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26/4/09

Luis Enrique Alonso, La mirada cualitativa en sociología, Fundamentos, Madrid, 1998, 268 pp.

Aún no son muchas las aportaciones españolas a las técnicas de investigación sociológicas, y no es de extrañar, por tanto, que en nuestro país todavía sea raro, aunque no inexistente, el debate sobre tales métodos. Cabe decir, entonces, que La mirada cualitativa en sociología es un libro excepcional, pues su objeto no es otro que la discusión de las técnicas desarrolladas por la escuela madrileña de los Jesús Ibáñez, Ángel de Lucas, Alfonso Ortí, etc., a la que el propio Alonso es afín. Ahora bien, como el propio autor nos advierte, no es este un libro de metodología, i.e., no contiene una reexposición de las técnicas analizadas, ni tampoco una casuística acerca de sus usos más convenientes.

Luis Enrique Alonso es, sin duda, un sociólogo en ejercicio, pero en este ensayo quiere situarse más allá de la práctica sociológica, en “el ámbito de la mirada”, sinónimo -se nos dice- de aproximación o enfoque, tal y como éstos se interpretan en las distintas ciencias sociales. Sin embargo, al examinar el contenido de La mirada..., recordaremos que también mirar está en la raíz griega de theorein, y se diría, en efecto, que lo que aquí se nos ofrece es un ensayo sobre la teoría que corresponde a las técnicas cualitativas, radicalmente distinta, en muchos aspectos, a la elaborada por el propio Ibáñez.

Tres de seis capítulos que componen La mirada... se dedican, así, a la interpretación de algunos emblemas de la sociología cualitativa madrileña: el grupo de discusión (cap.3), la entrevista (cap.2) y los estudios sobre el consumo (cap.5). La teoría aplicada en éstos se desarrolla en los tres capítulos restantes, los más ambiciosos y originales de la obra, sin olvidar una introducción y un epílogo no menos interesantes. Para Luis Enrique Alonso, el objeto de la sociología cualitativa sería el análisis del discurso, puesto que a través de la acción comunicativa se obraría la construcción social de la realidad. Ante la diversidad de acepciones de discurso, Alonso nos propone una concepción hermenéutica (con Ricoeur y otros muchos autores) mediante la cual cupiese reformular, por una parte, la dicotomía cuantitativo/cualitativo (cap.1), distinguiendo así los distintos dominios de la sociología, y dotar de una interpretación social a la propia acción comunicativa, por otra, evitando a un tiempo el relativismo pansemiologista y el determinismo estructuralista (cap.4).

En efecto, nuestro autor pretende interpretar las técnicas cualitativas como núcleo de una pragmática en la que se articulen constricciones sociales y lingüísticas, de modo que ni aquéllas se resuelvan en las ilimitadas opciones exegéticas que nos ofrece el Texto, ni éstas se agoten en una expresión más del Poder. Alonso nos propone operar a una escala intermedia, la del sujeto, a partir de la reconstrucción siempre contextual de su práctica discursiva, pues en ella se manifestaría tanto el sentido intrínseco de su acción (conjugando aquí su acepción intencional (finalidad) y semántica (representación)), como sus determinaciones extrínsecas, propiamente sociales.

Pero ¿cómo dar cuenta de esta articulación? Quizá sea éste el nudo argumental de la obra, al menos para el lector, pues, por una parte, la apelación de L.E.Alonso a las condiciones materiales que explicarían en cada caso el desarrollo de la acción comunicativa no puede ser más explícita (cap.6). Pero también lo es su aspiración de edificar una macropragmática “referida a los espacios y conflictos sociales que producen y son producidos por los discursos”, y no a cada acto comunicativo en particular. Buena parte de la obra se desarrolla a esta escala macroscópica, considerando las abundantes alternativas teóricas que se nos ofrecen hoy para construir tal suma sociológica. De ello dan cuenta sus más de veinte páginas de bibliografía, y no podemos dejar de anotar, por cierto, uno de los mayores defectos de la edición: la ausencia de índices de autores y temas, que a menudo dificulta la consulta de una obra tan enjundiosa.

La solución ensayada por Alonso es dúplice: en principio, adopta una posición constructivista en lo que se refiere a los mecanismos cognitivos de formación de conceptos (cap.1), intentando recorrer a través de la hermenéutica la vía abierta por Durkheim (i.e., la organización social del cosmos, y su expresión simbólica: metáforas, etc.). No obstante, superada ya la genealogía, aparece la dificultad de explicar la acción comunicativa, una vez constituido y en marcha el campo discursivo. No es una dificultad menor si consideramos que las técnicas cualitativas como el grupo de discusión se refieren antes al análisis de la estructura de los discursos que a su génesis, y se diría, por ello, que acaso sea éste el motivo central de la obra.

Aparentemente, Alonso intenta superar este paso, soldando los modelos comunicativos centrados en la negociación (pongamos Bourdieu) con aquellos otros basados en el consenso (sea Habermas): aquélla cargaría con el peso de las constricciones sociales en las que se inscribe la acción, y éste con la capacidad para superarlas; i.e., una vía media entre pansemiologistas y estructuralistas, y aún entre las mismas posiciones de los citados Bourdieu y Habermas. Mas ¿es posible este equilibrio?

Es aquí donde aparece el tópico cualitativo de la reflexividad, o bien, la presentación de la sociología como “epistemología de lo cotidiano”. Pues por más que se apele a las condiciones materiales en las que se inscribe, en cada caso, la acción, lo cierto es que el canon hermenéutico no sería solamente una guía para su análisis sociológico: proveería también un ideal comunicativo, valores éticos que orientarían el desarrollo de la acción, y que al sociólogo le cabría promover con su intervención, más allá de las constricciones partidistas que su análisis descubriese (cf. el prólogo y especialmente el epílogo a este respecto). Así, el sociólogo no sólo afirmaría la libertad del sujeto para decir el curso de sus actos, sino que contribuiría él mismo a ejercitarla.

La inversión operada por Alonso en lo que a la concepción de la sociología cualitativa se refiere es muy notable, si volvemos a la comparación con Ibáñez: si en éste aparecía como una “física social de segundo orden”, con un sesgo manifiestamente estructuralista y postmoderno, Alonso opta, en cambio, por la hermenéutica y la modernidad: Habermas se impone a Deleuze. Lo que para muchos ganará en inteligibilidad el discurso, para otros lo perderá quizá en radicalidad política. A los sociólogos comprometidos en su desarrollo les corresponde, sin duda, decidirlo.

Pero puede que no sean muchos los que se sientan aludidos por los argumentos de Alonso, que acaso perciban como excesivamente filosóficos. Recordarán quizá aquella anécdota transmitida por Diógenes Laercio (Vidas..., VIII.8), según la cual la vida se parecería a unos juegos: unos acuden para competir; otros por el comercio, pero los mejores, asistirán como espectadores (theoroi), y éstos serían los filósofos. En España, se puede ya competir académicamente con las técnicas cualitativas y, por supuesto, se puede obtener de ellas un notable rendimiento comercial, pero ¿a quién interesará la mirada de un espectador?

Contra tales dudas, buena parte de los argumentos que se ofrecen en La mirada... clamarán por una interpretación sociológica de algunas tesis característicamente filosóficas, aunque sirven más, creemos, para ilustrar las dificultades de la empresa, que para llevarla a buen puerto. Pues una vez rendidas las armas sociológicas a la hermenéutica, ¿cómo explicar que “el discurso no se explica por el discurso mismo” (pág.78)? Después de asumir la crítica sociológica al idealismo lingüístico, ¿por qué detenerse ante la comunidad ideal de habla (pág.232)?

En realidad, los dilemas enfrentados en La mirada... son muy antiguos, y quién sabe si irresolubles: algunos presocráticos, como Demócrito, defendieron que el ojo era una superficie reflectante en la que se proyectaban pasivamente las imágenes de los cuerpos; a éstos se oponían otros que, como los pitagóricos y también algunas veces el propio Alonso (e.g., pág.17), afirmaron que el ojo, agua y fuego, veía por sí mismo emitiendo rayos que alumbraban los objetos. Otras veces (e.g., pág.242), Alonso nos recordará más a Empédocles, quien sostuvo, al parecer, la actividad de ambos elementos, ojo y objeto, en el acto de la visión. ¿Habrá quizá una cuarta alternativa? ¿Será el constructivismo sociológico capaz de proporcionárnosla?

{Septiembre 1999}
{Revista Española de Investigaciones Sociológicas 91 (2000), pp.196-199}

15/4/09

Partha Dasgupta, An Inquiry into Well-Being and Destitution, Oxford & N.York, Clarendon Press & Oxford U.P., 1993

El Ensayo sobre el bienestar y la pobreza extrema de Partha Dasgupta, Frank Ramsey professor of economics de la Universidad de Cambridge y especialista consagrado en economía del desarrollo, no ha conocido demasiado eco en nuestros medios filosóficos, pese a los cinco años transcurridos desde su edición original (a la que antecedieron un buen número de artículos y escritos que en él cristalizan, como después seguirían otros). Aun cuando ya no sea una novedad en sentido estricto, su importancia bien merece una recensión en este monográfico de Isegoría.

La presente obra de Partha Dasgupta constituye, en efecto, una aportación de notable originalidad a las doctrinas actualmente vigentes sobre el desarrollo económico, respecto a las cuales nos ofrece, muy elaborada, una teoría alternativa sobre el análisis de la distribución de recursos entre unidades domésticas (households). Mas su originalidad no la apreciará sólo el experto en la materia, que acaso haya sido el primer sorprendido con su lectura: la teoría se formula con objeto de evaluar los posibles planes de desarrollo económico aplicables por el Estado en países subdesarrollados y, con ese propósito, la obra se inicia con una discusión, que ocupa toda su primera parte -131 pp.-, sobre los fundamentos éticos que cabe atribuir, en general, a la intervención del Estado en la economía, abordada Dasgupta en clave del contractualismo contemporáneo.

Pero tales criterios de evaluación no se extraen “deductivamente” de las doctrinas de Rawls o sus epígonos, ya que en su discusión desempeñan, a su vez, un papel principal tanto conceptos tomados de la misma economía del desarrollo, como la casuística considerada para su aplicación, todo lo cual viene a modularlas decisivamente. Así, el concepto de necesidades básicas (basic needs), desarrollado por economistas de su especialidad desde mediados de este siglo, le sirve a Dasgupta como eje para establecer su idea de libertad y su formulación contractual: se trata de definir aquellas necesidades (nutritivas, sanitarias, educativas...) cuya satisfacción es imprescindible aun tan solo para poder aspirar a obtener los propios fines, y sería por ello tema central del contrato, pese a su ausencia en tantas otras formulaciones del mismo. Pero tan importante como este concepto de necesidad es el rico y abundante material empírico en el que Dasgupta se apoya para construir su definición, como es la literatura médica, etnológica etc. acerca de la pobreza extrema en países como la India o los del África subsahariana. Sin estos conceptos y evidencias sería, en efecto, imposible una evaluación efectiva de los programas de desarrollo propuestos para estas regiones, y es en estas labores donde, para Dasgupta, ha de ejercitarse la auténtica filosofía moral y política, aun cuando ello suponga la reinterpretación, si no el abandono, de muchos de sus argumentos -el capítulo trece, sobre dilemas morales de natalidad, es a estos respectos ejemplar-.

No menos afectada resulta la propia doctrina actualmente vigente en las cátedras de esta disciplina económica -adecuadamente expuesta en toda la parte segunda del ensayo-, pues nuestro autor se apoya tanto en la argumentación filosófica anterior, como en su misma inadecuación empírica, para mostrar la conveniencia de reconstruirla, si es que se han de obtener de ella mejores criterios sobre la distribución gubernamental de recursos en países como los antes apuntados. Ello le exige volver sobre los mismos fundamentos de la teoría, para integrar en ellos la evaluación de aquellas necesidades que debieran satisfacerse para optimizar el aprovechamiento de dichas políticas de desarrollo. La sombra del marxismo no deja aquí de advertirse, y no solo por el funesto papel que, para el autor, desempeñó el industrialismo soviético en el subdesarrollo de muchos países del hemisferio sur, sino por la divergencia que se aprecia en las mismas fuentes de su análisis: si las pautas de producción y consumo del proletariado fabril eran la norma respecto a la cual debía conducirse la revolución soviética, para Dasgupta son los desposeídos de África y Asia, sus necesidades alimentarias, médicas y educativas, el punto de partida tanto del estudio como de la ulterior acción gubernamental.

Determinar positivamente estas necesidades se convierte, por consiguiente, en motivo central de la obra, tanto como la formulación de una teoría económica alternativa sobre el desarrollo a partir de éstas, y a ello se dedican las dos últimas partes de la obra -tercera y cuarta, 325 pp.-. Y la mayor innovación aquí, dejando aparte la maestría de Dasgupta en la disposición de los cálculos, se encuentra, a nuestro entender, en la modulación del materialismo cultural (la escuela etnológica asociada mayoritariamente al nombre de Marvin Harris) efectuada por el autor con objeto de establecer tales necesidades. Siendo, obviamente, la nutrición una de las más elementales, no es extraño que Dasgupta recurra al análisis calórico como clave para su estudio en dichas regiones, pero es también consciente (y aquí es donde supera la perspectiva etnológica) de que sanidad o educación, -entendidas con arreglo a cánones no por europeos (la escuela, el hospital) menos universales- son igualmente factores decisivos en la consecución del desarrollo económico. La elaboración de índices con arreglo a los cuales conjugar su evaluación ofrece notables dificultades que nuestro autor resuelve con audacia. Y una consecuencia, no menor, creemos, es la superación del relativismo cultural, tan frecuente en este género de análisis.

Dasgupta llega, por fin, a ofrecer, en los dos últimos capítulos de la obra los fundamentos de una política de reforma agrícola como eje del desarrollo económico en países como los anteriormente mencionados, mostrando como, mediante la provisión de infraestructuras adecuadas, la intensificación de la explotación agrícola familiar proveería incluso recursos para financiar el acceso a la tierra, política que se complementaría además con programas alimentarios, médicos y educativos, con notables efectos, entre otros, sobre la natalidad o la vertebración de las distintas comunidades implicadas en su desarrollo. Todo ello apoyado, además, sobre una numerosas experiencias parciales anteriores a modo de indicio de su viabilidad.

El alcance de su obra, a la vista de su conclusión, es en verdad imponente. Como término de comparación y muestra de ello, cabría mencionar la intersección de ética y economía que obtiene Philippe van Parijs con sus ensayos sobre el denominado salario universal garantizado (basic income): partiendo de un concepto de libertad en muchos aspectos análogo al de Dasgupta -libertad real, y no sólo formal, de poder hacer lo que se desea-, van Parijs ensaya una defensa ética (libertaria) de un política de redistribución de recursos en el contexto de los actuales Estados del bienestar europeos, consistente en ofrecer incondicionalmente a cada cual en metálico, y no en forma de servicios, su cuota en el reparto. La formulación de la propuesta (como las misma doctrina económica en la que se inspira, el negative income tax de Friedman) atenta contra la más elemental sindéresis política (originariamente se pedía, la supresión de la seguridad social, apoyándose en un somero estudio sobre curvas de Laffer); su expansión universal, como ha llegado a proponerse, más allá del área donde el Estado del Bienestar efectivamente existe, no puede resultar menos ridícula. La lectura de las propuestas de Dasgupta es, en cambio, un ejemplo de rigor, tanto por la documentación de las propuestas como por la mesura y tino tanto de su formulación como en la elección del dominio en el que se sugiere aplicarlas.

La mayor objeción que se nos ocurre sobre este ensayo, es si acaso Dasgupta no disociará excesivamente la marcha general de la economía de un país del área de intervención del Estado que él propone, como si ambos operasen disociados, y no se diesen en aquélla factores que obran contra la ejecución de planes de desarrollo tales como el que esboza en su obra. Apelar a la cogencia de los argumentos contractuales no quiere decir, al cabo, que estos tengan efecto económico por sí solos.

{Enero 1998}
{Isegoría 18 (1998), pp.242-44}
D.Bloor, Conocimiento e imaginario social, Barcelona, Gedisa, 1998. Versión española de la segunda edición inglesa a cargo de E.Lizcano y R.Blanco. Incluye un nuevo prólogo del autor y presentación a cargo de ambos autores.

“Pese a los ríos de tinta que este libro ha provocado, no acaba de entenderse que siga sin publicarse en castellano”. Así opinaba, en 1993, uno de nuestros más sobresalientes sociólogos de la ciencia , y cinco años después nos ofrece, junto a otro no menos notable -Rubén Blanco-, una versión de la segunda edición de Knowledge and Social Imaginery, acompañada de una presentación de la obra, una bibliografía de Bloor, y un prólogo redactado para la ocasión por el propio autor. Emmánuel Lizcano tenía toda la razón: como otros han mostrado ya, cabría reconstruir polémicamente el desarrollo de la sociología de la ciencia de estos últimos veinte años atendiendo a las opciones de cada escuela respecto a las tesis de Bloor . Si disponíamos ya de traducciones de Latour, Woolgar, etc., ¿cómo explicar la ausencia de Bloor?

La ausencia de esta traducción no quiere decir, sin embargo, que los sociólogos de la ciencia de lengua española hayan permanecido ajenos al debate que, desde su edición original en 1976, ha provocado la obra. Basta con recordar las contribuciones del propio Rubén Blanco y, por lo demás, el nombre de Bloor aparece de ordinario en el programa de cualquier sociología del conocimiento que se imparta en nuestro país. Por tanto, la aparición de esta versión española es más un indicio de la normalización académica de la disciplina que una novedad en sentido estricto. Lo será, si acaso, de ahora en adelante, para los muchos estudiantes y estudiosos que podrán beneficiarse de la lectura de la obra en su propia lengua. Y por ello es de esperar también que nos traiga nuevas y fructíferas discusiones, pues su contenido polémico está aún lejos de agotarse. Incluso sería deseable que los sociólogos en general, y no ya sólo los especialistas en la materia, se incorporasen a ellas, pues a los argumentos de Bloor no pueden sentirse ajenos, como si de Popper o Lakatos se tratase.

Como muchos ya sabrán, Conocimiento e imaginario social comprende una parte característicamente teórica, sus tres primeros capítulos, donde aparece delineado el programa fuerte de la Sciences Studies Unit de la Universidad de Edimburgo, que se acompaña con una cuidadosa consideración de posibles objeciones epistemológicas y sus correspondientes respuestas. Allí se podrá encontrar el discutidísimo dictum de Bloor acerca de las condiciones que distinguen a la sociología del conocimiento como ciencia –causalidad, imparcialidad, simetría y reflexividad-. A estos tres capítulos les sigue un cuarto donde se invierte la perspectiva argumental: al análisis filosófico de la sociología de la ciencia se suma ahora un análisis sociológico de la misma epistemología y, en particular, de la disputa entre Popper y Kuhn que se desarrolló entre los años sesenta y setenta. Los tres capítulos restantes vienen a ser una prueba de existencia del programa fuerte, i.e., una demostración de su efectividad al aplicarse al análisis de la más distante de las ciencias, la matemática. La conclusión de 1976 se extiende con el epílogo de la segunda edición (1991), donde Bloor añadía seis breves notas sobre otros tantos ataques a la obra y una nueva conclusión. Si a esto le añadimos las ya mencionadas novedades de la edición española –nuevos prólogos de Bloor y Lizcano y Blanco- y unos completos índices temático y onomástico, no será de extrañar que su lectura dé ocasión a nuevas reflexiones en español sobre la sociología de la ciencia y sobre la sociología en general -no cabe dejar de apuntar el interés que para el sociólogo dedicado a la estadística tendrán el análisis de los tres capítulos matemáticos de la obra.

Pues bien, aunque sea solamente por dar un pretexto para este debate, propondremos una tesis: la obra de Bloor es la obra de un filósofo. Esta es, obviamente, una tesis trivial si atendemos a la formación del propio Bloor o a su situación laboral cuando redactaba este ensayo (reader in the philosophy of science), pero no lo es tanto si consideramos sus mismos argumentos. En su reseña de la segunda edición, Rubén Blanco nos advertía de que la crítica que en ellos se contiene “iba dirigida hacia los filósofos de la ciencia, en un intento de descubrir sus estrategias (cognitivas) de control, dominación y mediación del fenómeno científico” . Por contra, nuestra tesis es que si Bloor se convirtió en el debelador sociológico de la filosofía de la ciencia, fue a costa de convertir a la sociología de la ciencia en filosofía.

Los fundamentos de esta interpretación no son nada novedosos, pues no es un secreto que Bloor le debe mucho a las obras de Mary Hesse, y en particular a su The Structure of Scientific Inference. (de 1974). En efecto, Bloor toma de ésta una de sus tesis principales, el finitismo , según la cual sería imposible predecir la evolución semántica de un concepto aprendido por ostensión. De acuerdo con Hesse y la tradición filosófica que se inicia en este siglo con el círculo de Viena, las ciencias serían conjuntos de proposiciones cuya verdad radicaría en el contenido de los conceptos que éstas contienen (bien porque fuesen reducibles a evidencias empíricas, bien porque cupiese una interpretación del conjunto mediante modelos, etc.). Por tanto, era indispensable disponer de una idea de lenguaje y, en particular, de una teoría sobre su aprendizaje. El modelo de Hesse, en deuda con el segundo Wittgenstein, sugería que el niño adquiría el vocabulario por ostensión. Por tanto, el significado de un concepto no estaba nunca plenamente determinado por el mundo al que se refería, puesto que siempre cabía incorporar a él deícticamente nuevos elementos que mantuviesen alguna semejanza -considerada pertinente- con los anteriores.

El finitismo, en la definición de Hesse, consistía en restringir el alcance veritativo de los conceptos científicos (el dominio en el que podían ser verificados estadísticamente) a dominios finitos. A partir de esta definición, Bloor concluía que si el dominio era finito, la objetividad de los conceptos no radicaría en las cosas mismas -puesto que, ulteriormente, los conceptos siempre incorporarían otras. Tendría otro origen, y si no era la naturaleza, sólo podía ser la sociedad. Así, nos dice Bloor, la vis obligantis de la lógica sería la de cualquier otra norma moral y de este modo, también la de cualquier otra ciencia. Lo que el filósofo no quiere o no sabe ver en los conceptos científicos lo descubriría el sociólogo.

La sociología de la ciencia, en consecuencia, consistiría en una teoría sobre las fuentes de su autoridad, puesto que en ello encontraríamos la clave de su genealogía. Pero conviene advertir que Bloor no partía de un modelo sociológico positivo en el que apoyar esta teoría: Bloor se apoya en la obra del segundo Wittgenstein, donde, en su interpretación, se nos mostraría la verdad sobre las reglas sociales, las convenciones que articularían la significación y, por tanto, las mismas ciencias.

Pero ¿era Wittgenstein un científico? En la interpretación de Bloor, sí lo sería. Pero basta con hojear cualquier repertorio bibliográfico-como, por ejemplo, el de Frogia y McGuinnes- para advertir que, con idéntica evidencia textual, cabrían muchas otras interpretaciones, acaso demasiadas. En realidad, ¿por qué Wittgenstein antes que Durkheim? ¿Por qué Hesse? Quizá porque las cuestiones de las que Bloor se ocupa han sido filosóficas durante más de dos mil años, y difícilmente cabrá superarlo en dos generaciones de sociólogos: la tesis sobre el lenguaje de Bloor no difiere demasiado de la de Antístenes, contemporáneo de Sócrates; el dilema del alcance de las ciencias en un cosmos inagotable está ya en Kant, y tiene una discusión clásica en este siglo pasado en la conferencia que en 1872 pronunciase Emil du Bois-Reymond “Sobre los límites del conocimiento de la naturaleza”, que dio origen a la disputa sobre el agnosticismo que se extendió por Inglaterra y Alemania a finales del siglo pasado. Antístenes fue discípulo de Gorgias del mismo modo que du Bois-Reymond de Johannes M¸ller, luego no cabe pretender que el uno ignorase la gramática o el otro las ciencias. ¿Dónde estará entonces la diferencia entre la sociología y la filosofía? Así como la inercia de Newton acabó con el impetus, ¿será el finitismo de Bloor la resolución positiva del concepto de Hesse?

Por nuestra parte, lo dudamos, y no porque ignoremos la vocación científica de Bloor, reiterada nuevamente en el prólogo de la edición española este mismo año. Más bien, creemos que la disputa entre el sociólogo y el filósofo de la ciencia es constitutiva, en la medida en que aquél explora nuevamente las vías que aquél lleva recorriendo, sin agotarlas, a lo largo de siglos. Precisamente por ello, porque el ideal de la disolución de la filosofía en una ciencia es tan viejo como la filosofía misma -y recordemos en nuestro siglo a Husserl-, entendemos que Bloor no ha sido sino uno más entre todos estos filósofos: mientras las ciencias sean lo que han sido, y el sociólogo se ocupe de ideas como las de ciencia, realidad o lenguaje, se hará inevitablemente filósofo, aunque solo sea porque no encontrará otro interlocutor. Aunque, desgraciadamente, es probable que sean pocos los filósofos que se hagan sociólogos.

{Octubre 1998}
{Empiria 1 (1998), pp.241-43}
Francisco Fernández Buey & Jorge Riechmann. Ni Tribunos. Ideas y materiales para un programa ecosocialista. Madrid: S.XXI, 1996.

La presente reseña se ocupa de uno de los más ambiciosos e interesantes trabajos que ha producido el pensamiento político español de izquierdas a lo largo de los últimos años. La cantidad de ideas y materiales, en la tradición de Manuel Sacristán, que se encuentra en esta obra merecería, sin duda una recensión mucho más extensa, y puesto que ambos autores son sobradamente conocidos para el público español, no vamos a detenernos en palabras preliminares.

Francisco Fernández Buey nos presenta, en la introducción de este ensayo, la política como ética de lo colectivo, pero su discurso no va a intentar probar la obligatoriedad o universalidad de sus valores, al modo de los filósofos morales, ni tampoco intentará convencer al lector sobre su bondad o interés. Fernández Buey se dirige, más bien, a un lector que ya comparte con él esos valores, e incluso los ejercita políticamente, i.e., supone una ética en marcha, que sería -al menos, parcialmente- la de quienes desarrollan su actividad en Organizaciones no Gubernamentales -pp.xxix-xxxiv-. Pues, para nuestro autor, solamente en los programas de las ONG se encontraría de hecho un germen de universalidad análogo, cabría decir, al que para Marx tuvo el proletariado: si éste había de absorber a todas las otras clases en la Revolución socialista, las ONG, tal y como Riechmann y Fernández Buey las conciben, debieran animar con sus valores la articulación de una coalición de izquierdas, que alumbrara un programa ecosocialista.

Pero ninguno de los dos ignora que, por la propia dispersión programática de estos movimientos sociales y la diversidad de sus formas políticas, no existe hoy una única ética de lo colectivo entre las ONG . Más bien parten de esta fragmentación, y se podría decir incluso que el argumento de su ensayo consiste en dar con una prueba de la composibilidad de, al menos, algunos de estos valores, i.e., probar a partir de la diversidad de propuestas actualmente existentes la posibilidad de que exista algún día un programa ecosocialista. Además, nuestros dos autores no intentarán probárnoslo pretendiendo abstraer sus propias convicciones, pues son, en efecto, socialistas y ecologistas por educación, filosófica y militante . Se trataría, por tanto, de construir un argumento que dé razón de estas dos opciones -socialismo y ecología- articulándolas con aquellas que se nos ofrecen en los distintos movimientos sociales -desde el feminismo a los sindicatos.

El argumento se nos presenta en dos partes, cada una a cargo de uno de los autores. La primera, redactada por Fernández Buey, pese a la diversidad de contenidos de sus seis capítulos, encuentra su unidad, polémicamente, en la discusión del concepto de socialismo. El análisis que Fernández Buey nos ofrece se inicia, en el primer capítulo, con una amplia consideración de los más de cien años de socialismo tomando, por un lado, el ideario del que se partía, y por otro, la experiencia de la Europa oriental (soviética) y occidental (la socialdemocracia). Al plantear así la cuestión, es inevitable comparar ese ideario (que comprendería ideas comunes a “socialistas utópicos” y “científicos”, acaso su impulso ético) con lo que después resultó a ambos lados del muro de Berlín, y por tanto admitir su derrota o fracaso, como hace el propio autor. Pero queda también abierta una opción para recuperar aquél (que será la que se siga en el tercer capítulo: “Discurso sobre los valores”), en la medida en que los conflictos en los que se originó el socialismo aún están presentes en nuestro mundo, por una parte, y también porque ese ideario, tal y como el autor lo presenta, no se agotaría enteramente en el socialismo soviético o socialdemócrata, y contaría también, a lo largo de este siglo, con otros defensores, políticamente menos exitosos pero éticamente más íntegros (pp.106-107).

La reivindicación del socialismo que Fernández Buey nos propone se apoya, en efecto, en el postulado de que en toda tradición política (entre las que menciona, liberalismo y cristianismo) se darían dos vertientes, una (“de izquierdas”, según el autor) éticamente incorrupta y otra (“de derechas”) corrupta con arreglo a su ideario original -al transformarse el ideal emancipatorio en ideología de dominación . Y en ello radicaría, acaso, su posible composibilidad, pues al reducirse el socialismo a su núcleo ético, desaparecerían los obstáculos que históricamente provocaron su escisión; pero también, al extenderse el concepto de izquierda para incluir otras éticas distintas de la socialista -por oposición a sus respectivas derechas- aparece la opción de alianzas anteriormente excluidas, puesto que, desde la ética, podrían coincidir, por ejemplo, en la crítica a la demediación de la democracia (que ocupa todo el segundo capítulo), o en la propuesta federalista que se contiene en el último capítulo de esa primera parte. No es extraño que Fernández Buey se ocupe también de recuperar el concepto de utopía concreta de Bloch (capítulo quinto), puesto que en ella se encontraría el contenido ético del socialismo en su expresión más depurada (pp.177-182).

En todo caso, los destinatarios del discurso de nuestros autores son, como decíamos antes, movimientos sociales nuevos y viejos (los sindicatos), y a ellos se dedica uno de los capítulos centrales de esta primera parte de la obra, el cuarto (“De los valores a los movimientos”). Fernández Buey intenta mostrar aquí, analizando distintas propuestas, cómo esa vocación de universalidad de la izquierda cristalizaría en la alianza de sindicatos y movimientos alternativos si los análisis de la coyuntura económica y política de aquéllos se efectuaran atendiendo a consideraciones (económicas, demográficas, ecológicas, etc.) de alcance mundial y no local, como pueda ser el caso del estudio de las migraciones. Buena parte de este capítulo lo ocupa también un análisis del feminismo y del papel programático de las mujeres en la constitución de esta alianza.

Jorge Riechmann, por su parte, se ocupa de la exposición de la vertiente ecológica del programa. Si Fernández Buey se veía obligado a detenerse en amplias consideraciones preliminares -y un buen número de excursos y digresiones- acerca del concepto de socialismo, con objeto tan sólo de apuntar dónde cabría un encuentro de los distintos movimientos sociales, Riechmann procede, en cambio, geométricamente a partir de los postulados de la economía ecológica, ampliamente expuestos en los siete capítulos que integran la segunda parte: las leyes de la termodinámica (cap.1), el concepto de sustentabilidad (cap.2), las alternativas a la actual contabilidad nacional (cap.5), etc. A partir de estos postulados obtiene numerosas propuestas políticas, algunas elaboradas ya en forma de proyecto de ley (pues Riechmann se atiene aquí a la experiencia de colectivos ecologistas españoles y extranjeros) y otras aún por desarrollar, pero también más ambiciosas en su alcance (el tercer capítulo es el esbozo de una sociedad ecosocialista).

Se diría que la composibilidad aparece aquí probada por la misma potencia de la propia propuesta, pues a diferencia de lo que ocurría en la parte primera, en ésta no aparecen explícitamente consideradas otras alternativas distintas de la ecológica, acaso porque se parta de que ninguna cuenta con unos desarrollos programáticos tan elaborados, política- y científicamente. Riechmann tan sólo retoma motivos de la tradición socialista -la planificación- reformulándolos con arreglo a las coordenadas ecológicas, y también apela a ideas generales sobre los valores -como la igualdad-, pero arquimédicamente, sin digresión alguna acerca de su contenido, apoyándose en ellas para desarrollar uno u otro aspecto del programa. Si la cogencia del argumento de Fernández Buey radicaba en la fuerza apagógica de sus argumentos contra las objeciones que pudiese recibir, el de Riechmann se basa en un enorme número de propuestas positivas, dimanantes de la experiencia verde, cuyo análisis es absolutamente imposible acometer aquí.

Volviendo ya al principio, y a la vista de estos argumentos, aquí apenas someramente apuntados, ¿podríamos dar por probada la composibilidad de un programa ecosocialista? Probablemente sus autores no lo pretendan, ni no nos corresponde a nosotros dar una solución, que sólo se encontrará, antes o después, en el curso mismo de la sociedad a la que se ofrece esta propuesta y, por tanto, nuestras objeciones serán solamente tentativas.

Pues nos parece, en efecto, que la estrategia argumental que Fernández Buey y Riechmann despliegan para aunar a la izquierda se apoya decisivamente en la depreciación u omisión de aquello que, históricamente, la ha escindido. Por más que el planteamiento de su ensayo diste mucho de ser idealista -pues su discurso se desarrolla a cada paso a partir de las opciones que actualmente se dan en nuestra sociedad-, no acertamos a entender cómo no se aplica con mayor rigor este mismo criterio en todos los pasos de su argumentación: así, cuando Fernández Buey concluye “las razones históricas que un día condujeron a la diferenciación en la tradición socialista entre comunismo, anarquismo, libertarismo y socialdemocracia han caducado” (p.94), ¿será acaso porque el autor interpreta que a la historia pertenecen las razones de las derrotas y fracasos del socialismo, y sólo nos quedaría ya el impulso ético que estuvo en su origen?

Pero ¿acaso la ética no puede separar a la vez que unir? Se diría que Fernández Buey sobreentiende que la ética del socialismo comprendería valores (la igualdad) que por sí solos nos procurarían el consenso, como si éstos, ahora y antes, no se interpretasen en concordancia con otras ideas (la de individuo, por ejemplo), no estrictamente éticas, que modularan su interpretación. ¿Será una misma cosa la igualdad entre las personas en el socialismo que parte de aquélla como un postulado originario, que en aquel otro que parte de la desigualdad y toma la consecución de la igualdad como un objetivo ? Aquella primera concepción propenderá quizá al armonismo, supuesto que en nuestra igualdad originaria, por ejemplo en cuanto al valor de la cultura en que crecemos, se encontraría el fundamento de nuestro respeto mutuo, a partir del cual solventar democráticamente los conflictos causados por nuestros respectivos hechos diferenciales. Pero si la igualdad, en cambio, se entiende respecto a los valores de nuestra cultura, será inevitable postular la desigualdad respecto a quienes no crecieron en ella, de modo que la igualación pasará por transmitirles aquellos valores. ¿Y no estuvo esta dicotomía en la concepción de la ética en el origen de la expansión cultural soviética (enseñanza del ruso, etc.) en el oriente socialista, Cuba, África, etc. y también en la propia escisión del socialismo (conflicto con China, etc.)?

La URSS cayó, pero no se entiende por qué se pretende que arrastró con ella esta concepción de la ética. O, de otro modo, si fue así, ¿no queda reducida la importancia histórica de la ética socialista a la de, por ejemplo, el cristianismo preconstantiniano (como si en buena parte ésta no fuera una creación de filólogos) ? ¿Tiene la misma importancia ética el marxismo que la secta de Qumrán, que ciertamente no dio lugar a Iglesia alguna? ¿Y puede construirse desde la impugnación de todo Estado o institución -presente y pasada- originalmente dimanante de un ideario emancipador, una política, como la que nuestros autores pretenden, cuyo alcance tendría que ser, como poco, proporcionado al de la URSS?

El alcance del programa expuesto por Riechmann, considerado globalmente y sin perjuicio del enorme interés de muchas de sus propuestas, no deja tampoco de suscitar dudas análogas. Pues al plantear un programa ecológico a escala mundial, se elude de algún modo el principal obstáculo para su desarrollo que es el conflicto entre los Estados. Se diría que Riechmann opera a partir del supuesto de que, en un momento u otro, ésta será la única alternativa que posibilitará la subsistencia del planeta y que ante la expectativa de la catástrofe, se impondrá. Pues, de otro modo, no se explica la ausencia de análisis sobre las vías de su implantación. ¿Se impondrá la racionalidad ecológica por sí sola a toda otra racionalidad política? ¿No existiría también en la historia una prueba de su incomposibilidad ?

Concluiremos, en cualquier caso, que el interés de este ensayo no puede ser mayor, aun cuando no se compartan las opciones de sus autores, puesto que en él aparecen consideradas con abundantísima información y perspicacia los numerosos dilemas de la izquierda actual. La elaboración de la propuesta de Fernández Buey y Riechmann es por esto mismo indispensable para cualquiera que, desde la izquierda, quiera discutir cuál ha de ser su programa para este siglo que viene.

{Noviembre 1998}
{Papeles de la FIM 17 (2002), pp.208-212}
Luis Martínez de Velasco, Mercado, planificación y democracia. Madrid: Utopías/ Nuestra Bandera, 1997.

Luis Martínez de Velasco es un autor singular en la filosofía española contemporánea: no es en absoluto ajeno a la Universidad, pero desarrolla su labor docente e investigadora en la enseñanza secundaria, en un Instituto de la periferia de Madrid, desde donde viene ofreciéndonos, a lo largo de las dos últimas décadas, una notable obra filosófica, particularmente en los dominios de la ética y la política. Pero ello no es, en este caso, sinónimo de mera erudición o especulación académica (aunque cuente, entre sus ensayos, con una completa y rigurosa interpretación nada menos que de Kant), pues Luis Martínez de Velasco se distingue, además, en su afán de ir “a las cosas mismas”, a la cosa pública, como se muestra, entre otras, en su reciente intervención en el debate sobre la desobediencia civil (La democracia amenazada, 1996) y, en especial, en su ya dilatada defensa de una economía normativa, es decir, una doctrina económica éticamente fundada. Así se muestra ya en Ideología liberal y crisis del capitalismo (1988), una ácida revisión de los clásicos de aquélla, y después, junto a J.M. Martínez Hernández, en La casa de cristal (1993), un ensayo insólito en castellano, donde se aplica de un modo original la ética dialógica de Jürgen Habermas a la crítica de las doctrinas económicas actualmente imperantes .

Todo ello confluye ahora en Mercado, planificación y democracia, donde el lector falto de tiempo, pero deseoso de nuevas ideas desde la izquierda acerca de los actuales conflictos entre ética y economía, encontrará, entre otras cosas, una concisa exposición de las distintas alternativas ahora mismo en discusión, de las que Martínez de Velasco se muestra un excelente conocedor: desde el socialismo de mercado de John Roemer al salario universal garantizado de Philippe van Parijs, sin omitir, entre otras, la discusión sobre el reparto del empleo o las distintas opciones ante el dilema ecológico. Aunque el aspecto quizá más sobresaliente de este ensayo (y sorprendente, incluso, si consideramos sus mínimas dimensiones) es que su autor nos ofrece, a partir de sus obras anteriores, una idea general de democracia, con arreglo a la cual evaluar estas alternativas y avanzar, a su vez, en la construcción de otras, i.e., en la superación del capitalismo. Pues la tesis defendida en este ensayo por Luis Martínez de Velasco es que capitalismo y democracia son ética- y fácticamente contradictorios.

Para nuestro autor, Democracia sería, en su acepción más estricta, aquel orden social donde el consenso entre el cuerpo electoral (la ciudadanía) se apoyara en valores universales -como en última instancia lo serían los Derechos Humanos- aceptados además dialógicamente, sin coacción alguna. Contra esta idea de democracia obraría, en consecuencia, cualquier otra fundada en el interés particular, como es el de los individuos maximizadores de su sola utilidad en el caso de las doctrinas liberales discutidas en este ensayo. Avanzar en la realización de este concepto de democracia supondría la superación del egoísmo individual mediante un “proceso de educación moral de sentimientos y preferencias”, pues se entiende -con arreglo a la teoría sobre el desarrollo psicológico del individuo desarrollada por Piaget y Kohlberg y asumida por Habermas y nuestro autor- que el individualismo liberal sería una etapa aún inmadura en la formación de la conciencia ética. De este modo, la economía, en una democracia plena, debiera dejar de estar al arbitrio de interés individual, y desarrollarse conforme a intereses universales dialógicamente consensuados, es decir, debiera planificarse.

Aunque Martínez de Velasco no nos ofrece (sería imposible en tan pocas páginas) un programa económico acorde con su concepción de la democracia, cabe apreciar la fecundidad de sus ideas por la discusión efectuada de otras alternativas como la anteriormente mencionadas. Pues nuestro autor interpretaría, a su modo, la idea de justicia de Marx recusando, en general, cualquier mecanismo de redistribución de la riqueza que no se atendiese a la satisfacción de unas necesidades fundamentales comunes a las partes enfrentadas. Así, por ejemplo, el reparto del empleo mediante rotación en los puestos (en la formulación, por ejemplo, de Ormerod) es impugnada al recaer enteramente el sacrificio sobre el trabajador, que ve mermada su renta -y por tanto, sus opciones- sin una disminución equivalente de la del empresario que le paga.

¿Qué decir de todo ello? Pese a la brevedad de la obra, es imposible negar su actualidad e interés, y su notable originalidad, que aconsejan indudablemente su lectura. Ahora bien, como es natural, es también imprescindible su discusión. Pues, en realidad, es a menudo inevitable la impresión de que Luis Martínez de Velasco da por resulto precisamente aquello que con sus argumentos debiera resolver. Nuestro autor reconoce, en efecto, la condición utópica de su idea de democracia (que califica de ideal), pero propone a la vez emplearla como “vara de medir” de las democracias reales, efectivamente existentes. Pero para el lector queda descubrir los nexos que unen una y otra dimensión.

Por nuestra parte, diríamos que Martínez de Velasco, como los autores que sigue (Habermas &c.), construye su ideal democrático desarrollando algunos factores ya existentes en las democracias actuales, y omitiendo otros, causa acaso de la imperfección o degradación de éstas. Aquéllos serían los sujetos (individuos, personas) cuya educación moral (la consecución de la madurez psicológica) constituiría, para nuestro autor, la clave del tránsito a una democracia verdadera. ¿Qué lo impediría? Si nos atenemos a la exposición de Martínez de Velasco, el mayor obstáculo se encontraría en la misma oposición entre intereses intersubjetivos, y no en tanto que causada por factores impersonales (como es la escasez, en los manuales de economía), pues estos no serían por sí mismos un obstáculo ante la planificación racional (fundada en intereses universales): es la ausencia de esa racionalidad moral lo que impide el paso a formas democráticas más perfectas.

En resolución: el ideal democrático que Martínez de Velasco nos propone vale porque obedece a nuestra condición personal más madura, pero es nuestra misma incapacidad para alcanzarla la causa de que vivamos en democracias éticamente imperfectas. Pero ¿ello no nos obligaría, más bien, a sospechar de aquel ideal, de los fundamentos psicológicos en los que se sustenta su universalidad? Plantear los conflictos económicos, y la misma cuestión de la planificación, reduciéndolos a un dilema moral, que contendría en su mismo enunciado la clave de su solución ¿es otra cosa que la inversión del clásico esquema marxiano sobre base y superestructura? Tales son los interrogantes que suscita este ensayo, que a nadie a la izquierda le resultarán ajenos.

{Noviembre 1998}
{Anábasis, 2ªépoca, 1 (2000), pp.87-9}

Fernando M.Pérez Herranz, Lenguaje e intuición espacial, Instituto de Cultura Juan Gil Albert, Alicante, 1997, 270 pp. + Pedro Santana Martínez, ed., Semántica de la ficción. Una aproximación al estudio de la narrativa, Universidad de La Rioja, Logroño, 1998, 197 pp.

I. Dos libros singulares sobre semántica

Comentamos en esta reseña dos libros elaborados con absoluta independencia, publicados en el intervalo de un año y, en apariencia, temáticamente distantes. Sin embargo, diríamos que agradecen una lectura conjunta, y no solamente porque en ambos se aprecie la influencia de un mismo autor, Gustavo Bueno, sino porque las cosas mismas que en ellos se tratan lo exigen. Mostrarlo, y dar así a conocer a otros lectores ambos ensayos, es el objeto de esta reseña .

II. Semántica de la ficción

A Pedro Santana, profesor en el Dpto. de filologías modernas de la Universidad de la Rioja, le conocerán ya los lectores de El Basilisco como gramático , aunque muchos sabrán también sus de inclinaciones filosóficas, ahora desarrolladas en los dominios de la teoría literaria con su amplia contribución al libro que acaba de editar para la Universidad de La Rioja.

Semántica de la ficción se divide en dos partes: en una primera, “Teoría”, Pedro Santana nos ofrece su propia aproximación al estudio de la narrativa; la segunda comprende tres estudios sobre otras tantas obras literarias (Pretty Mouth and Green my Eyes de Salinger, Heart of Darkness de Conrad y D’entre les morts de Boileau y Narcejac) a cargo, respectivamente, de Rosario Hernando, J.Díez Cuesta y B.Sánchez Salas –estos dos últimos se ocupan además de la relación de ambas obras con las correspondientes películas de Hitchcock y Coppola, Vértigo y Apocalypse Now. Aunque se nos advierte de que estos estudios ejercitan de modo muy diverso las ideas discutidas en la primera parte por Pedro Santana, queda para el lector averiguar cómo.
En efecto, Pedro Santana no nos ofrece una Teoría acabada que podamos aplicar de inmediato, ni es esa tampoco su pretensión. Aunque se nos ofrezca como un ensayo de teoría literaria (o narratología), sus argumentos se despliegan con arreglo a un canon que se diría más bien filosófico. El capítulo primero se abre con este interrogante: “¿Qué conocimiento sobre el mundo aporta o condensa la narración?” Pero en vez respondernos con una especulación ella misma literaria, Pedro Santana recorre en las cien páginas de su ensayo algunas de las tentativas más rigurosas para dar respuesta a esta pregunta por el lado de la semántica, y particularmente los intentos de interpretar desde alguna lógica (de primer orden, modal, etc.) la estructura de la narración.

En la medida en que esta variante de la semántica, pese a su apariencia matemática, es ya de por sí bastante filosófica –como comprobará cualquiera que vaya a las obras de Frege, Quine, y otros tantos clásicos citados en este ensayo-, la operación argumental de Santana consiste, primeramente, en desbordarla desde la exploración de las mismas limitaciones de sus resultados –en los tres primeros capítulos de esta parte primera. Para superarlas, el autor nos propone no tanto prescindir de los formalismos, cuanto reinterpretar sus fundamentos filosóficos en otra clave distinta de la de los filósofos anglosajones, y recurre para ello a las ideas de conocimiento y ciencia elaboradas por otro riojano, Gustavo Bueno, a lo cual se dedican los dos capítulos finales. En todo caso, Santana no trata de aplicar sistemáticamente la teoría del cierre categorial a la literatura, cuanto de iluminar con algunas de las tesis de Bueno algunas dificultades inherentes a la propia semántica literaria. Se diría que Santana quiere reconstruir positivamente el propio concepto de literatura, siquiera sea como disciplina b-operatoria, aun cuando ello suponga intercalar la propia teoría literaria entre la lingüística y la filosofía.

Así, por una parte, la cuestión del conocimiento se analiza, de acuerdo con la vieja tesis aristotélica, como enclasamiento o clasificación que se discute, a su vez, desde sus fuentes, atendiendo a su génesis operatoria. En la medida en que la semántica discutida en este ensayo opera sobre clases algebraicas, Santana simplemente lo explicita. La novedad aparece al interpretar estas clases operatoriamente como representaciones: las representaciones resultarían de operaciones (en el sentido del facere latino) miméticas, i.e., construcciones subjetuales objetivas al modo de los símbolos en el Crátilo platónico. La normalización de estas operaciones daría lugar a ortogramas, en el sentido de Bueno.

La cuestión es obtener a partir de aquí unos mínimos elementos semánticos mediante los cuales aproximarnos al análisis literario. Santana opta más bien por interpretar directamente como ortogramas los tópicos de la tradición retórica, que le servirían como principia media a esos efectos. Así, se nos ofrece una interpretación lógica de algunos tópicos (como la metáfora o la analogía, con Peirce) donde se mostraría su articulación operatoria como ortogramas. De este modo, la representación literaria se asemejaría a otras construcciones semánticas más generales, a las que Santana se refiere como ideologías.

El conflicto entre ortogramas distintivo de las ideologías, en la medida en que éstas comprenden siempre en uno u otro grado la consideración –polémica- de otras alternativas, se reproduciría ahora en la lectura, en la interpretación literaria. La imposibilidad de una interpretación unívoca equivaldría así a la imposibilidad de una determinación plena de las operaciones conceptuales del autor de la obra por parte de su intérprete, en la medida en que ambos ejercitarían sus propios ortogramas (ideologías), como, en general, es imposible una determinación plena por parte del científico social de las operaciones de los actores estudiados. En el caso de la literatura, esta restricción se evidenciaría en la imposibilidad de reducir plenamente a la forma lógica de los tópicos su contenido semántico, contra la pretensión de tantos analistas por la misma generalidad de estos contenidos –que sería lo que más aproximase la literatura a las ideologías, en el análisis de Santana.

Hasta aquí nuestra propia reconstrucción de este análisis, y en ello radica también nuestra objeción principal: pues si uno de los aciertos de Santana es mostrarnos desde sus mismos resultados la condición especulativa de muchas tesis semánticas pretendidamente científicas –a veces tan sólo por su envoltura lógica-, otras tantas veces nos ofrece como tesis de apariencia positiva las propuestas de Gustavo Bueno, que no son tales. Este no es meramente un defecto formal que pudiera obviarse con una simple reexposición (que, desde luego, no sería como la que acabamos de ensayar): un tratamiento propiamente filosófico de las tesis semánticas nos desvelaría la metafísica que acompaña en al sombra a tantos semantistas, pero, a su vez, se nos mostrarían también aquellos aspectos del materialismo filosófico menos desarrollados, disimulados aquí por esa apariencia positiva de la que, en realidad, carecen: así la teoría materialista del lenguaje todavía está por desarrollar, y la de las ideologías (o nematologías) conoce tan solo algunos apuntes sumamente penetrantes, pero aún incompletos. No cabe, por tanto, asumirlas como doctrinas acabadas de las que se pueda partir sin equívocos, puesto que, en su formulación actual, le exigen internamente a quien las asuma su propio desarrollo. Ello no le resta fecundidad a las propuestas de Santana, pero tampoco le exime de este compromiso, más filosófico que lingüístico.

Nos parece especialmente importante, en este sentido, que elaborase lo que ahora no parece sino una yuxtaposición entre tópicos y ortogramas. Al partir de una articulación del discurso tan peculiar como es la que se nos muestra en los tópicos, Santana logra, en efecto, aproximarnos a los mecanismos mediante los que el discurso nos procura convictio, i.e., causa sus efectos y evidencia así la condición normativa distintiva de la idea de ortograma. Pero queda pendiente el análisis de esa efectividad, si es privativa de la argumentación o si lo es –acaso en distintos modos- de todo símbolo; si cabe desarrollar la teoría de la argumentación más allá de la lógica de primer orden, modal, etc.; si, a su vez, la narración, en sus distintas formas, se deja reducir sin residuo a este género de análisis...

En realidad, estas cuestiones nos devuelven a una disputa clásica, la de la relación de la Retórica aristotélica con el Organon, y la propia articulación entre las partes que lo componen. Cabría ilustrar así, la dificultad del análisis de la narratología, aunque ello suponga también un elogio de la propuesta de Pedro Santana al ubicarla entre la lingüística y la filosofía. Este sería el conflicto que apreciamos en la misma forma de sus argumentos en este ensayo, y de él no esperamos menos que nuevos textos donde dilucidarlo.

III. Lenguaje e intuición espacial

Y si en el caso anterior dábamos cuenta del regressus filosófico ejercitado por un lingüista, no menos interesante resulta el paso contrario, el de un progressus lingüístico puesto en práctica por un filósofo. A Fernando Pérez Herranz, profesor de lógica en la Universidad de Alicante, le conocen ya los lectores de El Basilisco por dos espléndidos trabajos suyos extraídos de su Tesis doctoral , que sería deseable que conociese pronto una publicación íntegra en papel, pues sin duda es una de las más sobresalientes –y, afortunadamente, no la única- de las elaboradas en el entorno ovetense durante esta última década.

Fernando Pérez Herranz enseña lógica en la Universidad de Alicante y fruto de esta docencia son ya dos manuales , a los que se suma ahora, en apariencia, un tercero. Sólo en apariencia, pues, pese a la disposición de sus contenidos, Lenguaje e intuición espacial no es solamente una introducción a los conceptos elementales de la topología diferencial y a su aplicación al estudio de la semántica, aunque también lo sea. De sus siete capítulos, tres (los dos primeros y el cuarto) están dedicados a dotar al lector de unos rudimentos de topología que le permitan afrontar la lectura de los tres últimos, dedicados íntegramente al estudio de la semántica elaborada por Jean Petitot a partir de la teoría de las singularidades (o catástrofes) de René Thom.

Aunque ciertamente es imposible abreviar en estos seis capítulos una teoría tan compleja como la de Thom-Petitot, el lector podrá servirse con provecho de los ejercicios incluidos por Pérez Herranz al final de cada capítulo para, al menos, apreciar el alcance de las tesis de ambos autores. A la dificultad matemática de la teoría de las catástrofes va muchas veces asociada una notable oscuridad filosófica -propiciada, en parte, por el propio discurso de Thom-, pero la solvencia en ambos campos de Fernando Pérez Herranz hace de Lenguaje e intuición espacial una obra indispensable para poder iniciarse en la revolución topológica que Thom propone para las ciencias lingüísticas y la filosofía del lenguaje (que en español se suma ya, no lo olvidemos, a las pioneras de López García). Y si en Semántica de la ficción el lingüista volvía sobre la filosofía en una perspectiva algebraica, aquí el filósofo ilustrará con numerosos ejemplos literarios (poemas de L.Rosales, V.Aleixandre, etc.) el rendimiento que la semántica topológica puede dar en su análisis. De ahí el interés de conjugar la lectura de ambas obras (y animamos a sus autores a enfrentarlas).

Pero el argumento de la obra no se agota en estos cinco capítulos: si en el caso anterior le objetábamos al lingüista su disimulo filosófico, también se lo reprocharemos ahora al filósofo. Pese a la apariencia positiva de los capítulos topológicos, se oculta entre ellos un tercero (“Uni- y n-dimensional”), donde sumariamente se expone toda una filosofía de la lógica, que tiene su fuente en Gustavo Bueno, y encontramos además –en sus siete últimas páginas- un argumento originalísimo debido al propio Pérez Herranz sobre la condición topológica de la lógica. La tesis que se pretende probar dice así:

“Considerando el teorema de Boole, que desarrolla la fórmula de Taylor bajo la ley del índice x = x2, se demuestra, por tanto, que la lógica pertenece a un despliegue de codimensión cero y que, por consiguiente, no se mueve en ninguna dirección espacial”

Este análisis se apoya en el uso que Boole le dio a la fórmula de Taylor-McLaurin en la sección V de El análisis matemático de la lógica. Éste ha sido ya reiteradamente comentado, en una perspectiva gnoseológica materialista, por Julián Velarde con objeto de ilustrar las diferencias entre el modus operandi de lógica y el de la matemática -atendiendo aquí a las indicaciones de Gustavo Bueno. La novedad que aporta Pérez Herranz radica en la interpretación topológica de este uso booleano, y las consecuencias gnoseológicas sobre la naturaleza geométrica de la lógica que así obtiene. Merece la pena comentarla.

IV. Lógica y topología, según Pérez Herranz

Boole, como muy bien apunta Pérez Herranz, apelaba al teorema de McLaurin con objeto de desarrollar funcionalmente su análisis ecuacional de las proposiciones. La apelación es muy abrupta, pues Boole, ya es sabido, no da otra justificación de la introducción del método de McLaurin que la misma importancia de sus resultados. Los comentaristas, que sepamos, no han ido mucho más allá en este análisis, aunque coinciden en señalar la importancia de la ley del índice en la interpretación de la fórmula de Taylor-McLaurin, para poder obtener de ella como resultados los dos valores del universo booleano. Tal es el eje de las lecturas de Velarde y Pérez Herranz

La interpretación gnoseológica materialista que Julián Velarde nos ha ofrecido del proceder de Boole se apoya en el análisis de los símbolos con los que éste opera: de la ley del índice cabría obtener ecuaciones sin sentido lógico donde se mostraría, según Velarde, que en el sistema de Boole la suma no tendría el carácter aditivo de la aritmética, pese a la apariencia de las expresiones empleadas. Por tanto, sería también una falsa adición la que se nos daría entre los términos de la fórmula de Taylor-McLaurin, planteándose así el desafío filosófico de explicar sus usos -puesto que su efectividad lógica es innegable.

Velarde ha propuesto sencillamente el retirarle su condición matemática (aritmética) al uso booleano de la fórmula: “lo que hay es una ‘trampa’”. La apariencia matemática resultaría de la confusión en la interpretación de los símbolos que compondrían los términos “sumados”, pues la totalización implícita en la operación aritmética suma no es la misma que en la suma lógica que Boole efectúa, pues en este caso el término resultante -la x, pongamos- sería de nuevo el que aparecía en los “sumandos”, pues en estos las diferencias (entre x2 y x3, por ejemplo, presentes en los términos tercero y cuarto) se anularían en virtud de la ley del índice ( pues x3 = x(x2) y como x2= x, x3= x2 = x). De acuerdo con la distinción de Bueno, Velarde entiende que la totalización aritmética sería atributiva, y la lógica, por su parte, sería una totalización distributiva.

Pues bien, en que la ley del índice nos permite reducir, como antes mostramos, toda potencia de x a x2 (y ésta, a su vez, a x), cabría interpretar, según Pérez Herranz, que las funciones electivas, en tanto que desarrolladas con arreglo a esta ley mediante la fórmula de Taylor-McLaurin, definirían conjuntos de dimensión cero si las interpretamos geométricamente en el espacio jet de los polinomios de la forma px2+qx3+rx4, puesto que cabría reducir esta expresión precisamente a x2 si p≠0.

Con esto obtendríamos, según Pérez Herranz, un argumento en favor de la teoría autogórica de la lógica defendida por Bueno. Las operaciones del lógico (las relaciones que obtiene) se explicarían atendiendo a la materialidad de los símbolos con los que opera: el significante tipográfico sería indispensable para la constitución del propio significado de los símbolos, i.e., de las relaciones distintivas de la lógica, puesto que las operaciones que con ellos se efectúan nos remiten internamente a identidades constituidas a la escala tipográfica (a=a). Pero, a su vez, la percepción de esta identidad (de la significación de este símbolo) resulta entonces indisociable de la propia constitución del significante, de modo que a se leerá como una constante y nos será una simple mancha de tinta en el papel. A partir de aquí, sostiene Bueno, cabría interpretar, mediante ulteriores desarrollos, la condición lógica, que no matemática, de la ley del índice.

Pues bien, puesto que en la disposición tipográfica de los símbolos sobre el papel se nos mostraría su significación lógica, Pérez Herranz se propone descubrirnos la topología de esta disposición morfológica representando geométricamente (el despliegue de codimensión cero) lo que estaría contenido en ejercicio en la ley del índice. Así, cabría analizar el esquema causal con arreglo al que se constituyen, como acabamos de ver, el significante y el significado de los símbolos lógicos atendiendo a la configuración geométrica en la cual se desenvuelven nuestras operaciones con ellos. De este modo, la teoría de Thom-Petitot sobre la semántica nos serviría para desarrollar los breves apuntes sobre la significación que subyacen a la concepción materialista de la lógica elaborada por Bueno. Y este capítulo filosófico de Lenguaje e intuición espacial se nos mostraría, al fin, como parte de las tesis sobre topología y semántica expuestas en los otros seis capítulos de la obra.

El apunte contenido en esta siete páginas es el objeto de un ensayo más extenso que actualmente prepara Fernando Pérez Herranz, del que con seguridad cabe esperar lo mejor. Sin embargo, las dificultades no son menores. En primer lugar, porque la interpretación que nos propone se apoya en una identidad que quizá sea aparente: la semejanza entre las expresiones que definen el germen topológico x2 y se encuentran en la ley del índice no debiera ocultarnos que la variable x que aparece en ésta se define sobre A={0,1}. En A cabe definir una topología muy elemental T = {Æ,{0},{1},{0,1}}, tal que (A,T) se convierta en un espacio topológico donde quepa definir nociones como entorno, continuidad, límite o derivada de la función dada. Pero la interpretación geométrica que nos propone Pérez Herranz se desdibuja, pues no cabe obtener en (A,T) las funciones que cabe aproximar mediante x2 en el espacio-jet mencionado.

Por otra parte, ¿cabe interpretar la identidad expresada en la ley del índice como modelo isológico distributivo de cualquier relación lógica o no sería sino un caso general de idempotencia? Haría falta decidir si esta intuición de Boole es algo más que un artificio o si es pieza indispensable para la comprensión de toda lógica., y quizá fuese de interés, en este sentido, que Pérez Herranz intentase probarnos este resultado topológico a partir de otros teoremas lógicos. Pues, en general, no podemos evitar la impresión de que su interpretación geométrica de la unidimensionalidad de las construcciones lógicas se apoya más en el carácter autogórico de estos símbolos, común a lógica y matemáticas, que en las disposiciones operatorios que distinguen ambas (que, por cierto, nos exigen la tridimensionalidad, respecto a la cual la bidimensionalidad del papel o la unidimensionalidad de las fórmulas serían más bien construcciones). En todo caso, de los trabajos de Pérez Herranz, cabe esperar soluciones que anularán, sin duda, todos estos interrogantes.

V. La semántica: entre lingüistas y filósofos

La lectura de estos dos ensayos permite, por último, alguna observación epilogal sobre el carácter oscilante de la semántica: si el lingüista-filósofo Pedro Santana se veía obligado a regresar sobre una teoría general de las operaciones para eludir las dificultades de aproximaciones pretendidamente positivas (pero no demasiado eficientes) como las de la lógica, el filósofo-lingüista Pérez Herranz nos propone interpretar la constitución de ese espacio apotético en el que se despliegan nuestras operaciones a partir de la teoría topológica de Thom y, de este modo, interpretar la teoría del lenguaje expuesta en el Crátilo a partir de la mímesis morfológica. I.e., si Santana iba sobre los ortogramas mismos, Pérez Herranz regresa sobre su contexto determinante. Lo que se aprecia en ambos casos es que, al tratar así la semántica, nos alejamos de la dimensión sintáctica a partir de la cual suelen considerar los lingüistas el análisis del discurso, a la cual nuestros dos autores se aproximan sólo en forma parcial. Con todo, se diría por el contenido de ambos ensayos que esta relación sintaxis/semántica tiene algo de dioscúrica, y en parte ello podría explicar la peculiaridad del género argumental que Santana y Pérez Herranz cultivan, creemos que con enorme acierto.

{Marzo 1999}
José María Rosales, Política cívica. La experiencia de la ciudadanía en la democracia liberal, Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, 285 páginas. Prólogo de José Rubio Carracedo.

El Centro de Estudios Políticos y Constitucionales acaba de editar -en su ya extensa colección “Cuadernos y debates”- Política cívica, de José María Rosales, profesor del área de filosofía moral y política en la Universidad de Málaga. Es esta una obra de enorme ambición filosófica, al menos si consideramos el alcance (académico y mundano) de las tesis que en ella se argumentan: se trata de reivindicar un liberalismo articulado sobre la idea de ciudadanía, mostrando como aquél es, a su vez, indisociable de nuestra concepción de la democracia, y permite interpretarla, además, en un sentido reformista.

El argumento de Política Cívica se despliega, por así decir, en dos partes (ocho capítulos), a las que se suma un capítulo inicial de carácter metodológico, imprescindible, creemos, para comprender el desarrollo de la obra. Allí se afirma, por ejemplo, que la política es lenguaje y el lenguaje es política, y esto le servirá a Rosales, en primer lugar, para señalar los dominios de la filosofía política respecto a los de la ciencia política, por una parte, y respecto a la política mundana, por otra. Así, ésta se definirá como actividad deliberativa de los ciudadanos en la esfera pública acerca del interés común. A su vez, el carácter contextual, contingente, de estas deliberaciones imposibilita, según Rosales, una definición unívoca de los conceptos que en ella aparecen: estas definiciones serían siempre convencionales, valorativas, y en consecuencia admitirán un tratamiento filosófico (“el lenguaje corriente sometido a una disciplina de precisión conceptual”, (p.31)) antes que científico.

Esto explica buena parte de la construcción argumental de Política cívica, puesto que si de conceptos se trata, es comprensible que el autor recurra a la idea de paradigma –tomada de Kuhn- para explicar, por un lado, su articulación, y por otro, el cambio conceptual, la misma Historia política. En efecto, los cuatro capítulos que componen la primera parte de Política cívica se dedican a trazar una genealogía de la noción liberal de ciudadanía desde sus orígenes griegos y, especialmente, medievales. El alcance de esta empresa exegética se nos muestra en los tres últimos capítulos (el sexto hace las veces de gozne entre éstos y los anteriores), donde Rosales intenta soldar democracia y liberalismo sobre este concepto de ciudadanía.

Más allá de su precisión conceptual, es imposible dejar de advertir las consecuencias mundanas de este experimento argumental, puesto que el interés de Política cívica no es, según su autor, meramente académico. Partiendo de la concepción deliberativa de la política a la que antes nos referíamos, Rosales nos indica cómo la “interpretación y reinterpretación” de nuestra experiencia democrática ofrece, de hecho, nuevos rumbos a la nave del Estado y, en este sentido, su aportación consistiría –creemos- en ofrecer una alternativa (interna) al neoliberalismo, basada en una lectura de la tradición liberal que antepone la ciudadanía al mercado.

Cabe apreciar, en efecto, dos registros argumentales diferenciados, correspondientes a esta doble dimensión de la obra: así, en la primera parte, se nos ofrece un análisis erudito de los antecedentes de esa tradición liberal, intentando mostrar su carácter originalmente cívico a partir de citas de los mismo clásicos; en la segunda, éstas decrecen y aparecen, en cambio, innumerables referencias a las disputas más actuales (desde Le Monde Diplomatique al escándalo Whitewater), acaso para que los conceptos de liberalismo y democracia queden soldados sobre los dilemas que se nos ofrecen en éste, contribuyendo de algún modo a su resolución.

El núcleo de la “propuesta discursiva” de Rosales se encuentra en la segunda parte de Política Cïvica: así, en el capítulo VII se discute la demarcación de liberalismo y neoliberalismo, defendiendo su “heterogeneidad irreductible de carácter normativo y pragmático”: el énfasis liberal en la igualdad de oportunidades como clave en el concepto de ciudadanía exigiría políticas redistributivas y una regulación estatal de los mercados, siquiera en un grado mínimo, inaceptables en cualquier caso para el neoliberal. Esta concepción de la ciudadanía se desarrolla en el capítulo VIII, a través de la figura del “contrato universalizable de derechos”, mediante la cual se pretende interpretar (a la vez que orientar) el desarrollo de los Estados democráticos desde sus mismo orígenes. En el IX y final, se discute la cuestión del pluralismo, i.e., los dilemas que actualmente plantea a nuestras democracias la extensión de este contrato de ciudadanía, por una parte, y el deficit de participación, por otra.

Sin embargo, creemos que la parte conceptualmente más original de este ensayo es la primera, donde se analiza la formación de la tradición liberal que el autor reivindica. En efecto, se trataría de mostrar cómo la idea de liberalismo propuesta en la segunda no es una mera construcción ad hoc. Para ello, se intenta trazar una genealogía de la constelación conceptual articulada en torno a su concepción del liberalismo.

Así, el capítulo II se refiere a las fuentes del contractualismo que articula su propia propuesta de ciudadanía: Rosales reivindica una tradición que se remontaría al voluntarismo de Hobbes (por oposición al iusnaturalismo), que pondría el origen de la asociación politica en el acuerdo racional de la ciudadaní, si bien Rosales rectificaría, con Arendt, a Hobbes en lo que al ejercicio del poder se refiere, optando por el pluralismo contra el poder único e indivisible del Leviathan. El capítulo III trata de los orígenes medievales del concepto de autoridad política, tratando de ver en germen la constitución de un orden autónomo respecto a la divinidad, de cuyo desarrollo surgiría la tradición contractualista que Rosales reivindica. Para ilustrar este proceso, comenta algunas obras de teólogos católicos (Santo Tomás, Juan de Salisbury, Ockham, etc.), más el “cambio de paradigma” operado por la Reforma, que origina la aparición de una pluralidad de discursos teológicos, fundamento a su vez de otros tantos discursos políticos. De la secularización subsiguiente resultaría el contractualismo moderno. El capítulo IV se ocupa precisamente de las Revoluciones inglesa y americana, puesto que en aquélla la lucha por la libertad religiosa abre el paso a otros derechos de ciudadanía; la moderna tradición republicana se busca, a su vez, en el constitucionalismo estadounidense. A partir de aquí, los capítulos Vy VI entran ya en los conceptos de ciudadanía y representación, incorporando análisis de Maquiavelo y Rousseau, así como del federalismo estadounidense. No cabe pedirle más a 140 páginas.

Política cívica es, en suma, un ensayo muy estimable por muy diversos conceptos: nos parece de mucho interés un tratamiento en perspectiva de la tradición liberal, como el que aquí se nos ofrece, y es particularmente acertado el intento de recuperar las fuentes medievales de las que parten muchas disputas modernas; resulta muy atractivo, por otra parte, su aspecto polémico, y en especial que el autor argumente en primera persona, sin refugiarse en la exégesis, que por lo demás –en especial, en la parte segunda- no se ignora.

Cabe discrepar, sin embargo, en cuanto a otros aspectos del ensayo: es obligado discutir, en primer lugar, la precisión conceptual de algunos de sus desarrollos. En general, cabría decir que si se trata de Historia de las ideas se trata, como ocurre en toda la primera parte, es importante establecer los nexos que median entre unas y otras para que el “cambio de paradigma” no resulte un deus ex machina (o no caer en anacronismos) ¿cómo se pudo pasar, por ejemplo, de la tradición milenaria del agustinismo político (o en general, la teocracia papal) a la constitución de un orden político autónomo? Si se pretende, por ejemplo, que hay un germen secular (el legado de Aristóteles o Ciceron) en la teología católica, a partir del cual explicaríamos el origen de la Modernidad política, ¿cómo explicar, a su vez, que algo tan alejado del siglo, en el orden de las ideas, como la libertad religiosa, pudiese llevar en el XVII al constitucionalismo moderno (pp.101-105)?

Probablemente esto tenga que ver con el postulado metodológico antes apuntado: es discutible que la política sea exclusivamente lenguaje (o en particular, deliberación) pero, en todo, caso, si se quiere tratar diacrónicamente el discurso político, debiera explicarse cómo (por qué) algunas “interpretaciones” prevalecen sobre otras: por ejemplo, por qué el neoliberalismo se impone a la tradición liberal reivindicada por el autor (máxime cuando se dice que la expansión del capitalismo “procede con independencia de teorías políticas o ideologías”, (pág. 192)). No es sólo un requisito historiográfico, pues también sería útil, filosóficamente, para entender cómo se puede dar el paso de una “propuesta discursiva” (la de este libro) a una propuesta materialmente política.

{Con Marta García Alonso, abril 1999}
{Éndoxa 13 (2000), pp. 255-258}
Jesús P. Zamora Bonilla, Mentiras a medias. Unas investigaciones sobre el programa de la verosimilitud. Madrid: UAM Ediciones, 1996, 239 pp.

Jesús Zamora Bonilla, profesor de la Universidad Carlos III (Madrid), es un autor bien conocido para el lector de Theoria por sus publicaciones en filosofìa general de las ciencias y en filosofía de la economía. Sólo su distribuidora es culpable de que muchos lectores ignoren aún el primer libro de Zamora, Mentiras a medias, un amplio estudio de la idea de verosimilitud que incluye, además, una propuesta original del autor en la que se encuentra el núcleo del que es ahora su proyecto filosófico. El trabajo en epistemología general de las ciencias que aquí presentamos se articula, en efecto, con sus aportaciones a la economía de la ciencia (e.g., Theoria 14: 36 (1999)) y a la propia reconstrucción racional de la metodología económica (e.g., Journal of Economic Methodology 6: 3 (1999)). No está de más, por tanto, el volver sobre los fundamentos de este proyecto, pues, como es sabido, no son pocas las dificultades que ofrece el concepto de verosimilitud.

Las dos primeras partes de Mentiras a medias contienen una exposición de la concepción original de Popper y su recepción (caps.I y II), así como de sus principales desarrollos. Así, en el tercer capítulo aparecen enumeradas las distintas fórmulas lógicas propuestas para definir la verosimilitud entre 1970 y 1990 y sus dificultades, con la excepción de la de Niiniluoto, de la que trata el capítulo IV (“El enfoque sintáctico de la similaridad”). El capítulo quinto nos presenta, por último, la aproximación semántica a la verosimilitud iniciada por Hilpinen, Miller y Kuipers, éste ya en clave estructuralista. El análisis que Zamora nos ofrece es, obviamente, formal, aunque amable con el lector, y amplía considerablemente otras introducciones disponibles en nuestro idioma, de lo que sin duda podrán aprovecharse tanto el estudiante como el lector curioso. A esto se añade además la ayuda inestimable que ofrece su índice analítico.

Pero hay más, desde luego. Como apuntábamos antes, la tercera parte de la obra contiene una aportación original de Jesús Zamora al debate sobre la verosimilitud, que se suma, entre otras, a las de filósofos españoles como M.A.Quintanilla, J.Sanmartín, y A.Rivadulla, entre otros -comentadas, por cierto, en la obra. Así, en el capítulo VI Zamora enfrenta las dificultades más generales que encuentra el concepto de verosimilitud, exponiendo sus propias opciones. Con Lakatos, Zamora nos recuerda que la verosimilitud adquire su auténtico sentido filósofico (el que ya tenía en Popper) si nos permite reconstruir racionalmente ciertos aspectos de la actividad de los científicos, como el mismo progreso de las ciencias. Puesto que el rigor lógico de las definiciones expuestas en la segunda parte de la obra dificulta esa posible reconstrucción, Zamora opta por una reformulación netamente probabilística de la verosimilitud (cap.VII), ponderando la semejanza de una teoría con la evidencia empírica disponible (la probabilidad de que la verdad de ambos conjuntos de enunciados coincidad) con el rigor de esta Evidencia (el inverso de su probabilidad).

Por otra parte, respecto a los problemas epistemológicos que plantea la verosimilitud (su relación con la verdad, la incomensurabilidad interteórica, etc.), Zamora nos propone adscribir siempre el concepto a una comunidad científica en particular, al modo de Moulines, puesto que la semejanza (núcleo de su definición) siempre supondría la perspectiva de un observador. La verosimilitud se referiría, por tanto, al grado (subjetivo) en que una comunidad científica estima que una teoría se aproxima a la verdad. Si el concepto de verosimilitud propuesto permite reconstruir, y aun predecir, estas estimaciones, se tendrá por correcto, señala Zamora.

En este sentido, Mentiras a medias tendría un carácter preambular: en él se nos ofrece ya una muestra del rendimiento teórico del concepto propuesto, pues con él se pueden derivar un buen número de propiedades epistemológicamente interesantes, pero el propio autor nos indica que su efectividad deberá mostrarse analizando casos concretos (pág.221). Zamora dedicamente el capítulo octavo y último del libro a discutir el alcance filosófico de su aportación, donde se nos presenta, diríamos, como una actualización del racionalismo crítico frente al sociologismo.

Obviamente, sólo cabrá evaluar estas pretensiones a la luz de su propio desarrollo empírico. Sin embargo, concluida la lectura, aparecen algunos interrogantes en apariencia difíciles de contestar desde sus páginas. Pues si con el concepto de verosimilitud propuesto se evitan dificultades formales, nada se nos dice de sus posibles inconvenientes probabilísticos. Si se reconoce, por ejemplo, que “algo anda mal en la teoría popperiana de la probabilidad” (p.179 n.), ante las paradojas que da lugar la interpretación de proposiciones veritativas en dominios de instanciación infinitos, no se explica, en cambio, qué técnicas (¿bayesianas?) nos permitirán estimar el concepto de semejanza.

Puesto que se nos presenta como alternativa al sociologismo, no debemos olvidar, además, que la clásica obra de Bloor Conocimiento e imaginario social parte, entre otras, de las dificultades de la epistemología probabilista de Mary Hesse (véase la página 241 de la edición española sobre el finitismo) con la interpretación popperiana de la probabilidad. Y recordemos también que contamos ya con estudios externalistas que “amenazan” la misma integridad epistemológica de las probabilidades (v.gr. el Cognition as Intuitive Statistics (1987) de Gerd Gigerenzer y D.J.Murray), o al menos, nos previenen contra cualquier interpretación ingenua de su dimensión cognoscitiva: ¿por qué, en efecto, tendríamos que asimilar racionalmente la adquisición de conocimientos a un proceso probabilístico (definir las mentiras por las medias), sin pedir el principio, i.e., que la racionalidad consistiera en la propia definición matemática del cálculo de probabilidades?

En realidad, Jesus Zamora no ignora estas dificultades y otras muchas, pues, como decíamos antes, el suyo es un proyecto filosófico en marcha y aplica la teoría de la verosimilitud al análisis filosófico de la economía en constante debate con economistas (que a menudo también son filósofos, como señaladamente Juan Carlos García-Bermejo y Juan Urrutia). Del desarrollo de sus trabajos cabe esperar no sólo respuestas, sino también nuevas y fecundas preguntas.

{Febrero 2000}
{Theoria 39 (2000), 245-247}
Pablo Huerga, La ciencia en la encrucijada. Oviedo: Pentalfa, 1999, 655 pp.

Comentábamos, en un número anterior de Empiria, la aparición de la versión española del libro de David Bloor Conocimiento e imaginario social, acusada algunas veces de idealismo por otros tantos críticos de su sociología de la ciencia. Le toca ahora el turno al materialismo, pues acaba de aparecer La ciencia en la encrucijada, un extenso análisis de una de las obras emblemáticas de la sociología marxista de las ciencias, Las raíces socioeconómicas de la mecánica de Newton, la ponencia presentada por Boris Hessen en el Segundo Congreso Internacional de Historia de la Ciencia y la Tecnología celebrado en Londres, en 1931.

Como muchos ya sabrán, Hessen formuló sus tesis aplicando al análisis de la obra de Newton, y en particular a sus Principia, los principios del materialismo marxista: se trataba de establecer los factores económicos y sociales a partir de los cuales se gestó, explicando a partir de aquí sus logros y, especialmente, sus defectos. La influencia de Hessen es tan amplia como difusa, pues son muchos (y muy ilustres) los que defendieron o atacaron sus tesis: baste mencionar a A.R.Hall, R.K.Merton, S.Toulmin o G.Basalla, pero tampoco dejará de recordar a Hessen el lector de Leviathan and the Air Pump. Considerando la falta de estudios españoles sobre Hessen, no podrá dudarse del interés de un análisis como el que Pablo Huerga emprende en La ciencia en la encrucijada, que tiene además el aliciente de ofrecer en un extenso apéndice, de casi 200 páginas, la traducción de numerosos textos de Hessen hasta ahora inéditos en nuestra lengua, más una versión anotada de Las raíces.....y un apunte sobre su biografía.

Conviene advertir, sin embargo, que el propósito de Huerga no es filológico o erudito: pretende más bien polemizar con Hessen a partir de un análisis filosófico de su obra, oponiendo a sus tesis las de la filosofía de la ciencia también materialista de Gustavo Bueno. Así, por una parte, se interpretan y critican los fundamentos filosóficos de la idea de ciencia ejercitada por Hessen desde sus fuentes en la obra de Engels y el marxismo soviético; a ello se dedican principalmente los cinco primeros capítulos y los cuatro últimos. Por otra parte, Huerga ensaya una interpretación alternativa de los materiales analizados en la ponencia de Hessen, intentando mostrar que su crítica no se refiere a una mera disparidad de opinión sobre qué se entiende por materialismo: se trata de explicar la condición filosófica o sociológica de la mecánica de Newton. De esto se ocupa la parte central de la obra, los diez capítulos restantes.

De los cinco epígrafes de la ponencia de Hessen, Huerga se concentra en la parte que se refiere al credo teológico de Newton, en la medida en que aquí se apreciarían los compromisos sociales del autor -a través de su asociación con los latitudinarios, etc.-, como las servidumbres de su mecánica, principalmente a través de su concepción de la materia. Si bien disponemos ya de un buen número de estudios sobre los nexos entre ciencia, religión y política en la Inglaterra del XVII, no ocurre lo mismo con la obra teológica de Newton, pese a que su volumen supera ampliamente al de sus escritos científicos.

El aspecto más original del análisis de Huerga se refiere, por tanto, a la intersección de teología y física, atendiendo en particular a los Principia y la Óptica, vindicando la concepción newtoniana de la materia contra Hessen. Se trata de uno de los más antiguos motivos de la sociología del conocimiento, al menos desde Durkheim: la analogía entre el orden social y el orden del cosmos. Así como el monarca exige plena sumisión a sus subditos, el Dios omnipotente de Newton sólo admitiría una materia absolutamente pasiva. Esta vendría a ser la interpretación de Hessen, que defendió contra Newton el materialismo cartesiano.

Huerga, en cambio, y con independencia de las intenciones manifestadas por Newton, relativizaría esta pretendida inactividad de la materia, atendiendo, por un lado, a su concepción de la inercia, y por otro, a la misma sumisión divina a las leyes de la mecánica, que restringiría su omnipotencia. Sin embargo, diríamos que Huerga insiste más en la vertiente apagógica de sus argumentos (i.e, mostrar que el materialismo cartesiano no era lo que Hessen pretendía), que en probar positivamente sus tesis, lo cual dificultará, sin duda, su aceptación, considerando su originalidad. En principio, porque Newton se ocupó de la materia, antes y después de los Principia, en contextos no exclusivamente mecánicos (v.g., al tratar de fenómenos químicos, eléctricos, ópticos, etc.), donde los corpúsculos aparecen animados por “principios secretos de insociabilidad”, “naturalezas incorpóreas”, etc. Nuestro autor, desde luego, no lo ignora: quizá restrinja simplemente su análisis al dominio de los Principia (y acaso a ciertas partes de la Óptica), donde estas expresiones no aparecen. Pero, en general, poco se dice sobre la materia, y tampoco mucho sobre Dios.

La paradoja de esta interpretación de Huerga es que se interpreta a Newton allí donde permanece más silencioso: si el Dios omnipotente del Escolio General de los Principia no puede ejercer su dominio sobre las leyes de la mecánica, cambiándolas, ¿por qué debemos interpretar esta aparente contradicción en términos de una subversión filosófica de la idea de Dios (tomándolo como la natura naturans spinoziana (pág.308)) y no, más bien, como un simple residuo teológico extraviado en los dominios de la física (pág.228)? Y si se trata del Dios de los filósofos y los teólogos, ¿cuál es la teología de Newton, más allá de su obra científica?

Se echa de menos, por último, puesto que de Hessen se trata, alguna consideración sobre los dilemas que plantea explicar los orígenes tecnológicos de las tesis de los Principia, o su interpretación política, si alguna cabe. Pero ello se ve compensado, por otra parte, con un buen número de análisis sobre distintos aspectos de la teoría marxista y su desarrollo soviético, sobre los que aquí no podemos extendernos, pero que no dudamos en recomendar, avalado como está por la autoridad de Serguei Kara-Murza, autor del prólogo.

El panorama de la filosofía y la sociología de las ciencias en España se ve enriquecido, en suma, una obra valiosa, que nos introduce en la vida y la obra de Hessen, a la vez que en algunas de las disputas más vivas de nuestro tiempo.

{Marzo 1999}
{Empiria 2 (1999), pp. 283-4}
Antonio Escohotado, Caos y Orden, Madrid: Espasa, 1999, 390 pp.

Premio Espasa de Ensayo 1999 y cinco ediciones en poco más de seis meses: pocos libros pueden compararse a Caos y Orden en su arrollador éxito «de crítica y público». Es probable que muchos lectores de esta reseña conozcan ya el libro y, sin embargo, creemos que vale la pena volver de nuevo sobre su contenido, siquiera sea para intentar explicar por qué despierta tanto interés. No es, desde luego, evidente, si consideramos que se abre con una primera parte (seis capítulos) dedicada a la exposición del «cambio de paradigma» que produjo la teoría del caos, es decir, a una disquisición filosófica sobre la posibilidad de predecir el «orden del cosmos» (desde las partículas elementales a los cuerpos negros) apoyada en conceptos muy alejados de los actuales programas científicos del Bachillerato (atractores extraños o estructuras disipativas, por ejemplo).

Por el afán pedagógico de Escohotado, podemos suponer que muchos lectores se toparán por vez primera con estos conceptos en su libro, y quizá en ello se encuentre una de las claves de su éxito. Pues si la cultura científica del lector de Escohotado fuese algo más sólida, quizá su reacción hubiese sido más parecida a la de Antonio Fernández-Rañada: «Al leer el libro fui marcando en el margen los lugares donde había imprecisiones, despistes o errores de bulto. Dejé de hacerlo al llegar a las sesenta marcas» . Si pensamos que esta primera parte ocupa 127 páginas, la media de equívoco por página no deja en buen lugar como divulgador a Escohotado, pese a que él mismo invocase a Sokal y Bricmont para mostrar «hasta que punto la jerga técnico-científica sirve hoy para velar una falta de nociones precisas, envolviendo banalidades e incoherencias en un abstruso ropaje de seudo-información» (p.22).

Pese a todo, y por paradójico que resulte, el libro no pierde interés. Pues el objeto de estas 127 primeras páginas es mostrar –algo enrevesadamente, eso sí– cómo el indeterminismo es parte de la imagen de la Naturaleza en la física actual, cosa que cabe conceder, desde luego. Tampoco son necesarias muchas más precisiones, creemos, pues en la segunda y última parte de la obra sólo encontramos los conceptos expuestos en la primera ocasionalmente, a modo de metáforas que a menudo el lector podrá captar sin necesidad de volver sobre los capítulos anteriores. En realidad, la tesis del libro admite una formulación sencilla: así como la física clásica, con Newton, nos ofrecía una imagen determinista y pasiva de la Naturaleza (la materia) que, analógicamente, serviría de fundamento para el absolutismo político, la teoría del caos nos exigiría, según Escohotado, «asumir el cambio de paradigma a nivel político y ético» (p.126), proyectando esta nueva imagen del cosmos en nuestras sociedades.

La analogía no es nueva. Durante el siglo XVIII, abundaban los partidarios de extender las ideas de Newton a los dominios de la sociedad (siendo ocasionalmente denunciados en un tono cercano al que hoy emplea Sokal, según advierte F.Lefebvre). Dos de las obras fundacionales de la moderna sociología de la ciencia tienen, precisamente, este objeto: de 1903 data el clásico ensayo de Durkheim y Mauss sobre algunas formas primitivas de clasificación, donde se intentaba mostrar cómo en el orden del cosmos se proyectaba la organización de la sociedad; en 1931, Boris Hessen presentaba su famosa ponencia sobre las raíces socioeconómicas de la mecánica de Newton, en la que se pretendía poner de manifiesto cómo las opciones ideológicas (en particular, teológicas) del autor de los Principia determinaban la concepción de la materia en su mecánica. En sentido inverso, podría decirse que la física social de Comte constituía la expresión más acabada del newtonianismo moral. Del mismo modo, la sociología de Jesús Ibáñez podría interpretarse como física social de segundo orden, según indicó alguna vez Emmánuel Lizcano, y en ella encontramos, desde luego, la traslación sociológica más acabada de esos mismos principios caóticos que ahora invoca Escohotado.

A diferencia de Ibáñez, nuestro autor no pretende construir una teoría sociológica, sino dotar de un fundamento filosófico a una serie de propuestas políticas ya esbozadas anteriormente . A estos efectos, se trataría de mostrar, en primer lugar, que el fracaso del marxismo como proyecto revolucionario es consecuencia de su inspiración determinista, según el ideal de Newton. Así, el fracaso de la Revolución soviética se explicaría (caps. VIII y IX) por una voluntad de planificación ignorante de la naturaleza indeterminista de la evolución social. A modo de contraejemplo, la imposibilidad de predecir los fenómenos sociales se nos mostraría claramente en los mercados financieros («un prototipo de sistema volátil que concentra buena parte de la inventiva contemporánea»), analizados mediante las nuevas herramientas caóticas (caps. X y XI). A partir de aquí, en los siete capítulos restantes, Escohotado nos propondrá las líneas maestras de su propia concepción de la sociedad (más allá, se nos advierte, de la oposición entre izquierda y derecha [p.230]).

Así, puesto que el progreso sería un resultado del propio despliegue de la libertad (la impredecible espontaneidad), el libertario debería aceptar el ejercicio posibilista del poder (en particular, el Estado: pp.227-ss). El Derecho aparece así como «instrumento del control sobre el control» (p.278), adecuadamente dotado de una policía judicial. En consecuencia, debieran eliminarse los demás cuerpos policiales, y el propio ejército, pues quizá las armas atómicas (p.233) bastasen para garantizar la paz en un mundo en el que ya sólo estaría seriamente amenazada por el fundamentalismo islámico. En todo caso, el Estado debiera perder muchas de sus actuales competencias: la descentralización sería la vía regia para el desarrollo de la libertad, y en particular, para la resolución de los conflictos nacionalistas. En un mercado mundial, las naciones serían libres de escindirse constituyendo sus propios Estados, como en general, cualquier grupo (pp.255-6). En virtud de este mismo principio, debiera restringirse la acción del Estado y los partidos, a favor del mandato imperativo de los representantes populares y el referéndum como mecanismo preferente de decisión política (gracias a las amplias posibilidades que ofrecen las redes electrónicas de comunicación), tal y como propugna el Partido Radical italiano.

¿No serán estas propuestas la auténtica clave del éxito de Caos y orden? Podría ser, pero si el atractivo de la parte primera se explicaba, decíamos, por el desconocimiento de la teoría del caos entre el público español, tentados estamos de preguntarnos si el eco que encuentra esta propuesta política no admitiría una explicación análoga. Basta con retroceder a 1944 y hojear Camino de servidumbre, el clásico ensayo de Friedrich von Hayek, para advertir concomitancias que a muchos parecerán sorprendentes. También allí se defendía, contra la planificación revolucionaria socialista, una concepción de la libertad basada en la imposibilidad de predecir el curso futuro de una sociedad. Este era también el argumento de Frank Knight y los primeros economistas de Chicago, o del Karl Popper de La miseria del historicismo. La incertidumbre debía dejar paso a la espontaneidad de la acción individual, que se desplegaría en la objetividad de un orden jurídico, asegurado por un Estado mínimo y descentralizado.

Quizá entre nosotros esta tradición libertaria sea más conocida por su defensa del libre mercado, que a muchos parecerá amenazante para la propia libertad. En este punto, Escohotado vacila: deberíamos confiarnos «a la estructura disipativa del mercado» (p.323), aunque reconozca que puede provocar un estallido social (p.237). Por lo demás, los libertarios americanos (Milton Friedman, nada menos) se han distinguido en la lucha por la abolición del servicio militar, la legalización de las drogas y otras muchas causas del agrado de nuestro autor (y quien piense que con distinto fundamento, debiera confrontar los textos). No se ve motivo, en efecto, para que Escohotado sólo cite a Adam Smith y Thomas Jefferson, cuando podría encontrar clásicos muchos más cercanos, que, como él, piensan que la empresa de Reagan o Thatcher fracasó por no reducir el gasto público (el ya citado Friedman, por ejemplo). En efecto, ¿por qué citar al más conspicuo especulador bursátil, G.Soros, y no a su maestro Popper? Quizá pueda alegarse devoción por Hegel (cuyo «todo lo real es racional» se asume en la p. 230) u otros autores continentales (como Jünger). Pero ¿cambiaría eso el signo político de su interpretación? ¿No era también Hegel, leído a través de Kojève, la fuente de Francis Fukuyama (también citado por nuestro autor) al proclamar el fin de la historia?

En suma, diríamos que la operación de Escohotado consiste en traducir a términos caóticos una concepción neoliberal de la sociedad, por lo demás bien conocida. Esto explica que su concepción de la libertad resulte inteligible, aun cuando fracase en su empeño de divulgar la teoría del caos, pues, en realidad, no es nueva. Se trata de una reexposición parcial de un programa político que, en sus últimas versiones, tiene ya medio siglo, reinterpretando algunos aspectos (¿los más atractivos?) y oscureciendo otros (en particular, económicos). Su éxito nos parece, en cualquier caso, dudoso. Pues si el neoliberal podía servirse de la economía neoclásica para asegurar que de la interacción individual espontánea resultaría un equilibrio, en principio benéfico, a Escohotado el análisis caótico de la ingeniería financiera (el único aspecto auténticamente original del libro) sólo le permite afirmar que el mercado, como el propio curso de la sociedad, es impredecible. No se entiende muy bien por qué el autor se obstina en pensar que su espontaneidad será tan benéfica, cuando, en rigor, los resultados podrían resultar igualmente perversos («Del Caos nacieron Erebo y la negra Noche», cantaba Hesiodo). ¿No es ésta una opción fideista?

Así lo creemos. En cierto modo, y pese a sus propias intenciones, diríamos que Escohotado nos hace retroceder en política hasta el estadio teológico, aquel en que, como apuntaba René Thom en su debate con Prigogine, el azar se concibe como la posibilidad de que un Dios omnipotente intervenga en cualquier momento cambiando el curso de las cosas de modo impredecible. Por ejemplo, esa deidad protestante a la que Newton apelaba en el Escolio general de sus Principia (tan repetidamente invocado por el autor de Caos y orden). Contra esta divinidad arbitraria, Thom proponía recuperar la tradición aristotélica del racionalismo tomista (sin «h»: la del dominico Tomás de Aquino). A quien la conozca, puede resultarle divertido observar como nuestro descreído Escohotado acaba inadvertidamente del lado del voluntarismo escotista (sin «h»: el del franciscano Duns Scoto). ¿Qué partido tomaremos entonces los ateos?

{Mayo 2000}
{Anábasis 2ªépoca, 3-4 (2000), pp. 175-178}