

In 2004 a conference took place in Cambridge sponsored by the Royal Institute of Philosophy on preferences and well-being. Drawing on the papers presented therein, Serena Olsaretti has prepared with great care a volume that, according to her, is structured around three different sets of questions. Namely, the formulation of normative and descriptive accounts of preference-formation; whether preferences conform with requirements of rationality and what reasons can support them; and finally the normative significance of those preferences that do not meet such requirements, in particular for policy-making purposes. Five papers deal with the first topic, and there are three more for each of the remaining two. So far for the unity of the collection. Its most interesting aspect lies, as usual, in the divergencies. Let me try then another classification.

First, there seems to be quite a divide regarding the theoretical approach to preferences. Whereas the first four papers (by Arneson, Rosati, Brännmark and Qizilbash) apply pure conceptual analysis almost without positive asides, the rest of them stay more or less close to Rational Choice Theory (RCT) in their discussion of preferences. The first set of papers provide a good sample of an ongoing disciplinary debate among moral philosophers about the human good and whether this should be defined in terms of preferences satisfaction or rather by a list of objectively valuable goods –or something hybrid. Central to this debate is the proper formation of preferences: under which conditions our desires will be able to match our conception of well-being. Depending of our conception of the latter different issues will gain or loose prominence. By way of example let us just mention a few ones discussed in this set of papers: information as to the alternatives, motivational force, parental guidance, authorship as to one’s own life, etc. Though informative and interesting, given the formation of my own preferences, I find quite problematic the assumption that these four papers more or less take for granted: that the empirical processes of desire formation are somehow congruent with their normative discussion.

A good measure of the difficulties with this assumption is the contrast between this array of papers and a second one in which the discussion turns around RCT, exploring its conceptual foundations as to the concept of preference. First of all, Hausman and Pettit take issue with one or another aspect of our common understanding of RCT. The former addresses a default principle implicit in game theory, that individuals prefer a comprehensive outcome (in Sen’s terms: the outcome as seen from the path through a game in extensive form that yields it) to the same extent that they prefer its actual result (dissociated from that path). When this principle collapses, consequentialism fails. Pettit argues for a more complex idea of preference based in deliberation. In this account, RCT appears as dealing with a rather restricted case (self-interested tastes, as exhibited by our species and many others).

In other words, if an intendedly positive theory (RCT) only empirically meaningful under such constraints, we may wonder why do we expect better of an abstract examination of the concept of preference, such as the one attempted in the first set of papers. Piller and Broome illustrate a more parsimonious approach to conceptual analysis in continuity with the idea of preference exhibited in RCT. Piller explores the desirability of having a desire and whether we have any reasons to justify it. Broome argues instead that we should reason over our preferences in terms or their content rather than on any second-order requirements on their desirability.

Yet, RCT can be equally contested as an approach to preferences on a purely empirical basis. Here is a third divide, represented in this volume by the papers of Sugden, on the one hand, and Sunstein and Thaler, on the other. They all take issue with the experimental failures of RCT, though with a different aim. Sugden proposes a model of unconsidered (neither coherent nor stable) preferences trying to capture the normative value of satisfying them as they are. Sunstein and Thaler defend a libertarian paternalism, in which the empirical failures of individual rationality would justify the framing of public choices in a way that would paternalistically favour the interests of the agents, despite their incapability to grasp it at first (for instance, opting in or out of insurance schemes). Finally, Voorhoeve draws also on preference change to contest those conceptions of welfare based on preference satisfaction.

Therefore, given that this wonderful conference brought together all these approaches, I would have expected a more explicit discussion of these theoretical divides. Whether RCT provides a better (or worse) framework for the normative discussion of preferences than pure conceptual analysis. Whether we should try to improve the formation of our preferences through RCT, given its experimental failures. And whether we can attribute any normative significance at all to these failures. But these are just my preferences, not a list of objectively valuable questions. Yet, the list of papers compiled is valuable enough to be widely read and discussed.

Jesse Prinz, The Emotional Construction of Morals, Oxford-New York, Oxford University Press, 2007.

Jesse Prinz’s intellectual enterprise is of truly classical proportions. This book is the third in trilogy paralleling the structure of Hume’s Treatise of Human Nature: Furnishing the Mind (2002) and Gut Reactions (2004) presented empiricist theories of concepts and emotions. This makes the sentimentalist theory of morality introduced in this new book quite unusual in its philosophical depth and scope. Few moral philosophers seek the foundation of their approach in neighbour disciplines. But even less do so in such a truly empiricist manner: drawing on the best available evidence provided by the social sciences (here, psychology and anthropology). In all these respects, Prinz work is certainly original and deserves all praise for bridging so many gaps between intellectual communities that —at least, in my view— should interact more with each other. It is therefore impossible to cover all the ground discussed in Prinz’s book in a short review, but let me at least highlight the main theses defended in the book.

Prinz defends a strong emotionist theory about morality that hinges on the two following claims: (a) a metaphysical thesis, according to which an action has the property of being morally right (wrong) just in case it causes feelings of approbation (disapprobation) in normal observers under certain conditions; (b) such a disposition is a possession condition of the normal concept right (wrong) —this is the epistemic thesis. In support of the former, Prinz argues, on the one hand, that moral properties (as expressed at least in ordinary moral concepts) seem difficult for us to grasp without emotions and, on the other hand, these emotional reactions provide the only ground to unify moral properties for lack of any other distinctive feature. Prinz defends the epistemic thesis namely on the impossibility for those who lack emotions (e.g., psychopaths) to have moral concepts either. Conversely, induced emotions can elicit moral reactions. In Prinz’s view, our basic values are ultimately grounded on emotions and deliberation in the end is just to pit emotions against emotions through deliberation until the stronger wins out.

Drawing on his previous work, Prinz defends that emotionism should be built up on a non-cognitive theory of moral emotions to establish the priority of these latter over any moral judgement. In Prinz’s embodied appraisal theory, emotions would be thus conceived as somatic signals representing concerns about the world. These representations are functionally grouped (in what Prinz calls calibration files) by their capacity to cause such somatic signals. There would be a small number of somatic signals that would produce different emotions either by combination or by changes in the calibration file that activates them.

According to Prinz, moral emotions are those triggered by the detection of a conduct that violates or conforms to a moral rule. Prinz distinguishes between reactive moral emotions (namely, moral anger, disgust and contempt for someone transgressing a norm) and reflexive moral emotions (the varieties of guilt and shame felt when you are the transgressor). Moral emotions are the context-sensitive occurrent manifestations (varying across contexts) of the long-term memory dispositions we call moral sentiments. All this constitutes a rich phenomenology of moral emotions encompassing a variety of previous psychological and anthropological approaches.

Prinz can now refine his epistemic thesis defining ordinary moral concepts, such as wrong in the following manner: “a detector for the property of wrongness that comprises a sentiment that disposes its possessor to experience emotions in the disapprobation range”. Moral rules and judgments, as grounded in concepts of this thick kind, are equated with sentiments and emotions. Though the articulation of rules and judgments can be inferential, the ultimate “grounding norms” are not open to rational debate.

Emotionism is presented as a new version of the so-called sensibility theories about moral properties (namely, taking them as response-dependent properties). Prinz proceeds then to defend emotionism against the standard objections against this latter, arguing at length against the possibility of moral objectivity. He claims that it is possible for the emotionist to be a (internal) realist about moral properties: “They are made by our sentiments, and, once made, they can be perceived”. Prinz’s constructive sentimentalism promotes content relativism (context contributes to determine the content of a moral judgment), for which there is indeed ample empirical evidence. His theory of concepts allows him to bypass the standard philosophical objections (incoherence, indexicality). His defence against the purported moral insidiousness of the relativist is a bit more conventional: it promotes healthy tolerance, given the difficulty to overcome our respective grounding norms.

The constructive sentimentalist should explain how moral sentiments emerge and evolve. Prinz offers a couple of case studies (cannibalism, marriage) that suggest the kind of explanations that he favours. The book ends with a long argument against the possibility of some sort of objective genealogy of morals (by way of evolutionary ethics): the biological basis of our behaviour would not yield moral judgments without cultural elaboration. Moral progress would be still possible if we focus on empirical indexes that allow us to improve our current values.

This is indeed an unfair summary of the second part of Prinz’s book: it is as long as the first one but it only deserves here a paragraph. I am biased, since being myself more familiar with the topics discussed I find Prinz’s claims a bit less original than in the first one. It is certainly a new approach but not one that yields radically new conclusions. What I find puzzling in the sociology of morals advocated by Prinz is that there are surprisingly few clues about the mechanisms that connect the emotional construction of a moral rule and its actual functioning in society. We can see how a moral rule is sentimentally stored in our individual memories, but how do we know that the actual compliance with empirically given norms is sentimentally triggered the way Prinz claims and not rather by external cues of the sort detected in experiments: for instance, who the “normal observers” are or how many, the sort of expectations we adjudicate them, etc. There is evidence indeed that the basic moral emotions listed by Prinz are spread in a wide number of cultures, but we do not know much about their role in the actual emergence and operation of empirically identifiable moral norms. Without a genealogical explanation of the emotional underpinning of moral norms, the constructive part of sentimental constructivism will rest unaccomplished and the objectivity adjudicated by Prinz to moral facts will remain more a position of principle than an actual causal mechanism in the world.


Carlos Elías, La razón estrangulada. La crisis de la ciencia en la sociedad contemporánea, Barcelona, Debate, 2008, 479 pp.

Uno de los problemas del ensayo español es que difícilmente conjuga el nervio de la actualidad (esto es coto de periodistas) con la profundidad de sus tesis (propia más bien de académicos). Carlos Elías conserva todavía intactos los registros adquiridos como escritor de prensa diaria puestos ahora, con éxito, al servicio de una ambición intelectual característicamente universitaria. Convertido así en nuestro John Horgan, Elías proclama que los científicos españoles deben intervenir en la divulgación y gestión de la ciencia para salvarla del abandono en el que la está sumiendo sus adversarios culturales. Y estos son principalmente quienes carecen de formación para entenderla y, sin embargo, deciden sobre ella: científicos sociales y gentes de letras. El argumento de Elías se despliega en más de cuatrocientas páginas, así que examinémoslo someramente.

En el primer capítulo, a modo de preámbulo, Elías nos presenta comparativamente la situación de las ciencias en España y el Reino Unido, sirviéndose de su propio itinerario como estudiante de química y periodismo, como periodista después y luego como profesor universitario. La suya es la autoridad del testigo: tras estudiar y ejercer como profesional de las ciencias y letras, Elías se apoyará ante todo en su propia experiencia para defender su tesis sobre el declive de la ciencia en ambos países, ampliándola aquí y allá con argumentos más generales que vienen a confirmar su testimonio. Su propósito, anunciado invocando a Aristóteles, es persuadir a los científicos de que desciendan a la arena mediática y combatan la irracionalidad, siguiendo su propio ejemplo.
Ha de empezar por convencerlos, por tanto, de que la ciencia está en declive y así el segundo capítulo comienza enumerando distintos datos que parecen indicarlo en ambos países: descenso del interés por las noticias científicas, descenso en la matrícula en las carreras de ciencias, cierre de departamentos. Esto va aparejado a un empeoramiento gradual de las carrera científica, con salarios comparativamente bajos para el nivel de formación exigido y unas condiciones de trabajo cada vez más duras (cap. 3). Se inicia aquí la investigación sobre las causas de este declinar, que comienza con un examen de las múltiples connotaciones peyorativas con las que los científicos que aparecen retratados en cine y televisión (cap. 4). Elías explica este tratamiento denigrante apelando, por una parte, a las carencias de formación científica de los profesionales de la comunicación y, por otra, a las ideas erróneas sobre la ciencia que reciben principalmente de la filosofía durante sus estudios universitarios (cap. 5). “Los de letras” (incluyendo ya aquí a los autoproclamados científicos sociales) gobiernan así el mundo de la comunicación e imponen una visión de la ciencia arraigada en el resentimiento: su incapacidad para entender las ciencias. No son dos culturas, sugiere Elías, sino dos inteligencias (cap. 6). Pues los científicos son capaces de generar arte (cap. 7), pero no suele suceder a la inversa.

A partir de aquí comienza un curso sobre la ciencia en los medios de comunicación que, se diría, tiene por objeto instruir a los científicos sobre cómo servirse de ellos para combatir a sus adversarios culturales. Elías explica las dificultades que encontrará hoy quien pretenda divulgar la ciencia en un periódico (cap. 8), el monopolio de los gabinetes de prensa de las principales revistas de impacto y, correlativamente, del inglés como vehículo de comunicación científica, así como la propia competencia entre científicos por servirse de los temas más llamativos para promocionar su carrera (cap. 9). El caso de Nature, a la que se dedica íntegramente un capítulo (el décimo), sirve como ejemplo paradigmático. La clave de la buena divulgación radica, para Elías (cap. 11), en utilizar el propio lenguaje científico de tal manera que los argumentos originales se expongan sin adulterar y quede bien patente la diferencia entre ciencia y pseudociencia (contra lo que actualmente sucede en la divulgación “de letras”). De ahí que los científicos deban intervenir para remediar la situación. De lo contrario, expuestos al bombardeo audiovisual los niños irán perdiendo capacidad de abstracción y, con ella, la posibilidad de pensar racionalmente y contribuir al progreso de la ciencia y de nuestra propia civilización.

Como podrá apreciar el lector, pese a sus dimensiones, La razón estrangulada es un manifiesto político en la mejor tradición del dualismo occidental. Son ya más de dos mil años de Apocalipsis dicotómico que no acaban: donde antes se enfrentaron la ciudad de Dios con la ciudad del Hombre o el proletariado contra la burguesía¸ ahora luchan los de ciencias contra los de letras por la salvación de Occidente. Científicos del mundo, ¡uníos!, proclama Elías. Pues, según sus propios datos, por ahora se muestran tan indiferentes a este declive como los obreros industriales al comunismo antes de Marx. El patrón del argumento de Elías no es muy distintos del de sus predecesores: disfrutarán de él los apocalípticos y no tanto los integrados.

Aun siendo “de letras” uno puede simpatizar en muchos puntos con sus observaciones, sin compartir la conclusión. A muchos nos gustaría que más alumnos españoles y británicos estudiaran ciencia, que nuestros medios de comunicación la divulgaran mejor y que su enseñanza se generalizase en la universidad, sin que por ello pensemos que estemos ante una crisis de la que sólo los científicos pudieran salvarnos. Para empezar, porque los problemas a los que tendrían que enfrentarse “los de ciencias” son problemas que el propio Elías nos presenta como “de letras”: probablemente un científico será un mejor divulgador de sus conocimientos que un lego, pero ¿sus programas de televisión interesarán más a la audiencia? ¿Generarán más vocaciones científicas? ¿Hay algo en su formación que le cualifique para ello? Por lo que cuenta el propio Elías, se diría que en el Reino Unido los científicos sí que se implicaron de un modo en la divulgación y los resultados, no obstante, no parecen ser mejores que en España.
Elías argumenta desde el presupuesto platónico de que al comprender la verdad de las ciencias (adecuadamente divulgada por “los de ciencias”) querremos saber más. Pero, si como el propio Elías sugiere, la comprensión de la verdad científica sólo está al alcance de los más inteligentes, ¿cuántas vocaciones más ganaremos con la divulgación? ¿No querrá más bien la mayoría delegar en China el desarrollo futuro de la ciencia (como ya sucede con la industria). Pues, ¿de verdad las inteligencias superiores optarán por una carrera tan llena de sinsabores como las de ciencias?

El propio Elías no se engaña a este respecto, muchas de las mejores cabezas españolas optaron por profesiones “de letras”, incluso después de cursar estudios científicos. Y cuando “los de ciencias” gestionan la propia ciencia ¿de verdad los rendimientos son tan superiores? Para empezar, advirtamos que a menudo se enfrentan entre sí cuando compiten por el presupuesto público (ya sucedía con el proletariado: los obreros “de derechas”), como el lector de divulgación pudo comprobar gracias a los alegatos de Steven Weinberg a favor de la superioridad de la física de partículas (y contra la física aplicada). Y cuando les toca gestionarlo, el éxito parece deberse más a la destreza personal del administrador que a su propia condición de científico (y de esto tenemos ejemplos en la gestión de múltiples Facultades de Ciencias).

Un jurista conservador, Richard Posner, apoyándose en experimentos psicológicos (es decir, letras sobre letras) defendió que leíamos a los intelectuales públicos no para que desafiasen nuestros prejuicios sino para que los confirmaran. Por eso les perdonábamos sus predicciones erróneas, pues son también las nuestras. Elías alimenta con sus argumentos el prejuicio de quienes espontáneamente se reconocen como “de ciencias”: los de letras son menos inteligentes, peores divulgadores y pésimos gestores de la ciencia (de lo cual no faltan evidencias, por otra parte). La predicción es que “los de ciencias” serán mejores en ambos aspectos. Yo, personalmente, creo que merecen la oportunidad de intentarlo, y aprecio mucho el esfuerzo de Carlos Elías para animarles a ello. Pero les aconsejaría que primero intentaran responder a las preguntas anteriores, para que como tantos apocalípticos, no desistan demasiado pronto de su empeño.

{Agosto 2008}